Parecía imposible que Franco empantanara su ejército victorioso en una batalla como aquella, donde perdería miles de vidas a cambio de conquistar lomas sin valor estratégico, tras las que sólo había nuevas lomas con el mismo valor. Parece claro que no deseaba ganar la guerra rápidamente, sino destrozar al enemigo y prolongar aquella situación excepcional donde concentraba todo el poder en sus manos.
El Ebro había impuesto una batalla lenta, de pequeños avances de loma en loma y de altura en altura, pagando un terrible precio de sangre, rabia y fatiga por cada una. Tres veteranas y aguerridas divisiones nacionales, la 1.ª, la 4.ª y la13.ª, no habían podido conquistar Cavalls y, tras muchos esfuerzos, sólo habían logrado apoderarse de Corbera.
Los continuos ataques ordenados por Modesto convertían en pírricas las victorias nacionales, aunque a costa de abundante sangre republicana. A ninguno de los jefes militares parecía importarle la vida de sus hombres. Les ordenaban asaltar las posiciones enemigas, defenderlas, hasta la muerte, también. Frecuentemente, los nacionales tomaban unas posiciones al asalto, por la noche la recuperaban los republicanos y, al día siguiente, se reanudaba la tragedia. Morir y matar eran las palabras que más circulaban entre la tropa.
Los republicanos se enfrentaban a condiciones cada vez más precarias. Sólo continuaban a base de tenacidad y valor, hasta extremos increíbles. Seguían comunicándose a través del Ebro a pesar de los continuos ataques de la aviación contraria. A última hora del día 14 de septiembre, una nueva apertura de los pantanos elevó unos dos metros el nivel de las aguas.
Acostumbrados ya al fenómeno, no dejaron de enviar suministros y materiales a la batalla a través de los puentes bamboleantes, desbordados por el agua, que amenazaban derrumbarse de un momento a otro.
El balance de los últimos combates había mantenido a los nacionales en la sierra de Vall y a los republicanos en la de Cavalls. Entre ambas, zigzagueando entre los cortados, barrancos y hondonadas se estableció la linde entre ambos bandos. Se trataba de una invisible y elástica frontera, que los nacionales intentaban modificar mediante continuas incursiones y los republicanos volvían a su lugar, en sangrientos contraataques. Ambos bandos se vigilaban, recelosos, entre las lomas y las barrancadas, faltos de agua y martirizados por el sol.
J. P. R. bebió varias veces de una charca donde decían que había tres soldados muertos.
Cualquier charco o pestilente cantidad de líquido podía servir para combatir la sed insoportable.
Los soldados filtraban inocentemente el agua con su pañuelo, que detenía las briznas, los cadáveres de insectos y los grumitos de barro, pero nada podía contra los microbios, que les provocaban frecuentes vómitos y diarreas.
Eran enemigos, pero estaban unidos por la tragedia común en aquellas sierras arrasadas. Se insultaban de trinchera a trinchera, se hacían propaganda y se mentían. En ocasiones recordaban que eran hombres, tristes y desgraciados jóvenes alejados del amor. Durante los combates, el grito que más se les escuchaba a los heridos eran llamas a las madres. Cuando no había tiros ni heridos, la mente buscaba otras mujeres. En las noches serenas del verano sólo se escuchaban los sonidos de los insectos y, a veces, el silbar del viento en las alambradas. Aquellas barreras que defendían la posición estaban llenas de latas viejas en los bajos, porque los soldados tiraban a la alambrada las latas vacías de sardinas, carne rusa o pimientos, para que se quedaran allí y sonaran como cascabeles si el enemigo pretendía atravesar las alambradas durante la noche. De esta manera, sonaba un ruido de hojalata, los escuchas tiraban una granada de mano y el frente se encendía de disparos. Y a lo mejor sólo porque una rata había metido su hocico a lamer el aceite de sardinas, o una ráfaga de viento había agitado las latas.
Sí, a veces recordaban que eran hombres. Los de enfrente arrancaban con una canción: Maruja divina, clavel tempranero, quisiera en tu boca besar el primero… Y ellos se añadían al coro.
Hasta cantar juntos, acompañándose por encima de las alambradas. Luego le cogían afición a eso de cantar juntos y otra noche volvían a repetirlo. Como si tuvieran que hacer otras cosas mejores que matarse. En ocasiones se escuchaba clara una voz que preguntaba si había alguien de su pueblo en la trinchera contraria. Cuando, efectivamente, lo había, se preguntaban recíprocamente por los parientes y los conocidos. En la noche, los hombres tendían un puente sentimental. A la mañana siguiente intentarían matarse.
En el fondo de una hondonada había un pozo que todos ambicionaban y nadie aprovechaba.
Hasta que, desde la trinchera nacional, una voz propuso hacer turnos para ir a buscar agua con las cantimploras. Unos bajarían al pozo y los otros se comprometerían a no disparar.
Consultaron al comisario y respondió que se podía probar. Y los nacionales probaron. Los republicanos miraban muy atentos como bajaban un par de sombras cargadas con todas las cantimploras que podían acarrear. Mientras se acercaban al pozo hablaban con los republicanos diciéndoles que no llevaban armas. Una vez que hubieron llenado las cantimploras, anunciaron que se marchaban, pero que tardarían más porque era subida y las cantimploras llenas pesaban mucho.
