Morir, enfermar, enloquecer

En los diez días que duró la ofensiva de Pandols, los nacionales sufrieron unas 3.800 bajas, de las que 413 muertos y 2.641 heridos correspondieron a la 4.ª de Navarra y el resto a las banderas legionarias llegadas como refuerzo. Las bajas republicanas sumaron unas 2.500, además de los 567 hombres que fueron hechos prisioneros o se pasaron. Sin embargo, no todas las pérdidas fueron bajas debidas al fuego enemigo, porque las duras condiciones de vida, la escasa alimentación, la falta de agua y el agotamiento físico quebraron la salud de muchos jóvenes soldados hasta elevar el número total de bajas a unas 5.000 en cada bando.

Enrique Castro, subcomisario del V Cuerpo de Ejército, estimó que, en los diez días de combate, la 11.ª División perdió dos jefes de brigada, diez comandantes de batallón, 187 oficiales y la mitad aproximada de la unidad que, el 16 de julio, sumaba 10.247 hombres.

Las privaciones y el miedo enloquecieron a los hombres. Poco antes de subir a Pandols, Harry Fisher se había encontrado con un compañero veterano del Jarama, donde la unidad que mandaba resultó tan dañada que la mayor parte de sus hombres resultaron muertos o heridos.

No pudo resistir aquella prueba y, sintiéndose responsable, se refugió en el alcohol y en las drogas hasta que fue enviado a la cárcel. Cuando la ofensiva del Ebro requirió a todos los hombres disponibles, lo liberaron para mandarlo de nuevo al frente y el hombre, que se sentía incapaz de seguir combatiendo, pidió a Harry que lo sacara de allí. Le respondió que nada podía hacer por él, porque era un simple soldado y, mientras conversaban, apareció un avión enemigo. Al verlo, el pobre veterano comenzó a chillar y pretendió echarse a correr por campo abierto. Fueron necesarios varios hombres para reducirlo e inmovilizarlo en el suelo. Pero este suceso le salvó, probablemente, la vida. Aquel mismo día, lo evacuaron a retaguardia y, poco después, pudo abandonar España y regresar a su casa.

Este hombre ya había llegado enfermo a esta batalla, pero otros muchos no pudieron soportar las terribles condiciones de Pandols, las privaciones, los continuos bombardeos, la muerte de sus compañeros y el hedor de los cadáveres. Perdido el control de sus nervios, algunos fueron tratados con humanidad y atendidos por un médico. Nunca sabremos cuántos tuvieron menos suerte y fueron considerados cobardes ante el enemigo y ejecutados en el acto, o enviados ante un consejo de guerra.

Aquella dura batalla no sólo desequilibró las mentes de los soldados. Repercutió también en la mentalidad colectiva. El Ejército Nacional resultó contrariado y sorprendido; había conquistado fácilmente la bolsa de Mequinenza y, en Pandols, chocó con una resistencia inesperada. Poco sirvió la superioridad aérea y artillera y fue preciso conquistar las posiciones una por una, a costa de sangre. El malestar fue mayor entre los republicanos, que comprobaron cómo Franco invertía grandes recursos en una batalla de desgaste, que ellos no podían eludir, y causaba gran número de bajas en sus mejores tropas. Ya sólo los más obcecados creían que todavía era posible ganar la guerra. El heroísmo no parecía conducir a otra meta que a la muerte y muchos soldados poco politizados, muy jóvenes, o simplemente, cansados de tanto sufrimiento, comenzaron a pensar que la única forma de salvar la vida y escapar de aquel infierno era pasarse al enemigo. Desde entonces, cada mañana pudo comprobarse que, aprovechando la noche, habían desertado algunos hombres, a sabiendas de que, si eran sorprendidos por sus compañeros, los fusilarían en el acto. Los mandos republicanos, que no podían reconocerlo oficialmente para no derrumbar la moral de combate, disimularon las deserciones y frecuentemente manifestaron que los desaparecidos habían sido hechos prisioneros.