Cae el vértice Gaeta

Los nacionales lograron algunos avances que la resistencia republicana impidió profundizar. Si la guerra había sido encarnizada en Pandols, aquí no lo era menos. Al verse detenidos, los nacionales insistieron en sus grandes bombardeos y los republicanos retiraron sus cañones del vértice Gaeta, por temor a que, si se perdía la posición, las piezas cayeran en manos enemigas.

El día 22, Gaeta fue duramente bombardeada, hasta casi borrar la triple alambrada y las dos líneas de trincheras de los defensores. El bosquecillo situado allí cerca resultó incendiado por la violenta preparación y permaneció ardiendo durante todo el día. A mediodía del día 23 un ataque con cincuenta carros de combate con la 3.ª Bandera de La Legión rompió el frente y ocupó la posición.

Pascual Giralt estaba en una de las posiciones cercanas al vértice Gaeta. Los bombardeos de aquella mañana casi cubrieron de tierra las trincheras y los defensores debieron esforzarse para no quedar enterrados. Cuando dejaron de caer proyectiles, muchos de sus compañeros habían sido muertos o heridos por la metralla. Apenas pudieron hacer frente a la oleada de legionarios que avanzaba contra ellos. Si no quería caer prisionero o ser muerto allí mismo, sólo le quedaba huir, pero le detuvo el temor de que desde su propio bando le dispararan por cobarde.

Hasta que alguien gritó que el jefe de la posición y el comisario habían caído muertos y se dispararon sus temores. Se puso en pie y comenzó a correr hacia la retaguardia.

Mientras tanto, el alférez nacional Ramiro Estévanez y, sus hombres tomaban una trinchera republicana. El espectáculo era terrorífico, con varios muertos semienterrados, que mantenían las armas en sus manos crispadas. Había sangre por todas partes, sin duda a consecuencia de las granadas artilleras y las bombas de aviación. Le impresionó el rostro casi infantil de un soldado muerto que tenía algo en su puño cerrado. Ramiro abrió la mano del cadáver y encontró un pequeño crucifijo. Un poco más al á estaban dos heridos. Uno los insultaba sin cesar mientras el otro lloraba de dolor o tal vez de miedo. También aparecieron cinco soldados republicanos ilesos que se mostraron más que contentos, o lo aparentaron, de que la guerra hubiera terminado para ellos.

A los pocos minutos llegaron unos moros que venían detrás y que, rápidamente, despojaron de todas sus pertenencias a los republicanos, sin importarles que estuvieran muertos, heridos o ilesos. Era un espectáculo sangriento, sórdido y terrible, donde el calor del sol exacerbaba los nauseabundos olores de los muertos sin enterrar, mezclados con el dulzón de la sangre y el picante de la pólvora. Era el primer destino de combate del joven alférez, recién salido de la Academia de Oficiales Provisionales. No pudo resistirlo y, ante las miradas entre extrañas y burlonas de sus hombres, vomitó allí mismo. Esa guerra no se parecía a la que había imaginado desde los salones del casino de Burgos. Vista de cerca, la gloria apestaba a vísceras de muerto.

La 16.ª División republicana se retiró en desorden y una brigada de la segunda línea comenzó a replegarse, sin esperar la llegada del enemigo. Parecía inminente un desastre, que no se produjo porque algunas posiciones de la primera línea prosiguieron la resistencia a pesar de encontrarse desbordadas. Aquellos soldados anónimos se dejaron matar para entretener al enemigo e impedir que continuara hacia retaguardia.

En una situación muy dramática, Tagüeña contraatacó y recuperó parte del vértice Gaeta. Al anochecer, los republicanos habían taponado las brechas de su frente y se dedicaban a recoger tres o cuatro mil hombres de la 16.ª División, desperdigados y aterrorizados, que habían retrocedido hasta el Ebro con la intención de huir del frente. Una vez restablecida la disciplina, los enviaron nuevamente a las posiciones.

Tagüeña tenía el puesto de mando en un pajar cercano a La Fatarella. El combate se había empantanado y los nacionales no lograban avanzar, aunque su artillería y su aviación redoblaban los esfuerzos. El terreno tampoco resultaba tan fácil como parecía a simple vista, la infantería era detenida por barrancos donde se cebaban las ametralladoras, y los carros de combate acababan atascándose hasta quedar inmovilizados. Entonces, algunos arriesgados intentaban capturarlos con riesgo de la vida. Y, en ocasiones, lo lograban. Otras veces, caían segados por las ráfagas. Uno de los carros atacantes era un T-26 ruso que había sido capturado a los republicanos y ahora contaba con una tripulación italiana; penetró en las líneas republicanas hasta que fue incendiado por una botella de gasolina. El carro se detuvo, la tripulación saltó fuera y, una vez sofocado el incendio, que era pequeño, cambió de manos por segunda vez.

Ambos bandos utilizaban este recurso suicida; los soldados con la botella de gasolina en la mano esperaban el paso de los carros, pegados al fondo de su agujero. Si eran descubiertos, morían inmediatamente a tiros o aplastados por las cadenas; sin embargo, la confusión del combate les ofrecía algunas posibilidades y, cuando el carro llegaba a su altura, continuaban inmóviles hasta que el monstruo pasaba de largo. Entonces se levantaba un hombre y lanzaba la botella contra las rejillas del motor; algunos incendiaban previamente un trapo atado a la botella, otros confiaban en que el líquido se incendiaría al esparcirse sobre los metales ardientes del motor. El fuego podía extenderse o, simplemente, espantar a la tripulación que abandonaba el carro para no morir achicharrada. Con finales para todos los gustos, algunos carros quedaban destruidos, otros apenas sufrían daños y eran capturados o la misma tripulación sofocaba las llamas.

El primitivo y heroico método de la botella incendiaria derivaba de un antiguo artificio revolucionario, una bomba de circunstancias construida con una simple botella de cristal y un trapo, que, en ocasiones, se suplió con una pepita de fósforo, que se incendiaba al contacto con el aire, cuando la botella se rompía. Dada la simplicidad y fragilidad de los primeros carros de combate, hasta los ejércitos fabricaron estos rudimentarios medios contracarro. En Corbera, la colección de Pere Sanz cuenta con una de esas botellas de fabricación británica, llagada a España por indescifrables caminos.

El puesto de mando de Tagüeña se trasladó a un lugar más seguro, pero su previsión resultó infundada. No hubo avance enemigo. A pesar del enorme bombardeo, los hombres de la 3.ª División conservaron sus posiciones y la artillería republicana, aunque débil, contaba con buenos observatorios y pudo ayudarles abriendo fuego sobre las principales amenazas enemigas.