Campañas contra el olvido

Corbera casi había sido borrada del mapa por los bombardeos de la artillería y la aviación, uno de los cuales está inmortalizado en una fotografía que conserva Pere Sanz, donde se aprecian claramente el pueblo y las nubes de polvo y humo de los impactos alineados salidos del mismo avión. No era el único pueblo destruido por la guerra, que, en toda España, arrasó unas 250.000 viviendas y dañó seriamente otras tantas. Las alquerías, casa de campo y las poblaciones integradas en los campos de batalla sufrieron especialmente las consecuencias, y después de la guerra existió una Dirección General de Regiones Devastadas que tomó a su cargo las reconstrucciones.

Ni siquiera la miseria y la desgracia pueden escapar de la política, de modo que no todos los daños en edificios recibieron la misma reparación. Ésta se centró, sobre todo, en los lugares simbólicos, como el Alcázar de Toledo, que había sido destruido; al principio se pensó dejarlo como estaba, para que sus ruinas sirvieran de pétrea memoria, pero luego se decidió reconstruirlo y fue levantado de nuevo concienzudamente. Dos pueblos simbolizaban la historia de haber servido de parapeto a los nacionales y haber sido destruidos por el fuego de la artillería republicana: Brunete, próximo a Madrid, y Belchite, en la provincia de Zaragoza, cerca de Fuendetodos, el pueblo natal de Goya.

Sobre las ruinas de Brunete, el pueblo fue reconstruido totalmente. Como se encuentra cercano a el Escorial, la arquitectura funcionaria restauró el antiguo conjunto de humildes casas labriegas con un empacho de elementos de granito, perspectivas herrerianas y fachadas folclóricas destinados a rememorar el espíritu de la raza, como si el pueblo lo hubiera defendido un tercio de Flandes mandado directamente por Felipe II.

El caso de Belchite resultó más curioso. Tras vencer la resistencia, casa por casa, de los nacionales, la artillería republicana arrasó las casas, el ayuntamiento y hasta los dos edificios más sólidos del conjunto, que eran la iglesia parroquial y el antiguo monasterio de las afueras, ambos sólidamente levantados con ladrillo. Franco decidió que todo el pueblo permaneciera tal cual estaba, como monumento a la numantina resistencia de los suyos y que, un poco más lejos, se levantara un pueblo de nueva planta, donde la población rehiciera su vida. Era la ocasión para que los arquitectos oficiales se soltaran el pelo y lo hicieron a conciencia.

Levantaron grandes edificios centrales, que parecen pensados para servir de marco a los discursos y, más allá, casas unifamiliares, con ventanas enrejadas y porches, que rememoran una arquitectura andaluza y chocante y absurda en pleno llano aragonés. En cambio, el pueblo viejo de Belchite conservó sus impresionantes ruinas, con iglesias y todo, aunque el tiempo ha subvertido su destino original. Fueron respetadas para que dieran testimonio del heroísmo a las generaciones futuras. Cuando el futuro se ha hecho presente, aquellos tremendos muñones de lo que un día albergó la vida sólo demuestran la barbaridad de la guerra y la capacidad del salvajismo humano. Quienes quisieron perpetuar un testimonio del sacrificio glorioso, le han entregado un argumento plástico al pacifismo.

El caso de Corbera era distinto porque había servido de refugio a los republicanos y había sido destruida por la aviación y los cañones de los nacionales. El pueblo se encontraba en una loma de 337 metros de altitud máxima y resultó arrasado. Las casas destripadas en lo alto de la loma que les dio asiento durante siglos, presididas por la magnífica iglesia barroca de Sant Pere, que había perdido su techumbre en la batalla y tenía el campanario y los muros picados de cañonazos. No existió voluntad oficial de perpetuar ni glorificar su recuerdo y, más abajo, donde el terreno era más llano, se levantaron, poco a poco, las casas del pueblo nuevo, junto a la carretera. Sin glorias ni recuerdo imperiales, sin falso folclore de Coros y Danzas.

Sencillamente, como las edificaciones de un pueblo cualquiera, con sus viviendas, sus corrales, su ayuntamiento humilde, su carpintería, sus tiendas y su farmacia.

