Hacia Venta de Camposines

La principal responsabilidad de la nueva ofensiva se encargó a la 13.ª División, mientras que la 74.ª debía cubrir su movimiento, atacando el cerro de San Marcos y la sierra de Cavalls, hasta entonces inexpugnables. Junto a ellas actuarían las divisiones 152.ª, 82.ª y 4.ª de Navarra, con la misión de limpiar y ocupar toda la zona del barranco de la Bremoñosa, que estaba plagada de defensas y fortificaciones que debían anularse metódicamente. Es decir, que toda la maniobra quedaba subordinada a lo que pudiera hacerse en dirección a Venta de Camposines, que no había logrado conquistar la ofensiva anterior.

Franco preparaba el ataque contra aquella difícil posición, convencido de que sus enemigos estaban completamente desgastados. Ciertamente, habían sufrido mucho, sin embargo, los mandos republicanos estaban dispuestos a resistir la próxima avalancha porque aguantar era una de sus últimas bazas. Las ambiciones de Hitler habían crispado la política europea hasta extremos que la guerra internacional parecía inevitable. Resistir en Cavalls podía conceder a la República la vida suficiente para enlazar la guerra de España con la europea. Creían preciso resistir en la sierra.

Sobre aquellos territorios se habían fortificado bastantes fuerzas republicanas. La baqueteada 3.ª División en el sector montañoso de La Fatarella, la 45.ª y la 35.ª en el llano y la 11.ª en Cavalls.

Restos de otras divisiones se habían instalado en la misma zona con el fin de reforzar la defensa. Todo parecía depender de que los fogueados soldados de la 11.ª División fueran capaces de resistir en la sierra de Cavalls, el punto más fuerte de todo el sistema.

Nadie entre los nacionales esperaba poder llegar a las alturas de Cavalls por sorpresa, como había sucedido en Pandols. Escalar aquellas alturas a viva fuerza también parecía imposible. Y si conseguía poner el pie en las alturas, sería el principio de un nuevo episodio de feroces combates para apoderarse de cada altura. Los soldados miraban con inquietud aquella mole montañosa, alzada ante ellos como una fortaleza amenazadora que, algún día, deberían asaltar sin saber cómo podrían hacerlo ni que sucedería después. Todos esperaban que un potente bombardeo aplastara la capacidad de los defensores, pero la experiencia les decía que, por muchas bombas y granadas que cayeran sobre sus posiciones, sobrevivirían un número de soldados para acribillarlos desde las alturas mientras intentaban la penosa ascensión a los escarpados farallones.

Una vez más, un terrible cañoneo anunció, el 18 de septiembre, que comenzaba la ofensiva. La 82.ª División nacional trató de ocupar la cota 523, situada al norte del campo de batalla y logró llegar hasta sus alambradas. Tras ellas se habían fortificado los veteranos de la 3.ª División republicana, ya muy bregados en aquel tipo de guerra. Habían soportado los habituales diluvios de fuego, contemplado cómo las explosiones conmovían las fortificaciones, reventaban los refugios y batían las trincheras. En esta ocasión sucedió lo mismo y los hombres procuraron refugiarse en los puntos más abrigados hasta que pasara el bombardeo. Pudieron sobrevivir, rechazaron el asalto y obligaron a la 82.ª División a replegarse.

Al día siguiente, la 13.ª División nacional, que llevaba el esfuerzo principal, pudo tomar la cota 460, a costa de un combate sangriento. Los soldados avanzaron muy lentamente, copando una trinchera tras otra a golpes de bomba de mano. El día 20 sucedió lo mismo, porque los ataques de la artillería y aviación habían batido un terreno muy quebrado, que protegía a los defensores y multiplicaba el valor de sus trincheras y parapetos. Los republicanos habían resistido bien el bombardeo y lograron que la 82.ª División quedara estancada, mientras que la 13.ª sólo consiguió algunos pequeños avances, tomando dos montículos, uno de los cuales, la cota 496, debió ser bombardeada durante siete horas. En estos enconados combates, esta unidad, por la 4.ª División de Navarra. En el otro bando, también los republicanos habían padecido lo suyo: su 45.ª División estaba destrozada y debió relevarla la 42.ª.

La 1.ª División de Navarra se incorporó al combate durante los días 21 y 22 y comenzó a moverse por la sierra de Vall mientras los republicanos la tiroteaban desde la cercana sierra de Cavalls, a la que los nacionales ni podían pensar en ascender de momento. El empecinamiento de unos y otros provocó sangrientos episodios de heroísmo.

Aunque sabían que se negociaba su retirada, los internacionales combatieron valerosamente hasta el último momento. El día 23, los pertenecientes a la 35.ª División se pasaron toda la jornada combatiendo, con botellas de gasolina, a los carros de combate enemigos que intentaban avanzar hacia Venta de Camposines. Para ello, les proporcionaron suficientes botellas, gasolina, cerillas y cigarrillos, con el fin de que contaran con lumbre para dar fuego a sus mechas.

Durante la tarde, lograron detener la ofensiva de los nacionales. A costa de muchas pérdidas, porque incendiar un carro en pleno combate con una botella de gasolina resultaba una hazaña muy peligrosa. Entre los nacionales, quienes la prodigaban con mayor frecuencia eran los legionarios y regulares; entre los republicanos, los internacionales.