Cuando estuvieron en sus filas gritaron que ahora les tocaba a ellos y todo transcurrió sin incidentes. Los soldados pensaron que había sido buena la ocurrencia que les permitía beber agua fresca y limpia. Al día siguiente, ya habían tomado confianza y bajaron al pozo seis hombres por bando. La tercera noche intercambiaron tabaco por papel de fumar, que dejaban bajo una piedra, a medio camino entre ambas trincheras.
Hasta que los mandos se enteraron y cortaron el asunto. Llegó un comisario vasco a la posición y dijo que les entregaban el tabaco envuelto en periódicos fascistas, cuyas noticias no debían leer. Además, si proseguía la confraternización pronto serían incapaces de dispararse los unos a los otros. Probablemente estaba en lo cierto. Si los enemigos se trataban, disminuía el odio, que era el motor de los combates.
También Rafael Pérez Mora, de la 11.ª División de Líster estaba en Cavalls. Se tiroteaban con los de enfrente a lo largo del día y se insultaban durante la noche. Celebraban una sesión diaria de discursitos recíprocos, que a nadie convencían. No disparaban mientras duraba la sesión, donde el comisario de su unidad llevaba la voz cantante. Escuchaban aprovechando aquella especie de tregua tácita, hasta que los oradores comenzaban a insultarse. Progresivamente se calentaban con las injurias hasta que, de los gritos se pasaba a los tiros y, de éstos, al tiroteo general. A pesar de todo, una noche también se intercambiaron cosas. Lo hicieron a la luz del día, porque temían caer en alguna trampa durante la noche. A medio camino entre trincheras, los nacionales entregaron tabaco y los republicanos papel de fumar y ropa, porque la mayor parte de la industria textil estaba en Cataluña y, en la otra zona, eran escasos los tejidos y, sobre todo, la ropa interior. Fue una buena experiencia que recordaron los soldados, hasta que los mandos se enteraron y también la cortaron de raíz.
Muchos veteranos recuerdan aquellas confraternizaciones como actos hermosos que humanizaban la guerra. Pero a Pedro Figuerola, de la 42.ª División republicana, le parecía repugnante, porque al día siguiente de haber intercambiado sus cosas y haber charlado, incluso amigablemente, debían luchar sin piedad. Creía que tenían razón los mandos al prohibirlo. Si tenían que matarse, mejor hacerlo de la manera menos dolorosa posible.
Rafael Pérez estaba también en aquella sierra donde la dureza del terreno recoso apenas permitía cavar trincheras. De modo que las zanjas y los pozos sólo cubrían hasta la cintura de un hombre de pie y debían permanecer sentados o agachados durante el día. En una ocasión les ametralló por error uno de sus aviones. Desde entonces, colocaron piezas de tela blanca para formar una letra que permitiera identificarlos.
Allí descubrió la eficacia de las granadas que estallan en el aire. Los militares las llaman «espoleta a tiempos». Es decir, que la espoleta es como un despertador que se dispara un tiempo prefijado después del disparo. De manera que, con cálculos sencillos, se logra que la granada no estalle al tocar el suelo. Antes de llegar a él, detona en el aire y la metralla case sobre la tierra, como una lluvia mandada por el infierno.
Rafael comprobó horrorizado cómo las granadas enemigas les arrojaban desde arriba los trozos de metralla y que estaban indefensos en sus exiguas trincheras. Aunque se arrojaran al suelo, era lo mismo, porque las explosiones y los trozos de metal llegaban desde arriba. Su brigada sufrió un castigo contra el que no podían defenderse y cuando los relevó la 12.ª Internacional, menos de la mitad seguían ilesos.
Los llevaron a descansar a Venta de Camposines. Por primera vez pudieron lavarse gracias a unos camiones ducha que habían llegado de Barcelona. Luego les dieron ropa nueva y mejor comida que la de las trincheras. Pero su vida apenas había mejorado, seguía en aquella dura división donde se fusilaba inmediatamente a quien mostrara debilidad o dudara frente al enemigo.
La República se enfrentaba a una situación cada vez más difícil, con Cataluña aislada del restante territorio, un bloqueo naval casi impenetrable, la frontera francesa cerrada. Su industria de guerra se revelaba como insuficiente para cubrir las necesidades de la batalla y estaban agotadas sus reservas humanas. Durante este mes, las deserciones, a pesar del rigor y disciplina impuestos, aumentaron constantemente porque los soldados estaban hartos de sufrir, mientras la derrota se presentaba inevitable. Los únicos hombres disponibles para reforzar el frente del Ebro eran desertores capturados y hombres mayores de treinta años. El desesperado mando republicano llegó a estudiar la incorporación de los prisioneros de guerra que tenía en su poder. Franco lo había hecho sistemáticamente, pero la coherencia de su ejército y la seguridad de la victoria permitían integrarlos.
La situación material también era lamentable. La alimentación, pobre y escasa; la higiene, deficiente. Faltaba calzado, ropa y tabaco. Muchos soldados llevaban como única protección de sus pies unos envoltorios hechos con tela de sacos viejos. Tales penurias no se conocían en la zona nacional, donde las condiciones de vida de la tropa eran mucho mejores. Las grandes zonas agrícolas estaban en sus manos, los suministros alemanes e italianos llegaban libre y abundantemente a sus puertos y contaban con grandes reservas demográficas, aunque se procuraba no forzar la movilización.