Relevo para morir

Durante aquellos combates habían sido desembarcados en el puerto de Burdeos varios cazas Mosca I-16 equipados con magníficas ametralladoras ShKAS M35m cuya altísima velocidad de tiro desgastaba rápidamente los cañones, lo cual era un problema porque los republicanos nunca contaron con suficientes repuestos. Era el último material que los soviéticos estaban dispuestos a suministrar porque informaron a Negrín que ya se había gastado casi toda la reserva de oro entregado a la URSS en pago a la ayuda militar. Entonces, el embajador español en París, Marcelino Pascua, que había desempeñado el mismo cargo en la URSS, se trasladó a Moscú para pedir un préstamo de 600 millones de dólares del que se desconocen más detalles.

En el campo de batalla había terminado lo más duro de Pandols y el frente quedó prácticamente inmóvil. Durante la noche del 15 al 16 de agosto, la destrozada 11.ª División, donde apenas quedaban mandos ni comisarios, fue relevada por la 35.ª División Internacional.

Desde el día siguiente, los combates perdieron violencia. Fracasaron los nuevos ataques nacionales para ocupar más territorio y también los contraataques republicanos para recuperar lo perdido. La 4.ª División de Navarra había conquistado parte de la sierra, pero también estaba destrozada y, el 19 de agosto, comenzó a ser relevada por la 84.ª División. Ambos bandos estaban agotados: los nacionales no podían avanzar más, ni los republicanos reconquistar lo perdido. La ofensiva de Pandols se había estancado.

Con las tropas que relevaron a la 11.ª División, llegaron los norteamericanos del Batallón Lincoln. Harry Fisher y sus compañeros debían sustituir a los defensores de la cota 666 y se dirigieron al lugar muertos de miedo, porque habían visto a los heridos evacuados de Pandols, así como los terribles bombardeos caídos día y noche sobre la misma posición que ahora les tocaba defender. Mientras subían a la sierra, necesitaban detenerse cada diez minutos para orinar, aunque Harry apenas tenía líquido en la vejiga y sabía que todo era producto de la incertidumbre y el miedo. Años más tarde escribiría que allí comprendió el sentido de la expresión española «mearse del susto».

A medida que se acercaban, aumentaba el fragor de la batalla y al ver la violencia de los bombardeos sobre la cota que les había correspondido, Harry se preguntaba cómo podía sobrevivir algún soldado al á arriba. Cuando llegaron, encontraron a los defensores mudos, exhaustos y en estad de shock, ellos llegaban bien dotados de ametralladoras, municiones y equipo para atrincherarse; sin embargo, la dureza de aquel terreno rocoso les impidió, también a ellos, cavar trincheras y levantar alambradas.

Estaba destinado en transmisiones y situado en un parapeto un poco más bajo, menos castigado que las posiciones de los fusileros construidos en lo alto de la loma. A la luz mortecina del atardecer, los obuses volaban y parecían flotar a cámara lenta, plateados en el aire; un bello espectáculo, si no contuviera un mensaje de muerte. A la mañana siguiente, Harry marchó con un compañero a buscar material al cuartel general de la brigada. Estaban dando un amplio rodeo para evitar las bombas enemigas cuando divisaron, al fondo de un valle, lo que parecía un batallón en descanso, con sus soldados tumbados en el suelo. El olor a muerto les sacó de su error: estaban mirando unos doscientos cadáveres de ambos bandos, sobre los cuales volaban millares de moscas.

Al día siguiente recibieron orden de atacar y conquistar una cota ocupada por la 6.ª Bandera de La Legión. La artillería republicana bombardeó rápidamente el objetivo y cinco «chatos» ametrallaron las trincheras. Seguidamente, atacaron la primera y tercera compañías del batallón, que fueron machacadas y debieron desistir. El combate había sido también sangriento para sus enemigos, que sufrieron numerosas bajas, entre ellas todos sus oficiales, debiendo socorrerlos la 4.ª Bandera de Falange de Castilla. El espectáculo era dramático, con numerosos heridos en tierra de nadie, arrastrándose hacia sus líneas entre suspiros y lamentos.

Los nacionales replicaron con terrible bombardeo que duró varias horas. Fue la peor situación que, hasta entonces, había vivido Harry, y machacó sobre todo a los hombres situados en los parapetos más altos. Como el bombardeo había destrozado los cables telefónicos, debió ir a restablecer las líneas con su compañero Sul y, que se echó la bobina a la espalda. Comenzaron a soltar línea fuera de las trincheras, donde la escena resultaba espantosa. El suelo estaba cubierto de un polvo espeso y las balas volaban por encima de sus cabezas. Sul y iba soltando la línea y él la enterraba entre piedras y guijarros para protegerla todo lo posible. En ello estaban cuando un obús les cayó justo delante, envolviéndoles el olor al explosivo, aunque salieron ilesos y pudieron continuar con su trabajo.

Otro día, llevaban a cabo una tarea similar cuando vieron cómo un norteamericano de su brigada apuntaba a la cabeza de un joven y lloroso soldado español, amenazándolo con volársela si no subía a la cota que tenían enfrente. No supo cómo había acabado aquel episodio, pero el recuerdo de aquella escena le obsesionó toda la vida. Una vez que concluyeron su trabajo, se tumbaron, exhaustos, boca arriba. Estaban todavía tumbados cuando vieron nueve aviones enemigos, que volaban muy bajo y, evidentemente, los habían descubierto. Los aparatos llevaban abiertas las compuertas del fuselaje y podían lanzar sus bombas en cualquier momento. Los dos americanos se quedaron helados pensando que morirían en unos momentos. Sin embargo, los aviones soltaron su carga un poco más adelante, porque su destinatario no eran dos simples soldados, sino la brigada británica situada dos kilómetros más adelante.

Durante los diez días que los norteamericanos permanecieron en aquella cota recibieron la visita de Ernst Töller, Herbert Matthews y Ernest Hemingway, entre otros. Y, finalmente, cuando también ellos fueron relevados, parecían tan extraños como los soldados que habían encontrado al subir a la montaña por primera vez.

R. X., un sanitario español adscrito a la unidad de Harry Fisher, evacuaba difícilmente a los heridos de la sierra y él mismo debía hacer grandes esfuerzos para no salir corriendo cuando bombardeaba la aviación enemiga. Bombardeaban con tanta saña que, tras lanzar sobre ellos todas sus bombas, en ocasiones hasta les tiraban las cajas de madera vacías. Y, cuando los bombardeos les expulsaban durante el día de sus posiciones, al llegar la noche intentaban reconquistarlas mediante golpes de mano que generalmente acababan en una terrible lucha cuerpo a cuerpo.

Un día entregaron al sanitario quinientas fichas en las que anotar las heridas y el tratamiento que debía recibir cada uno de ellos. El procedimiento consistía en atender al soldado, colgarle al cuello el diagnóstico con el medicamento administrado y remitirlo a retaguardia para proseguir el tratamiento en segunda línea una vez evacuado. Sin entender lo que ocurrió, en la primera noche, R. X. consumió todas sus fichas.

Desde los altos de la sierra, entre la desolación que los envolvía, vislumbraban el puente de Flix, el único que aguantaba como línea de salvación hasta el otro lado del río, y pensaban si, algún día, podrían llegar hasta él. A pesar de todo, estar adscrito a la Lincoln tenía ventajas sobre los restantes combatientes: recibían mejores suministros como chocolate, mermelada, tabaco Camel y Lucky, unas magníficas botas y un arma automática para cada cuatro hombres.