Detuvieron la ofensiva nacional, pero pagaron un duro tributo en muertos. Aquel día 23 pereció en combate Jimmy Lardner, que tenía 24 años y era hijo del escritor norteamericano Ring Lardner, adscrito al Batallón Lincoln. Un anónimo brigadista alemán decidió proteger la retirada de sus compañeros y se quedó solo, disparando en la trinchera; consumió doce cargadores de ametralladora antes de ser abatido por el fuego enemigo. Un grupo de franceses del Batallón La Marsellesa llevó a cabo un temerario contraataque cantando La Internacional y La Carmagnole, pereciendo casi todos en el intento.

Esa misma tarde murió el marido de Nan Green. Eran dos jóvenes comunistas británicos que abrazaron con entusiasmo la causa republicana. Nan trabajó como administrativa en los servicios sanitarios, clasificando las bajas en función del tipo de herida y arma causante, elaborando una estadística a continuación. Ello le permitió encargar, por ejemplo, más cascos o cierto tipo de medicina, según las necesidades, siendo aprovechado posteriormente su trabajo por los servicios sanitarios Aliados en la Segunda Guerra Mundial. Como buena inglesa, no paraba de hacer té a todas horas, que con fruición engullían los brigadistas británicos. Cuando la unidad de su marido fue evacuada, del centenar y medio de hombres que habían atravesado el Ebro el 25 de julio, sólo unos 25 seguían ilesos.

El sargento Juan Carlos Ros participó en los duros combates del 23, encuadrado en la 13.ª División de los nacionales. Tantos fueron los muertos y heridos que no quedó en pie ningún jefe ni capitán, y un teniente llamado Garzón se hizo cargo del mando. Al cabo de cierto tiempo, llegó el comandante Mateu, de Regulares, pero dos horas después había caído muerto. El combate se había endurecido y, aunque todos eran veteranos, la tensión resultaba insoportable.

Hasta el extremo de que tomó el mando otro teniente, apellidado Aramendia, que no hizo otra cosa que beber vino, en un intento de mantener la moral en aquellas circunstancias, hasta que apareció un nuevo comandante que logró controlar la situación. Durante la noche se corrió la voz de que habían quedado cercados y el hombre se derrumbó, sufrió un ataque de pánico y debieron retirarlo del mando. El infeliz pasó toda la noche mesándose los cabellos, derrumbado, mientras musitaba sin cesar: «Dios mío, Dios mío».

Durante esta jornada y, aunque ya sabían que se marchaban de España, los brigadistas del Batallón Lincoln lucharon muy duramente, intentando reconquistar las cotas 480 y 510. Según el teniente Argüello, del Estado Mayor de la 4.ª de Navarra, sólo su unidad sufrió aquel día unas 500 bajas y, cuando terminó el combate, descubrieron que junto a las alambradas estaban cadáveres de ocho brigadistas americanos, caídos en un último intento de atravesarlas.

Al soldado J. B., de la 4.ª de Navarra, se le apareció la Virgen durante los combates del 23.

Asaltaban la posición que los republicanos tenían en un mogote, se encontraban en mala situación cuando les sorprendió un fuego muy nutrido de ametralladora. La carnicería fue tremenda y todos los hombres que estaban a su alrededor quedaron muertos o heridos. Para salvar la vida, se hizo el muerto, quedándose inmóvil muy cerca de sus trincheras enemigas, mientras las ametralladoras escupían fuego. Sabía que lo matarían si se movía, sin embargo, al cabo de cierto tiempo, decidió alejarse de aquel lugar terrible. Se preparaba para echar a correr cuando la vio. Era la Virgen, toda vestida de blanco, diciéndole que no se moviera. Continuó inmóvil hasta que anocheció y pudo regresar a sus líneas, convencido de que la Virgen lo había salvado.

Uno de aquellos días, el capitán de la compañía de ametralladoras del Batallón de San Quintín pidió permiso para ir a Salamanca para ver a su mujer. Cuando la petición llegó al comandante R. R. del Estado Mayor, lo consultó con sus superiores y decidió acceder a la petición. Sin embargo, la situación resultaba angustiosa y faltaban mandos porque aquellos duros combates habían causado numerosas bajas. La calidad de los oficiales provisionales se resentía a causa de la necesidad de formar miles de ellos y muy rápidamente.

El día siguiente se habían presentado 90 alféreces provisionales y, en una sola jornada, más de 20 habían sido bajas. Decidió demorar unos días el permiso, hasta que amainara la fuerza de los combates. Cuando llegó el momento, decidió comunicar al capitán su permiso, pero había muerto en la lucha.

La pelea entre los dos bandos era suicida y tan grande la intensidad de los bombardeos que Carlos Martínez Campos, el estricto y antipático jefe de la artillería nacional en el Ebro, se inquietó seriamente por el desgaste que aquel trabajo endiablado imponía a sus materiales.

Después de cada bombardeo, los nacionales asaltaban las posiciones enemigas como si no temieran a la muerte y, una vez conquistadas, las defendían con el mismo denuedo. Los republicanos conservaban sus trincheras con igual terquedad, contraatacaban suicidamente y, cuando se veían obligados a abandonar una posición, era frecuente que algunos hombres se retrasaran para proteger el repliegue de sus compañeros; en algunos casos, su abnegación y compañerismo les costaba la vida.

La ferocidad de los combates propiciaba la concesión de condecoraciones. En esta época se concedieron dos cruces laureadas a título póstumo. Una al teniente de La Legión Giusseppe Borghese de Borbón y Parma, de la 13.ª División, por la conquista y posterior defensa de la cota 356 el día 22 de septiembre. Otra, el 9 de octubre, al teniente provisional Primitivo Gargallo, que mandaba una centuria de la FET, de la 53.ª División, en honor a su valentía en la conquista de una posición enemiga.