Fue una consigna repetida a los mandos y los comisarios. Ambos intensificaron sus charlas sobre la vigilancia que cada hombre debía mantener sobre el compañero potencialmente traidor o desertor. Se establecieron rigurosos sistemas de vigilancia nocturna, destinados no sólo a detectar los ataques enemigos por sorpresa sino también a evitar las deserciones.
Se advirtió que ningún mando podía replegarse sin órdenes superiores, a riesgo de ser fusilado, incluso cuando se trataba de hombres con baja graduación. Una orden de la 11.ª División, fechada el 8 de agosto, decía: «El cabo no se replegará nunca, sin orden escrita de su superior y si lo hiciera será pasado por las armas inmediatamente».
Se repartieron circulares advirtiendo que aquel que se pasara al otro bando sería reemplazado por su padre o por su hermano. Joan Massana Camps estaba en una posición republicana cuando los nacionales atacaron por sorpresa, con tal ímpetu que el sargento ordenó retirarse. El comandante, jefe de la brigada, no aceptó la decisión y ordenó al sargento que recuperara el terreno inmediatamente. El hombre, con los soldados que pudo reunir, lo intentó inútilmente dos veces. En vista del fracaso, el comandante llamó a más refuerzos y recuperó personalmente el terreno. Después hizo venir al sargento, le llamó cobarde y le mató allí mismo de dos tiros.
La 11.ª División creó unidades especiales que actuaban tanto en retaguardia como en primera línea, preferentemente de noche, con la misión de disparar sobre aquellos que quisieran desertar. Cualquier comentario que el comisario considerara derrotista o propagandista del enemigo podía condenar a su autor a un fusilamiento inmediato. Los desertores comunicaban estos hechos a los nacionales, que se encargaron de utilizarlos como propaganda, tanto en los parlamentos de los altavoces como en las hojas voladeras que arrojaban los aviones. Algunas de ellas se conservan todavía: «Miliciano… Si aguantas en tu puesto te espera la muerte… Si retrocedes serás asesinado por las ametralladoras de los de asalto o por la pistola del comisario… La solución está en pasarte a nuestras filas… La España de Franco te ofrece pan y perdón… Pásate a nuestro campo y acabarán tus sufrimientos… ¡Arriba España!».
Desde el principio, los soldados nacionales habían estado sometidos a una severa disciplina que, sobre todo, estaba a cargo de los sargentos y se mantenía con crueles procedimientos en las unidades legionarias y marroquíes. Ahora, también los republicanos del Ejército del Ebro necesitaban disciplinar a sus soldados, frecuentemente jóvenes reclutados a la fuerza.
Empantanados en una guerra perdida y una batalla desfavorable, los mandos republicanos carecían de los recursos militares tradicionales, que sus enemigos dominaban perfectamente desde que comenzó la guerra. En aquellas circunstancias no bastaba el entusiasmo revolucionario o republicano. Y se acudió al terror. Hasta el extremo de que los mismos oficiales podían ser acusados de traición por algunos comisarios excesivamente celosos de sus funciones y llegaron a producirse enfrentamientos, pisto en mano, entre unos y otros.
El soldado Sebastià Portella vio cómo el comisario del 896.º Batallón, de la 60.ª División, hizo fusilar al médico de su unidad, Josep Soler Xarpel, por un comentario supuestamente derrotista. No importó que los soldados quedaran privados de asistencia sanitaria en un marco de combates sangrientos. Encuadrado en un militarismo estalinista, el comisario creía imprescindible que la tropa sostuviera una resistencia numantina por convicción o por terror.
F. M. P., que combatió en la 11.ª División durante toda la batalla, supo que algunos de sus compañeros habían desertado aprovechando la oscuridad de la noche. En cambio, sólo conoció un caso de un soldado nacional pasado a los republicanos. Siempre creyó que aquel tipo se había extraviado en la tierra de nadie y, al ser sorprendido por los enemigos, se salvó asegurando que pasaba voluntariamente a sus filas.