La dinámica de Pandols se basaba en la lucha palmo a palmo por un terreno fuertemente defendido, en el que eran frecuentes los golpes de mano y los ataques por sorpresa. Asó se organizaron unidades preparadas para este tipo de acciones y para prevenir otras semejantes del enemigo. Los grupos encargados de estos pequeños y violentos ataques por sorpresa estaban formados por un reducido grupo de hombres dotados con armas ligeras y granadas.
Actuaban de noche y en absoluto silencio, para acercarse lo más posible a la posición enemiga tratando de sorprenderla. Como frecuentemente se llegaba al cuerpo a cuerpo, se elegía a veteranos curtidos, en buen estado físico y moral.
Aunque las tropas nacionales también usaban estos métodos, fueron mayoritariamente empleados por los republicanos, obligados a desarrollar la astucia contra un enemigo cuya potencia le permitía conquistar posiciones con gran apoyo aéreo y artillero. Mientras unos vencían a plena luz del día, gracias a su superioridad material, los otros intentaban recuperar lo perdido por sorpresa, valiéndose de la audacia y la astucia. Los grupos especiales no sólo se dedicaban a los golpes de mano sino también a rescatar a heridos abandonados en tierra de nadie, donde permanecían largas horas, incluso días, sin ningún tipo de auxilio y agonizando a la intemperie.
Para contraatacar las incursiones nocturnas se utilizaron los escuchas, centinelas nocturnos situados junto a las alambradas, pegados a la tierra de nadie, con el fin de descubrir la actividad enemiga y avisar con bastante tiempo para rechazarla. El nombre de «escucha» derivaba de que, al no poder ver al enemigo que avanzaba, debían descubrirlo por sus ruidos, incluso los más pequeños, porque los destacamentos de golpes de mano se movían sigilosamente, con el mayor silencio posible. La tarea, además de peligrosa era psicológicamente agotadora; nadie quería situarse en solitario, 30 o 40 metros por delante de sus posiciones, rodeado por la oscuridad de la noche, procurando disimularse al máximo para evitar un blanco fácil e, incluso, ser capturado por la patrulla enemiga.
Su situación no podía ser más comprometida y, en caso de entablarse un combate, eran las primeras víctimas, por estar aislados y sin protección posible. Al encontrarse entre dos fuegos, hasta podían ser víctimas de sus propios compañeros e, incluso, ser acusados de traición o de negligencia, porque dormirse o descuidarse un solo instante ponía en peligro toda la posición.
Carecían de medios para disminuir la tensión de su trabajo, pues no podían fumar ni moverse, y debían permanecer siempre disimulados y atentos a cualquier indicio sospechoso. Aislados y ateridos de frío, tenían que combatir el sueño que los asaltaba, tras todo un día de fatigosa actividad. Dado lo peligroso y agotador de su cometido, habría sido preferible relevarlos varias veces durante la noche, pero se corría el riesgo de desvelar su situación, de modo que los mantenían en su puesto hasta el amanecer, cuando retrocedían hasta sus líneas y una patrulla hacía una descubierta, cerraba el agujero de las alambradas y demolía el pequeño parapeto donde, hasta entonces, se abrigaba el escucha.
Con frecuencia, los escuchas de ambos bandos pasaban la noche separados por unos pocos metros, sin percibir su mutua presencia, de modo que los republicanos, siempre temerosos de las deserciones, asignaban esta tarea a hombres de confianza. Solitarios y presionados por la tensión, escuchaban todos los leves crujidos de las tinieblas, cuando ya las cosas habían perdido sus colores y sus formas, esforzándose en averiguar si el rumor se debía a una rama, o un viejo periódico movido por la brisa, al correteo de una rata o a los movimientos del enemigo.
Su angustia provocaba frecuentemente falsas alarmas, que desencadenaban una tormenta de disparos en ambos frentes e interrumpían el descanso de los soldados agotados por la fatiga y el sueño atrasado. Tras un rato de violento tiroteo, comenzaban a oírse voces de «¡Alto al fuego!», porque se comprobaba que nadie atacaba. Poco a poco remitían los estampidos hasta que cesaban por completo y los hombres procuraban dormirse otra vez, tras la excitación y el inútil alboroto.
Entre las posiciones enemigas no sólo se intercambiaban disparos sino también largas confrontaciones dialécticas y propagandísticas, donde menudeaban los insultos. El intercambio dialéctico, más que convencer a los enemigos, trataba de minar su moral, y los nacionales solían leer a sus hambrientos adversarios las minutas, ciertas o exageradas, de su rancho diario.
La primera vez que nombraron para el servicio de escucha a Rafael Pérez Mora, pasó toda la noche 30 metros a vanguardia de sus posiciones. Le dijeron que, cuando se le acercara una sombra por la parte contraria, pidiera la contraseña y si no se la daban, disparara para dar la alarma. Ya había pasado un tiempo en soledad cuando, entre la negrura de la noche, observó, muerto de miedo, un punto rojo que se movía en la dirección en la que debía estar el enemigo.
Supuso que se trataba de un cigarrillo y lanzó una granada, que no tuvo respuesta. No se trataba de la traza de un fumador, sino de la brasa de unos rastrojos, que habían ardido durante el día y que ahora reavivaba la brisa nocturna. Cuando amaneció, pudo ver que, a sólo dos metros suyos, yacía el cadáver de un moro, junto al que había pasado la noche.