La guerra en el aire

La aviación de los nacionales combinó las ideas italianas y alemanas. Los primeros tenían muy desarrollados los conceptos de la aviación estratégica, destinada a bombardear la retaguardia.

Durante los años veinte, el general Giulio Douhet publicó varias obras; en la más importante, Il Dominio dell’aria, afirmaba que las guerras futuras serían decididas por bombardeos aéreos sobre la retaguardia enemiga. La teoría irritó a las altas jerarquías del ejército italiano, que combatieron a Douhet hasta el extremo de hacerlo condenar judicialmente. Cuando Mussolini alcanzó el poder, uno de los gerifaltes fascistas era el aviador Italo Balbo, nombrado en 1926 ministro de la Regia Aeronáutica. Dos años después rehabilitó al general Douhet y aplicó sus teorías en un nuevo escrito dell’aria. La industria desarrolló entonces el bombardero Savoia-Marchetti SM-81, llamado Pipistrello (Murciélago). Podía volar a 340 kilómetros por hora, cargaba 2.000 kilos de bombas y contaba con cuatro ametralladoras. Intervino en la campaña de Abisinia y luego fue superado por el Savoia-Marchetti SM-79, Sparviero o Halcón.

La fuerza aérea italiana en España era llamada Aviación Legionaria y alcanzó sus máximos efectivos en 1938, especialmente dedicados al bombardeo estratégico, con 38 aparatos destinados a atacar el litoral mediterráneo desde su base principal en Mallorca, desde donde también actuaba un grupo de hidroaviones radicados en la bahía de Pollença, pilotados por españoles y compuestos por 14 aparatos Cant Z-501 y Z-506 italianos y 6 Heinkel He-60 alemanes.

En noviembre de 1936, la Lutwaffe había formado la Legión Cóndor para intervenir en España.

Como su fundador y jefe, Hermann Goering, era un antiguo piloto de caza, as de la Primera Guerra Mundial, no la orientó preferentemente hacia los bombardeos estratégicos sino al apoyo de las operaciones terrestres con bombardeos y ametrallamientos sobre objetivos del frente o cercanos a él. A pesar de todo, los aviones alemanes también llevaron a cabo numerosos bombardeos sobre ciudades de la retaguardia republicana. En España probaron también los últimos hallazgos de su tecnología, como el bombardero Heinkel He 111, el caza Messerschmitt Me 109 y un reducido número de bombarderos en picado Junkers Ju 87 Stuka, que luego se confirmaron como una de las grandes revelaciones militares de la Segunda Guerra Mundial.

Todo ello sin desdeñar el veterano Junkers Ju-52, que, aunque era el bombardero más lento, llevó a cabo numerosos bombardeos. En los primeros tiempos de la guerra había llegado el caza biplano Heinkel He-51, que pronto quedó anticuado y sobrepasado por el Messerschmitt.

Desde entonces, lo dedicaron al ataque a tierra con gran éxito y, por su forma de lanzarse contra las posiciones, fue conocido como «cadena». Dado lo arriesgado de su misión, doce de estos Heinkel fueron derribados en la batalla del Ebro, muriendo once de sus pilotos.

A consecuencia de las tensiones internacionales derivadas de la anexión de Austria y de las continuas reivindicaciones de Hitler, Alemania suspendió temporalmente los suministros de aviones a España en junio de 1938, aunque los reanudó poco antes de la batalla del Ebro.

Para compensar su inferioridad material, los cazas republicanos Moscas fueron sometidos a varias reformas, dotándolos de nuevos motores M-25 Wright Cyclone y una instalación de oxígeno que permitía ascender hasta los 7.000 metros y competir con los Messerschmitt, que se beneficiaban de su mayor techo. Sin embargo, éstos contaban también con cabina cerrada y calefacción, que nunca tuvieron los cazas republicanos, cuyo resultado en combate fue tan desfavorable que, a finales de octubre, habían quedado claramente en minoría.

El piloto republicano J. S. decidió que su escuadrilla aprovecharía la flamante instalación de oxígeno para ascender hasta los 7.000 metros, con el fin de esperar la llegada de los bombarderos italianos Savoia, que acudirían para atacar las posiciones republicanas. Entonces abandonarían su escondrijo de las alturas para abalanzarse sobre ellos y ametrallarlos desde una posición ventajosa. Esperaron en las alturas más de una hora, muertos de frío, a pesar de estar embutidos en sus gruesas cazadoras de piel de cordero. Finalmente, vieron llegar a los bombarderos italianos y descendieron en picado para ametrallarles. Pero el frío de las alturas había congelado los mecanismos de sus ametralladoras y no pudieron disparar.

Antes de cada ataque de infantería, las posiciones republicanas recibían un masivo ataque de la aviación y artillería sin que la defensa antiaérea y los cazas republicanos pudieran impedirlo.

La artillería estaba a las órdenes de Carlos Martínez Campos, que ya la había mandado en la campaña del norte. Ésta fue la primera batalla claramente inspirada en los principios artilleros de la Primera Guerra Mundial, donde los avances de la infantería debían ser precedidos por un gran bombardeo de los cañones.

En agosto, los republicanos contaban en toda España con 156 cazas y los nacionales con unos 200. Al siguiente mes, se incrementó el número de pilotos españoles que volaban con aviones italianos y alemanes. Entonces, Mussolini decidió repatriar su Escuadra de Bombardeo Pesado y un grupo de caza cuyos aparatos fueron entregados a los españoles. Desde mediados de septiembre se produjeron los mayores enfrentamientos aéreos de aquella batalla del Ebro, con sus combates más duros durante los días 2 y 3 de octubre. El resultado fue desfavorable a los republicanos que, a finales de octubre, estaban claramente desgastados.

Mientras los cazas combatían en el aire, los soldados instalados en las trincheras observaban en resultado con ansiedad. Cuando un avión resultaba alcanzado, el piloto se lanzaba en paracaídas, si se encontraba con fuerzas para ello. En ocasiones, caía en tierra de nadie y ambos bandos competían para llegar cuanto antes hasta el hombre, originándose frecuentes escaramuzas. No sólo para capturar o socorrer al aviador, sino también para apoderarse del paracaídas, cuyo tejido era muy apreciado por la tropa, que lo utilizaba para resguardarse de la lluvia.

Juan Carlos Ros, sargento de la 13.ª División nacional, acudió al lugar donde había caído un avión de su bando. El piloto italiano estaba muerto y el sudoroso y polvoriento sargento de infantería se sorprendió ante el aspecto aseado y elegante del difunto, con las manos y las uñas primorosamente cuidadas, unas magníficas zapatillas deportivas del número 38 y un pañuelo azul de lunares blancos atado al cuello. Lo enterraron en la cota 471, frente a Corbera. A pesar de la extrañeza del sargento, el pañuelo del piloto muerto no era una frivolidad. Muchos aviadores lo utilizaban para compensar el duro roce de sus ropas de vuelo en el estrecho espacio de la cabina. El pañuelo de los pilotos solía ser de seda blanca y permanecería, durante muchos años, como un distintivo de coquetería gremial.