Punta Targa era una elevación de 481 metros que, con la vecina elevación de Quatre Camins, dominaba las comunicaciones entre Gandesa, Villalba, La Fatarella y Corbera. La ofensiva del 19 de agosto debía conquistar las posiciones republicanas centradas por Gaeta y Punta Targa.
El batallón de los carlistas se integró como uno más en la maniobra, pero sus peripecias de la jornada le concedería un triste protagonismo. Antes de comenzar el ataque, se encontraron en sus trincheras de Quatre Camins, donde el comandante Martínez apenas les dio instrucciones, limitándose a decir que debían atacar con decisión y que no necesitaban alicates para cortar las alambradas republicanas porque los carros de combate se encargarían de aplastarlas, y que, de todas formas, también podían cortarlas a golpes de machete. A la una de la madrugada estaban ya en los puntos de salida de sus trincheras, preparados para avanzar por la explanada que dominaba Punta Targa.
A las nueve de la mañana comenzó el bombardeo de la aviación nacional. La artillería tenía un observatorio en el campanario de Villalba y también bombardeó durante tres horas con la mayor masa artillera empleada hasta entonces en la guerra, que integraba 134 cañones de campaña y 34 antiaéreos del CTV italiano. Por primera vez se intentaba poner en práctica un lema popularizado durante la Gran Guerra: «La Artillería conquista, la Infantería ocupa». Baste saber que entre el 19 de agosto y el 9 de septiembre, sólo la artillería italiana disparó en el Ebro unos 250.000 proyectiles. Aunque aquella masa artillera, nunca vista hasta entonces en España, era menor que los grandes trenes de artillería alemanes y aliados de 1914-1918. Junto a las bombas, los aviones lanzaron numerosos pasquines incitando a la redención y anunciando a los defensores que la próxima crecida artificial del Ebro los dejará incomunicados.
Los impactos parecían reventar los parapetos y trincheras republicanas, pero sus defensores no se resignaron a dejarse sacrificar en las trincheras y habían retrocedido hasta la contrapendiente, dejando algunos vigías en las posiciones. Así no los aniquiló el bombardeo, que además resultó impreciso, y regresaron a las trincheras cuando cesó la lluvia de proyectiles.
El primer ataque de la infantería nacional, efectuado por la 82.ª División en el sector del cementerio de Villalba, fue apoyado por diez carros de combate, pero no ofreció grandes resultados porque los nacionales habían confiado excesivamente en la acción artillera, y las defensas republicanas seguían sustancialmente intactas, de modo que los republicanos únicamente perdieron una cota.
Mucho peor resultado tuvo el ataque de la 74.ª División y, en particular, el del Tercio de Montserrat. El requeté Luis Espoy había seguido el bombardeo con expectación. Como estaba mucho más cerca del enemigo que los observatorios de la artillería, podía comprobar que muchas posiciones republicanas estaban tan bien camufladas que pasaban desapercibidas a los artilleros y se libraban del bombardeo. Cuando a las doce horas remitió el temporal de bombas, les ordenaron salir de su trinchera para iniciar el asalto. Estaba previsto que el Tercio de Montserrat avanzara entre los batallones de Ceuta, número 7, y de Bailén, número 131.
Defendían la posición republicana dos compañías de la 3.ª División, con morteros, cuatro cañones antitanque, cuatro nidos de ametralladoras y algunas tropas de la 60.ª División que estaban en sus proximidades. Cuando se inició el bombardeo, el sargento republicano Bové Pallejá se retiró a la contrapendiente con los demás defensores de Punta Targa, donde permanecieron durante tres horas viendo cómo muchos de los disparos de artillería y bombas de aviación no acertaban en sus posiciones.
Poco antes de las doce llegaron hasta donde esperaba el Tercio de Montserrar los carros de combate que debían ir en vanguardia. Les habían prometido catorce, pero sólo aparecieron tres o cuatro viejos tanques capturados a los republicanos, aunque parecían estar en muy buen estado. Se adelantaron en la llanura para abrir camino a la infantería, pero pronto se retiraron, porque fueron averiados por disparos de los cañones contracarro enemigos y por las botellas de gasolina que les lanzaban desde los pozos de tirador, en una cantidad tan grande que muchos requetés creyeron que los republicanos contaban con lanzallamas.
Como estabas previsto, a las doce, los requetés salieron de sus posiciones, tumbaron sus alambradas e iniciaron el avance entre un nutrido fuego enemigo. Sin el apoyo de los carros, debieron moverse por su cuenta. Luis Espoy creyó que el panorama se prestaba sombrío y confirmó sus temores el gesto de un oficial; los hombres de la sección de choque, cuya misión resultaba especialmente arriesgada, lucían el distintivo de una calavera cosida a la boina. Aquel día, su jefe, el alférez Regás, dijo a sus hombres que se quitaran el distintivo porque, según aseguró, todo el tercio era, ese día, una fuerza de choque.