Las ruinas fueron miradas sin gloria, como una mala conciencia abandonada. Durante años, constituyó un testimonio vergonzante para los hombres del poder local, que, durante la década de los sesenta, hizo derribar algunos edificios arruinados que todavía permanecían en pie, aplanó algunas partes del terreno y sembró pinos. Nadie mencionaba la guerra ni la pasada Corbera, sólo los viejos nostálgicos paseaban por su antiguo solar durante los días de sol. A veces, callaban y permanecían un rato silenciosos ante las ruinas donde habían estado sus casas. Miraban, sin hacer comentarios, la tumba de su juventud y sus recuerdos.

El concejal Pepe Gamero y su grupo de Unió per la Terra Alta se decían partidarios de recuperar la memoria histórica de Corbera. Mientras, en otros pueblos de la comarca incluso se conservaban calles dedicadas a Ramón Serrano Súñer y otros personajes del franquismo. Entre los objetivos de su campaña política se encontraba resucitar el nombre de Corbera, desconocido en aquel momento.

No cejaron en su empeño y decidieron instalar en el pueblo viejo lo que llamaron el Abecedario de la Libertad, que hoy puede admirarse entre las ruinas. Consta de 28 grandes letras construidas por 25 artistas diferentes, con técnicas y materiales distintos, y pretende evocar la paz universal. Lograron vencer en las elecciones municipales y se dedicaron seriamente a recuperar la historia del pueblo. Limpiaron, adecentaron y habilitaron las ruinas, quitaron los pinos, cercaron el recinto y lo convirtieron en un espacio histórico visitable. Comenzaron a llegar curiosos, que allí descubrían una parte de su pasado colectivo.

Cuando, en 1995, Pepe Gamero se convirtió en alcalde de Corbera pudo impulsar algunas de sus ideas. Entre ellas, registrar el término «Batalla del Ebro» a nombre del Ayuntamiento, como garantía del lanzamiento del pueblo, apartándolo de comparaciones. Cuando alguien le sugiere que Corbera es el Belchite de Cataluña, lo rechaza: se trata de casos muy distintos. Años más tarde, en 1998, se levantó en Corbera un monumento a los brigadistas internacionales.

Al año siguiente, Jordi Pujol, como presidente de la Generalitat, acudió al pueblo para poner la primera piedra de un futuro museo, que formará parte de una red de centros de interpretación y una museización de los espacios de la batalla del Ebro. Las ruinas de Corbera son hoy un lugar de interés histórico reconocido por la Generalitat. Tomaban cuerpo las ideas de Pepe Gamero y de un proyecto largamente acariciado por Josep M.ª Solé i Sabaté.

Ya hacía años que éste había terminado su tesis y publicado un libro memorable. Luego fue profesor de la Universidad Autónoma y director del Museo de Historia de Cataluña. Entonces conoció a Jaume Benavente, un joven que había realizado un trabajo histórico con la voluntad de encontrar una salida actual a los restos del pueblo viejo de Corbera.

El padre de Josep M.ª Solé también perteneció a la Quinta del Biberón y siempre le hablaba del Ebro, donde habían muerto muchos de sus amigos y conocidos. La desaparición de tantos hombres, cuando apenas habían empezado a vivir, siempre impresionó al chico. «Murieron antes de haber conocido el amor», decía de ellos su padre.

Entonces retornó su viejo trabajo de campo en la Terra Alta y visitó a las gentes de Corbera.

Les dijo que resultaba necesario recuperar la vieja memoria, pero no sólo allí, sino en toda la Terra Alta, que había sufrido la batalla. Después se reunió con el Consejo Comarcal y con todos los alcaldes, anunciándoles la necesidad de organizar el espacio como un museo al aire libre, tal como existe en algunos lugares de Estados Unidos y en Normandía.

