Bové y sus compañeros republicanos, amparados en su parapeto, disparaban impunemente sobre todo cuanto se moviera. Hasta que, poco a poco, se espaciaron los tiros y todos esperaron a que llegara la noche y concluyera el enfrentamiento. Los republicanos habían sufrido escaso daño, mientras sus enemigos padecían una atroz carnicería. Tanto había sido su quebranto, que Portal, el comisario político de Punta Targa, les gritó que tenían cuatro horas de tregua para retirar sus muertos y heridos.
Efectivamente, cuando la oscuridad ya había cubierto el campo de batalla, los requetés oyeron que alguien gritaba que podían recoger sus muertos y heridos sin temor, porque no les dispararían. Habían permanecido tumbados, escondiéndose de las balas hasta las nueve de la noche, cuando pudieron replegarse y retirar sus bajas, amparados por la oscuridad. El macabro trabajo de recoger a los muertos y heridos les costó dos horas; habían tenido 58 muertos y 174 heridos. De los 41 hombres de la sección de choque murieron 24, entre ellos su alférez, y otros 14 resultaron heridos; sólo tres afortunados quedaron ilesos. Los heridos fueron evacuados a Batea y los murtos quedaron alineados cuidadosamente, mientras el emocionado capellán rezaba un responso ante cada cadáver antes de enterrarlo. Mientras tanto, los supervivientes tomaban silenciosos la comida y el café que les proporcionaban. Días después, Martín de Riquer encontró en el campo de batalla el banderín de la aniquilada sección de choque.
Religiosamente, lo recogió y lo guardó, emocionado y orgulloso.
Mientras tanto, a retaguardia, la riada artificial del Ebro subió tres metros y medio el nivel de las aguas y arrastró los puentes de Flix, Mora y Ginestar, dejando incomunicados a los hombres al XV Cuerpo durante 38 horas. Sin mayores consecuencias, porque el previsor Tagüeña había aprovechado los días anteriores para acumular toda clase de suministros en su orilla.
Los ataques se hicieron más violentos durante los días 20, 21 y 22 de agosto. Los mandos nacionales comprendieron que la preparación artillera no conquistaría por sí sola las posiciones, de modo que los bombardeos fueron seguidos por violentos ataques de infantería.
El bombardeo del 20 fue más efectivo que el de la víspera. Las posiciones estaban descubiertas, el tiro corregido y los proyectiles acertaban en las defensas de Punta Targa y las posiciones adyacentes. La infantería de los nacionales avanzó pegada a las explosiones y los republicanos no pudieron replegarse, como había hecho el día anterior. Las bombas demolían los parapetos, aplastaban a los hombres contra el suelo o los lanzaban al aire como muñecos rotos; la metralla se clavaba en la carne mientras la onda expansiva reventaba las vísceras. Las bajas republicanas fueron numerosas y varias ametralladoras quedaron destrozadas entre los cadáveres de los soldados. Una vez que la organización defensiva republicana quedó seriamente dañada por el bombardeo, la infantería rompió el frente cerca del cementerio; por el norte avanzaba la 102.ª División y, por el sur, la 13.ª, que aprovechó un terreno relativamente llano para romper unos siete kilómetros de frente. Los carros de combate pusieron en desbandada la 135.ª Brigada republicana. Más tarde, Tagüeña, ante el duro castigo recibido por la primera línea, tuvo que emplear varias brigadas de reserva que lograron detener al enemigo.
El republicano R. B. también cayó prisionero el día 20. Disparaba desde su puesto cuando, sobre las dos de la tarde, un soldado saltó a su trinchera con una granada en la mano, gritando que salieran, que los habían cogido. En medio del fragor de la batalla no pudo ver bien que aquel sucio uniforme correspondía a un legionario. Pensó que era uno de los suyos, y que su grito se refería a que habían capturado los tanques enemigos que les disparaban. Ni corto ni perezoso, contestó que él no salía, que estaba disparando y que salieran otros. Mientras el legionario le miraba con estupor, vio una bandera bicolor que avanzaba tras él, comprendió lo que había sucedido y levantó las manos. Lo incluyeron en un grupo de doce o quince prisioneros, que fue conducido a Villalba, donde los encerraron en la iglesia. Allí no dejaron de pasar miedo; sobre sus cabezas estaba el campamento, donde los nacionales tenían un observatorio, de modo que la artillería republicana disparaba contra la torre y algunas granadas caían sobre la iglesia. Los nacionales, quizá por no contar con suficientes camiones aljibe, transportaban numerosas barras de hielo en camiones de transporte, con la carga bien tapada con sacos, con el fin de que no se derritiera antes de tiempo. Hacía mucho calor y los prisioneros agradecieron que les entregaran algunos trozos de aquel hielo, que chuparon ansiosamente para calmar la sed. Los legionarios les robaron cuanto tenían, en cambio, los requetés se portaron muy bien con ellos, dándoles la comida que les sobraba.
No todas las defensas republicanas estaban deshechas. Algunas siguieron resistiendo y la artillería de su bando redobló los esfuerzos, disparando contra Villalba para dificultar la observación del campo de batalla. En esta jornada, la 82.ª División nacional sufrió 238 bajas, aunque logró capturar 163 prisioneros y 28 desertores. Más al sur, ante Quatre Camins, la 74.ª División nacional avanzó hasta estrellarse ante la cota 481, defendida encarnizadamente. A lo largo del día recogió 274 cadáveres enemigos, pero sufrió 342 bajas, de las que 238 correspondían al Tercio de Montserrat.