Política en la retaguardia

Había ya transcurrido la mitad del mes de agosto de 1938, terrible por el calor y la sangre. La batalla del Ebro consumía hombres y materiales de todo tipo, que escaseaban en la zona republicana, cuya falta de recursos era dramática. Hasta faltaban las municiones. En la puerta de las factorías catalanas, los camiones militares esperaban a que acabaran de fabricarse los disparos que llevarían directamente al frente y algunas baterías de 105 milímetros no contaban con otros proyectiles que los fabricados aquel mismo día. Ante la imposible sustitución, se reparaban una y otra vez los automóviles y cañones, utilizando medios de circunstancias, porque faltaban las piezas de recambio.

Desde que comenzó la guerra, quedaron alteradas las condiciones productivas en Cataluña. En agosto de 1936, la Generalitat creó una Comissió d’Indústries de Guerra, destinada a coordinar las empresas metalúrgicas, químicas y mecánicas y adaptar su producción a las necesidades.

La comisión estaba formada por representantes obreros, técnicos civiles y militares y políticos que, en septiembre, ya controlaban 24 fábricas y un mes más tarde, 500, con unos 50.000 trabajadores directos y 30.000 en industrias auxiliares. El comienzo de la guerra había coincidido con el estallido de la revolución, que afectó a casi todos los propietarios, de modo que los trabajadores tomaron a su cargo las empresas. Esta colectivización, de hecho, fue reconocida y sancionada, en octubre de 1936, por un decreto de la Generalitat, que no afectó a las empresas con capital extranjero.

Nunca había existido una industria de guerra catalana, debió improvisarse sobre lo ya existente.

Estas necesidades hicieron crecer espectacularmente las industrias metalúrgicas de Cataluña, muchas de las cuales se habían desarrollado vinculadas al sector textil. En unos casos, como tal eres de las mismas fábricas, en otros, manteniendo una vida independiente.

Aunque resultaba imposible fabricar materiales pesados modernos, la concentración y transformación industrial controlada por la Generalitat produjo satisfactoriamente materiales ligeros, como la cartuchería, que resultaban imprescindibles para la guerra. Sin embargo, el Gobierno central acogió con recelo el método catalán, a pesar de que no publicó sus primeros decretos de organización industrial hasta febrero de 1937, reglamentación que excluyó las empresas ubicadas en Cataluña, aunque el Estado intervino en la fábrica Elizalde. En septiembre del mismo año, el Ministerio de Defensa creó en Barcelona su propia Comisión de Industrias de Guerra, formada por cinco representantes del Gobierno de la República y tres de la Generalitat. No obstante, el organismo apenas pudo comenzar a funcionar porque quedó disuelto poco después, cuando el Gobierno de la República abandonó Valencia para instalarse en Barcelona. Desde entonces, menudearon los intentos para controlar la industria de guerra catalana. Los asesores de Negrín creían que, si todas las fábricas pasaban a depender de la Subsecretaría de Armamento, aumentaría su producción. En cambio, la Generalitat afirmaba que la productividad ya se encontraba en el máximo posible, dadas las limitaciones impuestas por la guerra y la falta de electricidad desde que los nacionales ocuparon los pantanos pirenaicos.

También la seguridad de la retaguardia enfrentaba al Gobierno con la Generalitat. Resultaba evidente la existencia en Barcelona de una quinta columna cada vez más activa, pero también que el SIM, la organización estatal encargada de perseguir espías y saboteadores, se propasaba en sus atribuciones y Companys se había quejado de que transgredía el Estatuto de Cataluña. Entre mayo y agosto, el Tribunal de Espionaje y Alta Traición de Barcelona se había enfrentado a un voluminoso sumario con sesenta y siete imputados, integrantes de una red dirigida por un falangista, que utilizaba el nombre falso de Joan Verne, llegado de la otra zona.

El tribunal dictó sesenta y cinco penas de muerte.

El 11 de agosto de 1938, un decreto de Negrín expropió las empresas de armamento, asignándolas a la Administración central. El presidente del Gobierno republicano pidió también la militarización de los tribunales que se encargaban de delitos relacionados con la guerra y el pase a la Administración central de la Administración portuaria. El enfrentamiento de los partidos con Negrín y el Partido Comunista había llegado al extremo de que varios miembros del Gobierno se opusieron a estas medidas, que recortaban las ya disminuidas atribuciones de la Generalitat. Encabezaron la resistencia el ministro de Trabajo, Jaume Ayguadé, de ERC, y el ministro sin cartera Manuel Irujo, del PNV.

Entonces, Negrín anunció a Companys que pensaba dimitir y proponerlo a él como sucesor. La alternativa resultaba imposible porque el presidente catalán se encontraba políticamente muy débil y había perdido a gran parte de sus aliados, de modo que, en busca de una solución amistosa, los ministros catalanistas Tarradellas y Sbert se entrevistaron con Negrín. Éste aprovechó la ocasión para reforzarse, porque Azaña, presidente de la República, consideraba insensato sustituir a Negrín en lo más duro de la batalla del Ebro. De modo que, aunque estaba en desacuerdo, aceptó que formara un nuevo gabinete donde los dos ministros discrepantes fueron sustituidos por José Moix Regás y Tomás Bilbao, respectivamente del PSUC y Acción Nacionalista Vasca. Negrín intentó también nombrar a Prieto embajador en México, pero se lo impidieron la resistencia de su propio partido y la negativa de Azaña, que, por otra parte, rechazó la militarización de los tribunales, aunque aceptó la nacionalización de las industrias de guerra, sin consecuencias productivas comprobables.