Avanzaban como podían, andando o corriendo por la polvorienta tierra del verano, agachados entre las cepas destrozadas. Se escuchaban explosiones y los silbidos de las balas; muchas de ellas pasaban de largo, mientras otras se clavaban en la tierra de alrededor. Algunas acertaban en los cuerpos, que caían retorciéndose o paralizados como pesos muertos, a veces en silencio, las más entre alaridos e imprecaciones. Ya habían adelantado unos trescientos metros cuando comprobaron que estaban solos en el campo de batalla. Los batallones que debían avanzar a sus flancos no habían salido de sus trincheras.
Cuando cesó la lluvia de bombas, que apenas les causó bajas, los republicanos supusieron que comenzaba el ataque de la infantería enemiga y volvieron rápidamente a sus posiciones para abrir fuego. Frente a ellos avanzaban las boinas rojas de los requetés y unos pocos tanques que pronto lograron inutilizar.
Luis Espoy nunca pudo saber qué había sucedido. Quizá los jefes de los otros batallones creyeron que aquel ataque era un suicidio ante el fracaso de la preparación artillera, o faltó coordinación entre los mandos sobre el momento del asalto. También era posible que el alto mando hubiera aplazado la operación sin avisar a los requetés. Una última versión, sin comprobar, asegura que los dejaron intencionalmente solos porque el mando de la operación dijo despectivamente: «Que lo hagan los catalanes». Lo cierto es que, si se suspendió el ataque, nadie les avisó, por lo que avanzaron solos, recibiendo todo el fuego enemigo.
Para acabar de empeorarlo, habían empezado a moverse sin que se hubiera desplegado la sección de ametralladoras del Tercio, que debía apoyarlos con su fuego. Terminado el combate, circularían distintos comentarios entre los requetés. Unos aseguraban que el exceso de confianza hizo creer al comandante Martínez que no serían necesarias las ametralladoras y que, cuando la resistencia enemiga demostró lo contrario, el comandante impidió que desplegaran, porque temía que el enemigo las localizara fácilmente y las destruyera. Otros aseguraban que las ametralladoras habían entrado en posición tardíamente y que el fuego de los morteros republicanos las hizo enmudecer.
En el campo de batalla, el desbarajuste fue considerable y no era el primero que padecía el Tercio de Montserrat, cuyos hombres echaban las culpas al comandante Martínez. No era requeté ni catalán y sentían que nunca se había comprometido con sus hombres ni con el espíritu que los animaba. Encorajinados con él, le hacían responsable de todo lo malo, acusándolo de autoritario, de inepto y de arribista. Incluso aseguraban que se había escondido en momentos peligrosos, y que, en este ataque, había enviado alegremente a sus hombres a la muerte, sin suficiente protección, sin apenas explicaciones, incluso sin proporcionarles los alicates que necesitaban, prometiéndoles un apoyo blindado que nunca llegó.
Por las razones que fueran y que nunca llegaron a conocer los requetés, los habían dejado aislados en pleno combate y en un terreno batido por el enemigo. Se pegaron al suelo, refugiándose tras las piedras, los montones de tierra, algún pequeño matorral o las acumulaciones de estiércol. No podían seguir avanzando ni tampoco retroceder hasta sus trincheras, mientras las balas batían aquel campo donde destacaban, en actitud suicida, las boinas rojas que se empeñaban en llevar para demostrar que eran requetés.
Para salvar la situación enviaron a retaguardia algunos enlaces con partes que solicitaban fuego de apoyo. Ninguno de ellos pudo llegar a su destino. En cuanto abandonaban sus improvisados parapetos, presentaban un blanco fácil y eran abatidos en poco tiempo. Hasta que Fidencio Veciana consiguió llegar, corriendo con el parte entre los dientes, con el fin de hacerlo visible y que, si caía, otro compañero tomara fácilmente el relevo.
Mientras tanto, un buen grupo de requetés había reptado hasta las primeras alambradas enemigas. Sin los alicates para cortarlas, arrancaron los piquetes a culatazos, intentando cortar los alambres con sus largos machetes, pero allí los clavaron las ametralladoras republicanas.
Jaime Sansa Riart cortó a golpe de machete un largo tramo de alambres, hasta que las balas lo alcanzaron y quedó colgado en los alambres de espino como un muñeco de trapo.
