Durante el mes de agosto, los nacionales habían atacado la sierra de Pandols y luego el vértice Gaeta y Punta Targa. En ambos casos habían logrado conquistar el terreno, pero los resultados no eran satisfactorios. Los republicanos eran inferiores en artillería y aviación, estaban separados de su retaguardia por el Ebro, carecían de reservas y suministros de todo tipo; sin embargo, presentaban una empecinada resistencia y cada metro de terreno conquistado había costado mucha sangre.
Cuando los nacionales iniciaron sus ofensivas, estaban engañados por lo sucedido en la bolsa de Mequinenza, donde los republicanos se replegaron rápidamente, abrumados por la superioridad militar enemiga. Sin embargo, Pandols había marcado un ritmo diferente y los ataques debieron tomarlo a base de sangre. Se achacó la dificultad a lo inaccesible del terreno, esperando que la siguiente ofensiva resultara más fácil. No fue así, y los republicanos ofrecieron nuevamente una encarnizada resistencia.
El mando nacional había atacado primeramente en el flanco enemigo, luego en el sur y nuevamente en el norte, esperando provocar la desmoralización y la retirada republicana hacia el río. No fue así y la conquista de unas posiciones que tenían escaso valor militar resultó sangrienta. Desde un punto de vista estratégico, dominar la Tierra Alta carecía de importancia.
Sin embargo, para los republicanos se había convertido en un símbolo en aquella guerra que tanto tenía de simbólico, como todas las civiles.
Ante el cariz que tomaba la batalla del Ebro, lo más coherente para ambos bandos habría sido abandonar la batalla. Los republicanos habrían podido replegarse escalonadamente hasta colocarse detrás del río, que les ofrecía una defensa natural. Aún con más facilidad, los nacionales podrían haber cesado en sus ofensivas para culminar la conquista de Valencia o atacar desde Lérida en dirección a Barcelona.
Al terminar agosto, Franco era prisionero de su decisión inicial y no quiso modificarla al cabo de un mes de lucha. No había podido aplastar a los republicanos en el primer empujón y tampoco habían huido, como se esperaba. De modo que persistió en conquistar la Terra Alta, aunque fuera palmo a palmo. Su táctica se pareció al movimiento de una vaca en un pasillo, siempre adelante y sin maniobras de ningún tipo. Sin importar los costes inauditos en vidas, material y tiempo. Este último le importaba menos que nada, porque, cuanto más se prolongara la guerra, más consolidaría su poder sobre la caterva de generales que le rodeaban, monárquicos, carlistas, personalistas; incluso había algún falangista, como Yagüe, un antiguo republicano, Queipo de Llano. Cuando acabara la guerra, debería tenerlos a raya.
Tampoco cedieron los republicanos. Parece que Negrín autorizó a Modesto a replegarse, si lo creía necesario, aunque no está suficientemente demostrado y no es probable que Modesto quisiera retirarse. Los comunistas luchaban animados por sus ideales, se sentían obligados a oponerse al fascismo y no dudaban que el proceso histórico conducía a la revolución universal.
Gracias a continuas reuniones, celebradas incluso en el frente, mantenían viva su fe y su disciplina políticas. El Ebro sólo era un episodio de una lucha más amplia que afectaba a la Humanidad. No debían ceder y no cederían. Tampoco Negrín renunciaba a lograr la ayuda de las democracias, alertadas por la política amenazadora de Hitler.
Alemania estaba en pleno rearme desde 1936 y sus tropas habían ocupado la Renania, que permanecía desmilitarizada por los acuerdos de la posguerra de 1918. Sin embargo, resultaba vana la esperanza de que los ingleses se volvieran contra Hitler, pues el Gobierno de Stanley Baldwin había mantenido una política británica respecto a Europa, ni se dio por enterado cuando los soldados alemanes ocuparon Renania. En abril de 1938 firmó un pacto con Mussolini para reconocer la soberanía italiana en Abisinia a cambio de que las tropas italianas que combatían en España la abandonaran cuando terminara la guerra. Este acuerdo ocasionó la protesta y dimisión del conservador Anthony Eden, ministro de Exteriores, que fue sustituido por lord Halifax.
La situación parecía distinta en Francia. En 1934, Hitler había firmado un pacto de no agresión con Polonia, destinado a dañar el sistema francés de alianzas internacionales. Sin embargo, en 1936, la derecha francesa apoyó la sublevación de los generales españoles. En 1938, la situación había variado. Los italianos tenían un ejército en España y su aviación estaba seriamente establecida en Mallorca, amenazando las comunicaciones con el norte de África.
Muchos franceses se inquietaron seriamente en marzo, cuando Hitler anexionó Austria al Reich.
Parte de la derecha se mostraba inquieta y propugnaba una alianza contra él. Los socialistas estaban divididos, aunque la mayor parte opinaba que debían resistirse al fascismo por la fuerza, mientras los comunistas abogaban por combatirlo en todos los frentes.
Hitler y Mussolini habían jugado sus cartas audazmente en el rearme alemán, la invasión de Abisinia, la remilitarización de Renania. Esta última había motivado enérgicas declaraciones de los Gobiernos checo y polaco, que ofrecieron su apoyo a Francia si emprendía una acción militar contra Alemania. Yugoslavia y Rumanía se mostraron alarmadas, quejándose de la inactividad francesa. Negrín esperaba que París comprendiera la amenaza que suponía la guerra española, con los ejércitos y aviones italianos moviéndose cerca de los Pirineos.
Los planes de Hitler constituían en un auténtico misterio, incluso para sus aliados más próximos. Sin dar explicaciones a Franco había repatriado la mitad de los efectivos de la Legión Cóndor y reducido la cantidad de sus suministros. A lo largo del mes de agosto, Franco envió a Berlín numerosos emisarios para pedir que se reanudara la ayuda alemana. Mientras tanto, solicitó y acordó con Italia la entrega de abundantes repuestos y piezas de artillería.