Aunque el Tercio de Montserrat casi había sido aniquilado en el asalto a Punta Targa, no lo relevaron y prosiguió la lucha durante los días siguientes. El día 21 ocupó la cota 443, pero, para su desgracia, una vez tomada la cota, el fuego de la artillería nacional, el «fuego amigo», les causó cuatro muertos y veintiséis heridos. El 22, los requetés colaboraron en la ocupación de otras tres alturas y el 23 hicieron prisionera a una compañía enemiga al tomar otras dos alturas. Durante las jornadas siguientes tuvieron lugar combates encarnizados, continuando el goteo de bajas entre los requetés, que hasta afectó a sus capellanes y, el 27, acabó con el personal de ametralladoras, por lo que tuvieron que entregar las armas a otra unidad.
Cuando dos días después cayó el último sargento, los requetés se quedaron sin suboficiales, mandados únicamente por el comandante y tres alféreces. Como los hombres murmuraban que les resultaba muy extraño que el jefe continuara sospechosamente ileso, el comandante Martínez se decidió a dirigir personalmente un asalto, en el que resultó herido, acción que le valió recibir posteriormente la Medalla Militar. Al ser evacuado al hospital, entregó el mando al alférez Daumís, el más antiguo de los tres que quedaban. Un mes antes, el Tercio de Montserrat había llegado de Extremadura con 906 hombres, de los que sólo quedaban indemnes tres alféreces y 109 soldados, un 15 por ciento del total, con el resultado de 154 muertos y el resto de heridos, contusionados y enfermos.
Aunque no participó en toda la batalla del Ebro, este batallón de requetés fue la unidad más quebrantada del Ejército nacional, siguiéndole en número de bajas la 2.ª Bandera de Falange de Burgos, que también pertenecía a la 74.ª División, que sufrió 69 muertos, menos de la mitad de los sufridos por el Tercio de Montserrat.
Los requetés supervivientes fueron evacuados a Gandesa donde, progresivamente, se les incorporaron sus heridos y enfermos leves según fueron sanando, pero no bastaron para reconstruir sus efectivos. Así, a principios de septiembre, recibieron un nuevo comandante y 367 nuevos soldados, lo que les permitió regresar a primera línea el 12 del mismo mes.
La ofensiva había logrado sus principales objetivos y, una vez ocupado el vértice Gaeta, decayó la batalla. Los republicanos intentaron, sin éxito, contraatacar, sobre todo por las noches, y recuperar las posiciones perdidas; las fuerzas franquistas, agotadas por los duros combates bajo el tórrido sol, bastante tuvieron con resistirlos.
Desde el día 23, las líneas no se movieron sustancialmente a pesar de que los enconados combates se prolongaron hasta el día 27, cuando ambos bandos, agotados, paralizaron las operaciones para restaurar sus destrozos.
Una vez más, las bajas habían sido cuantiosas y los resultados de la ofensiva no eran espectaculares. Las fuerzas de Franco apenas habían logrado una penetración máxima de tres kilómetros y, si bien habían conquistado importantes cotas y alejado la amenaza republicana de Villalba, en cambio no habían podido ni acercarse a Corbera, el único núcleo urbano de cierta importancia.
Tagüeña reconoció haber sufrido unas 8.000 bajas, entre ellas 2.000 muertos y unos 3.000 prisioneros, de los que 288 eran desertores comprobados. Los nacionales sufrieron unas 5.000 bajas en total, de las cuales 1.000 fueron muertos y el resto, heridos y enfermos, más, al parecer, un único desertor. El terrible desgaste sufrido por ambos bandos obligó a detener las operaciones y reorganizar sus fuerzas mediante relevos. Al bando nacional llegaron nuevas tropas de refresco, como la 152.ª División. En cambio, el Ejército Popular carecía de unidades operativas capaces de soportar la feroz batalla del Ebro; no había nuevas reservas que aportar.
La ofensiva, aunque dominó algún territorio, lo logró doblegar al adversario. Los nacionales sentían la decepción de que el enemigo hubiera resistido, y la victoria, aunque parecía segura, todavía les causaba numerosas bajas. Cada pequeño avance costaba demasiada sangre a un ejército cansado por la guerra de nunca acabar. Muchos jefes discrepaban de aquella conquista empecinada de un territorio sin valor militar, pero la decisión de Franco era destrozar el Ejército del Ebro y no admitía discusiones. Contemplaba impasible la sangría de sus hombres, desde su puesto de mando del Col del Moro, un cerro a seis kilómetros de Gandesa, sobre la carretera de Calaceite, donde la Diputación de Tarragona levantó, en 1953, un monumento conmemorativo de hormigón.
Pero el desánimo cundía más severamente entre los republicanos. A pesar de la denodada defensa, habían perdido nuevamente terreno y la superioridad en hombres y materiales del enemigo resultaba indiscutible. De nada servían la propaganda y los alegatos oficiales a favor de una resistencia numantina. Aumentaba el número de desertores, no sólo hacia las líneas enemigas sino también hacia la propia retaguardia. Los hombres estaban hartos de pasar hambre y de carecer hasta de ropa y calzado. Ni las charlas de coincidencia de los comisarios ni las amenazas de fusilamiento contra los desertores o de represalias contra sus familias podían evitar los abandonos del frente.
El mayor Manuel Mora, jefe de la 16.ª División, exhortaba a sus hombres sobre la necesidad de vencer o morir en combate, recordándoles las duras medidas establecidas contra los cobardes y desertores. Sin embargo, él mismo desapareció un día de su puesto de mando, convertido también en desertor. Su huida derrumbó la causa moral de muchos soldados, convencidos de que la derrota era segura.
Únicamente se vislumbraba una esperanza. Si estallaba la guerra entre Alemania y los aliados, éstos ayudarían a la República española. Aunque los hombres no se atrevían a manifestar sus pensamientos por temor a ser acusados de derrotistas. A pesar de todo, la disciplina daba resultado y los soldados cumplían con su deber. La mayoría estaba dispuesta a luchar hasta el final, pero comprendía que flaqueara el ánimo de algunos compañeros, que cedían a la tentación de abandonar el frente.