Fue difícil que le creyeran y confiaran en él. Había que vencer la inercia de tantos años de echar sobre la memoria paletada de olvido, de enterrar el dolor de aquella guerra, que fue terrible para todos. Los recuerdos de la guerra descarnaban la angustia de la represión, de la borrachera de sangre, que no fue una, sino varias. No sólo se desenterraba un pasado de cañonazos, bombardeos, muertos y heridos entre gentes de uniforme; se descubría también la vesania entre vecinos, el odio entre parientes, los asesinatos, torturas, robos y humillaciones entre conocidos; el colaboracionismo de unos contra otros cada vez que llegaban al pueblo nuevos hombres armados.

El fruto más amargo y perdurable de las guerras civiles es el odio. En 1943, cuando Mussolini perdió el poder, los alemanes lo rescataron y le pusieron al frente de la República Social Italiana, un estado satélite organizado por ellos en el norte de Italia, para esconder el gobierno militar alemán tras la máscara del Duce. Esta RSI sirvió de tapadera para una terrible represión desencadenada por los nazis y los fascistas contra los miembros de la Resistencia. Pero la realidad era más compleja. Entre 1943 y 1945, tres Italias lucharon entre sí. En el centro y sur la de Badoglio, vinculada a los aliados; en las montañas, la de los partigiani comunistas, y en el norte, la República Social, una careta que escondía al ejército alemán de ocupación. Fue una conflagración civil dentro de la Guerra Mundial. Los retratos de las víctimas hechas por los fascistas y los nazis están todavía en los muros exteriores de las iglesias italianas. Pero no fueron las únicas víctimas, la Italia de la Resistencia también se manchó las manos con venganzas y represalias extrajudiciales. A estos muertos se los ha tragado la infamia. Ni siquiera el MSI (Movimiento Social Italiano) se atreve a reivindicar que sus fotografías se exhiban en algún sitio.

El caso español fue exactamente al revés, pero quizá más dramático y temeroso. Tras mucho insistir, los dos historiadores rompieron, poco a poco, el muro de desconfianza. Se esforzaban en hablar sólo de la batalla, imponiéndose a los malos recuerdos, porque, cuando mencionaban la guerra, los vecinos recordaban la brutal represión que había martirizado sus sencillas existencias o las de sus padres.

En una de aquellas conferencias nocturnas del año 2002, cuando entraron en la sala de Villalba dels Arcs, se respiraba una tensión que Josep M.ª trató de conjurar inmediatamente diciendo:

—No hablaremos de la guerra sino de la batalla del Ebro. La comarca padeció mucho durante ella y ahora podría beneficiarse con la museización de sus espacios.

El anuncio provocó expectación porque la agricultura de la Terra Alta tropieza con serios problemas y su economía no resulta boyante. Prosiguió en el mismo tono.

—Creo que existe una gran posibilidad de promover el turismo histórico, que beneficiaría a la Terra Alta.

El anuncio surtió efecto porque apuntaban al futuro, no al pasado y, si el público no quedó convencido, por lo menos, permaneció expectante. La historia ganaba un primer combate después de la batalla.

Desde entonces comenzaron a despertarse intereses personales y colectivos, no siempre meridianos. Un alcalde propuso hacer un museo de la batalla del Ebro en su pueblo, donde no se había desarrollado ninguno de sus episodios. Poco a poco, los historiadores vencieron la resistencia y lograron la comprensión de los pueblos de la Terra Alta, mientras al proyecto comenzaban a salirle numerosas novias.

Paralelamente, Pepe Gamero y sus amigos mantenían sus esfuerzos y superaban el marco de Corbera para colaborar con Batea, Villalba dels Arcs, El Pinellde Brai, La Fatarella y Casellas.

Después, se integraron en el proyecto de museos cuando la Generalitat formó el Consorci Memorial dels Espais de la batalla de l’Ebre (Comebe), basado en la recuperación de los espacios y la puesta en marcha de cinco centros municipales. Se espera que la mayor parte de las obras estén listas en el bienio 2004-2005.

Pepe perdió la alcaldía en las elecciones de 2003, pero dejó establecidos los lazos de cooperación con la CGT (Confédération Générale du Travail) francesa y el Automóvil Club alemán, y los hermanamientos con municipios del sur de Francia, con el propósito de vincular la batalla del Ebro con el maquis y la Resistencia francesa.