El final de Punta Targa

La posición había quedado casi aislada, sobresaliendo en territorio enemigo, lo que la condenaba a ser rodeada y asaltada en poco tiempo. Para evitarlo, el mando republicano ordenó que fuera abandonada. Los defensores se retiraron de madrugada y con el mayor sigilo.

Ya en plena mañana, los nacionales comprobaron que no recibían fuego y enviaron a que ocuparan Punta Targa a los dos batallones que, el día anterior, habían dejado solos a los requetés. Sin embargo, se hizo que los acompañara el teniente Molinet del Tercio de Montserrat, para concederle el honor de tomar simbólicamente la posición, en reconocimiento al heroísmo de su unidad durante el día anterior. Mientras se aproximaban a las posiciones enemigas, que creían abandonadas, se encaramó al parapeto de Punta Targa un republicano que los saludó desafiante con el puño en alto. Luego desapareció y, poco después, ocuparon la posición sin disparar un tiro.

En otros lugares, la retirada republicana fue más precipitada. Pinkos y el grueso de sus hombres dejaron sus trincheras sin problemas, excepto una compañía que se rezagó y a punto estuvo de caer prisionera. El comisario Portal vio que los enemigos se encontraban ya muy cerca y gritó a los últimos hombres que se cogieran la máquina de escribir, los papeles, el material que pudieran y se marcharan rápidamente mientras él cubría la retirada. Tal como había dicho, se instaló en el parapeto con un fusil ametrallador y permaneció disparando hasta que una ráfaga de ametralladora acabó con su vida, cuando los soldados ya remontaban la última loma. Gracias a él, se salvaron los últimos soldados de la brigada y llegaron hasta La Fatarella donde fueron reorganizados. Más tarde, los relevaron otras fuerzas y cruzaron el río hacia retaguardia. De los quinientos hombres que habían atravesado el Ebro un mes antes, sólo un centenar seguían ilesos.

En aquel mismo sector, Joan Llarch se encontraba entre los republicanos que resistían en su puesto. Con sus 18 años y sin saber apenas disparar, le habían entregado un fusil checo totalmente nuevo, embadurnado de grasa marrón. Hacia el 3 de agosto su unidad había relevado a tropas de la 3.ª División, que habían intentado tomar infructuosamente Villalba.

Hicieron el relevo durante la noche y el capitán les advirtió que caminaran sin hacer ruido. Sin embargo, a muchos les sonaba el plato de aluminio al chocar con el fusil, por lo que los enemigos se dieron cuenta de su presencia y les dispararon unos cuantos morterazos.

Inmediatamente detrás de la posición republicana se encontraban unas viñas donde habían enterrado a los muertos, con los cuerpos casi a flor de tierra, de modo que atravesaron el campo de noche notando que pisaban en blando, sobre los cadáveres de sus compañeros.

Desde que ocuparon su posición hasta el día 19, cuando atacaron los nacionales, se intercambiaron continuos disparos entre las dos posiciones. Todos los días debían acudir al puesto de mando en busca del correo, mientras silbaban las balas, y necesitaban correr agachados para ofrecer el menor blanco posible.

Por si fuera poco, cada mañana los bombardeaba y ametrallaba la aviación. Sin olvidar el continuo fuego de los morteros enemigos, hasta que ellos pidieron uno para responderlos; pero fue peor el remedio porque recibieron una réplica tremenda; cayeron sobre ellos numerosos proyectiles, que alcanzaron a muchos hombres, entre ellos a los de la dotación del mortero propio, que quedó destruido.

Le impresionó especialmente la muerte de Mario, un soldado joven que se carteaba con el maestro de su pueblo. Recibía las cartas con cuidado, las leía y releía una y otra vez, contestándolas con cuidado, procurando no defraudar al maestro, esmerándose en la caligrafía y escogiendo sobres y papeles escrupulosamente limpios. Lo mataron por aquellos días y, al día siguiente de enterrarlo, llegó una de aquellas cartas del maestro que él esperaba con tanta ilusión. Entonces Joan hizo lo único que podía ya por su compañero muerto: rascó la tierra todavía blanca y depositó la carta junto al cadáver.

El día 20 de agosto los nacionales atacaron su sector. Cuando, sin saber cómo, se vio encañonado por varios soldados que le apuntaban estaba encolerizado por las bajas que les habían causado los defensores. Joan pensó que le mataría hasta que, afortunadamente, apareció un teniente y ordenó a los hombres que se calmaran y dejaran en paz a los prisioneros. Sólo aquella vez vio el rostro del oficial, pero no lo olvidó durante el resto de su existencia, convencido de que le debía la vida.

Al cabo de un rato, los nacionales les condujeron hacia la retaguardia en una fila, donde, delante de él, caminaba un oficial médico que se había arrancado los galones. El hombre tenía un libro, Los dioses tienen sed, de Anatole France, que se puso a leer durante una parada.

Como en la portada figuraba una sangrienta guillotina, unos artilleros italianos que estaban allí cerca con sus piezas, creyendo que se trataba de un libro revolucionario, se lo arrebataron entre burlas e insultos.