La tarde del 9 de agosto, tres batallones nacionales se preparaban para una batalla que adivinaban terrible, hasta el extremo de que los capellanes ocuparon muchas horas en confesar a los soldados. Serían las ocho de la tarde, ya anochecido, cuando el 2.º batallón de Flandes comenzó a marcar silenciosamente, seguido a corta distancia por otros dos batallones.
Resultaba temerario que unos 1.500 hombres intentaran llegar hasta el pie de la sierra por un camino perfectamente dominado desde las posiciones enemigas, que podían tirotearlo impunemente. Sin embargo, Líster no había establecido una vigilancia razonable y, al cabo de tres horas de marcha silenciosa, los nacionales llegaron al pie de la sierra, situándose bajo las posiciones enemigas.
A las cinco de la madrugada del día 10, los soldados del Batallón de Flandes reanudaron su camino, sierra arriba, hacia donde esperaba la muerte. Si resultaba costoso ascender por aquel sendero en paz, hacerlo en guerra, además de temerario, era agotador para una larguísima columna de soldados, agobiados por el medio y ahogados por la cuesta, el equipo, el fusil, las granadas y las tres pesadas cartucheras que se clavaban en la carne.
Los hombres de Líster se distinguían por su combatividad y su convicción política, pero la sierra de Pandols les parecía tan segura que los centinelas dormían y no descubrieron a la 4.ª división de Navarra hasta que la tuvieron encima. El descuido permitió que el primer batallón enemigo llegara a las posiciones republicanas de vanguardia y las tomara por sorpresa. Entonces corrió la alarma y la 11.ª División se aprestó a defenderse, cuando ya sus enemigos dominaban la embocadura del sendero por donde seguían subiendo soldados.
Roto el secreto, la batalla lanzó sus furias y el asalto de la infantería fue acompañado por el fuego de la aviación y la artillería. Que sus centinelas durmieran durante la guardia no suponía que la 11.ª división republicana fuera una mala fuerza militar, se defendió valerosamente y comenzó una tragedia terrible en las alturas de Pandols.
Tras los primeros batallones, remontó la sierra y el resto de la infantería, mientras, desde el llano, la artillería apuntaba a las alturas significativas de Pandols. A la vez que bombardeaban los cañones y ametrallaba la aviación, la infantería nacional se lanzaba al asalto de las sucesivas posiciones republicanas. Hacia la una del mediodía, el fuego de morteros y ametralladoras detuvo el avance de los nacionales hacia las costas 644 y 626 (números que indican la altitud en metros de las diversas alturas). Los oficiales y sargentos atacaban los primeros con el fin de arrastrar a sus hombres; frecuentemente eran mandos provisionales dotados de tanto ardor como inexperiencia, que les costaba la vida.
A partir de entonces, la batalla se redujo a luchar por las diversas cotas de la sierra. Un intenso bombardeo de la artillería y aviación abandonó las primeras posiciones republicanas, que fueron conquistadas a las tres y media, a cambio de una tremenda sangría. Sobre todo, los morteros causaban grandes estragos en ambos bandos; sus granadas bajaban verticalmente sin conocer ángulos muertos, estallaban tras los parapetos y los obstáculos naturales, causando terribles heridas.
Un soldado de la 11.ª división, C. G., vio horrorizado cómo, en aquellas horas, un morterazo arrancaban las nalgas a un pobre muchacho; la enorme herida suponía una muerte cierta, entre horribles sufrimientos. Sin pasarlo más tiempo, el teniente sacó la pistola y disparó dos veces sobre el infeliz herido, que murió en el acto.
La lucha encarnizada obligaba a los mandos a dar ejemplo y sacrificarse a la cabeza de sus hombres. Muchas compañías perdían a sus jefes acababan en manos de un alférez recién salido de la academia de oficiales o de un sargento veterano. Antonio Mª de Oriol y Urquijo, que luego ocupó importantes cargos políticos, era capitán del 3.º batallón de Flandes durante aquella jornada. Escribió un estremecedor testimonio sobre aquellos combates encarnizados para conquistas las cumbres, sin ahorrar las descripciones macabras de los trozos de carne y huesos volados a impulsos de las explosiones, los silbidos de las balas, los aullidos de las granadas de mortero, las explosiones mezcladas con las quejas de los heridos, imposibles de olvidar en toda una vida.
Al terminar el día, los nacionales habían conquistado sus primeros objetivos pagando el terrible precio de 39 oficiales y 123 soldados muertos. Por su parte, los republicanos perdieron unos 300 hombres, entre ellos, el jefe de la 9.ª brigada.
Durante aquella noche cesaron los combates. Cada bando procuró retirar a sus muertos y heridos, preparándose para el día siguiente, que se adivinaba dramático. Los hombres, reventados, procuraron descansar y dormir, arrebujados en sus mantas para protegerse de las bajas temperaturas debidas a la altura. Durante el día habían luchado abrazados por el sol; en la oscuridad tiritaban de frío, metidos en las oquedades, refugios y lugares resguardos.
Al alba prosiguió la tragedia. Esta vez, los nacionales se empeñaron en ataques suicidas contra la cota 698 y otro mogote próximo. Una vez perdidas las dos lomas, los republicanos las recuperaron con idéntico arrojo. Lo escarpado del terreno, el calor y la ferocidad de la lucha convirtieron Pandols en un infierno. Todo el día transcurrió entre combates y a nadie parecía importarle la muerte.