La República vivía una situación dramática, en Cataluña se habían agotado las reservas humanas y resultaba imposible incluso mantener el nivel de efectivos. El cansancio de la guerra, el temor a la derrota y el reclutamiento obligatorio multiplicaban las deserciones en las tropas del Ebro a pesar del rigor impuesto. Era imposible incrementar el reclutamiento y sólo podían reponerse las bajas con los heridos y enfermos que eran dados de alta en los hospitales. Existía un fondo de desertores capturados y de hombres mayores de 30 años cuyas posibilidades consideró el mando republicano, en su angustia por encontrar soldados. Sin embargo, descartó incorporar prisioneros de guerra al Ejército Popular.
En cambio, Franco lo hacía sistemáticamente y sin problemas. Sus prisioneros eran sometidos a una clasificación que, si no los encontraba culpables de algún delito, los enviaba al ejército cuando estaban en edad militar. Una vez en el cuartel, firmaban una larga declaración sobre sus pasadas actividades y eran enviados a batallones alejados del frente, y situados en regiones completamente seguras donde procuraban que su vida anterior pasara desapercibida.
Los hallados presuntos culpables pasaban a los correspondientes juzgados de instrucción, lo cual no impedía que pudieran convertirse voluntariamente en legionarios, en cuyo caso se olvidaban sus responsabilidades penales. La dura disciplina del cuerpo y su tradición de admitir toda clase de delincuentes y marginados integraba a los recién llegados sin ninguna dificultad.
Por si fuera poco, los nacionales disponían de la cantera de Marruecos, donde reclutaban combatientes de primera línea y cuando las posibilidades del Protectorado español comenzaron a agotarse, reclutaron soldados entre la población de Ifni-Sáhara y de la zona francesa. De modo que pudieron contar con mayor número de combatientes que los republicanos, movilizando menos quintas que ellos.
Los soldados nacionales contaban con suficiente armamento y municiones, gracias a la industria metalúrgica del norte y los suministros alemanes e italianos que llegaban sin problemas a los puertos. En su zona no sobraban los tejidos, pero sí los alimentos, porque abarcaba las principales regiones cerealistas y pesqueras y no debía alimentar a las grandes concentraciones humanas de Madrid, Barcelona y Valencia. Además, las acciones de la aviación republicana apenas alteraban la vida de su retaguardia.
En cambio, el Ejército Popular carecía de la estabilidad necesaria para integrar a los prisioneros y su previsible derrota impedía que ningún hombre quisiera cambiar de bando. Resultaba imposible convertir a los prisioneros en soldados cuando los reclutas ordinarios procuraban eludir la presentación y los hombres desertaban o suspiraban por «un tiro de suerte» en una mano o un pie, para ser ingresados en un hospital y apartarse del frente.
La situación material republicana también resultaba lamentable tanto en el frente como en la retaguardia. Los soldados estaban mal alimentados, recibían un paquete de tabaco cada dos semanas y vivían en pésimas condiciones higiénicas. Muchos carecían de casco, tenían el uniforme destrozado, carecían de botas y, como las alpargatas ya habían perdido sus suelas, necesitaban protegerse los pies con lo que fuera.