El grueso había seguido a aquellos hombres y ahora estaban todos detenidos a sólo unos treinta y cinco metros de las líneas enemigas, sin poder avanzar ni retroceder. Mientras corrían no habían notado el calor del sol de agosto. Ahora, jadeantes y pegados al polvo, el sol los abrasaba, y la sed les hinchaba la lengua y les agarrotaba la garganta, mientras se extendía el olor picante de la pólvora y el humo de las cepas, arbustos y matojos incendiados por las explosiones y las esquirlas incandescentes de metralla.
A pesar de la mala situación, parece ser que el comandante no había informado a sus superiores del varapalo que sufrían sus hombres. Envió un enlace al teniente Molinet, que mandaba la 4.º Compañía del Tercio de Montserrat, mantenida, hasta entonces, en reserva, y le ordenó sacar a sus hombres de la trinchera y atacar también al enemigo. Molinet creyó que hacerlo sin apoyo de carros ni ametralladoras era un suicidio; no sólo no ayudaría a sus compañeros, sino que dejaría desguarnecido el frente ante un posible contraataque. Sin arredrarse por la desobediencia, respondió a su jefe que no podía abandonar la trinchera por esos motivos y que lo procedente era que atacaran los batallones de los flancos que, hasta el momento, habían permanecido inactivos, y que se comunicara la situación al alto mando.
Muerto de miedo, esperó la reacción del comandante, pero no tuvo respuesta.
Durante dos horas, los republicanos dispararon sin cesar contra los requetés que estaban atrapados frente a sus posiciones. Pasado este tiempo, los atacantes ya no se movían, muchos de ellos habían sido alcanzados por el fuego mientras numerosas boinas rojas destacaban perdidas en el secarral. Los supervivientes, agazapados como podían, habían renunciado a seguir avanzando y sólo conseguían pensar en cómo librarse de aquella angustiosa situación.
Antoni Quintana defendía una posición cercana a Punta Targa, al mando de un comandante alemán llamado Pinkos, que provenía de las Brigadas Internacionales. Tenía mala fama entre sus hombres, que lo acusaban de cobarde y falto de principios. En cambio, gozaba de gran prestigio el comisario, Josep Portal Espluga, natural de Falset, que tenía 27 años y estaba afiliado al PSUC. Era un hombre con una estricta moral y, cuando comenzó el asalto de los nacionales, no permitió que emplearan las balas Dum-Dum que tenían en las cartucheras.
Hasta que se impuso la escasez de municiones y el comandante Pinkos ordenó disparar las Dum-Dum, que tuvieron efectos devastadores entre los atacantes, porque, una vez metidas en el cuerpo, las balas se abrían como si estallara una perdigonada entre las vísceras.
Aquellas malditas municiones tenían su origen en las guerras coloniales británicas. Durante años, las tropas de la India británica habían utilizado los fusiles cargados por la boca, que disparaban un solo tiro y se cargaban lentamente. Sin embargo, sus efectos resultaban terribles, porque disparaban una enorme bala de plomo de casi 15 milímetros de calibre, que se encastraba en las estrías del cañón a golpes de baqueta. De modo que el desgraciado enemigo alcanzado por uno de esos disparos recibía el impacto de un enorme e informe plomo caliente, que le dejaba inmediatamente fuera de combate. A finales del siglo XIX, los soldados recibieron modernos fusiles de mayor alcance y fuego más rápido. Sin embargo, el plomo de sus balas era de menor calibre y estaba revestido de metal más duro, que penetraba limpiamente en el cuerpo de los enemigos. Cuando luchaban con adversarios muy combativos, como las tribus de la Frontera del Noroeste, el actual Afganistán, comprobaron que un solo impacto de los fusiles antiguos derribaba fulminantemente a cualquier hombre; en cambio, algunos individuos alcanzados por las balas modernas, si no tenían dañado un órgano vital, seguían corriendo hasta clavar su espada en los soldados que les habían disparado.
Para evitarlo, en el arsenal militar de Dum-Dum, en Calcuta, se fabricaron balas cuya envuelta metálica estaba cortada con el fin de que el plomo, al penetrar en el cuerpo del enemigo, se abriera como una flor terrorífica. El impacto de estos proyectiles resultó tan cruel y mortífero que acabaron prohibidos por la reglamentación internacional. Sin embargo, durante la Guerra Civil española algunos soldados serraban la ojiva de sus balas para proporcionarles el efecto expansivo y mortífero de las Dum-Dum. Con ello, perdían capacidad de perforación, pero, si penetraban en el cuerpo, provocaban destrozos mortales. Por eso las prohibía el comisario Portal.