El día de Santiago, la 42.ª División había cruzado el Ebro mandada por el mayor Álvarez. Su misión consistía en ocupar una zona de terreno entre Mequinenza y Fayón con el fin de engañar al enemigo y ocultarle el punto en el que iba a producirse el desembarco principal. Una semana más tarde, la división ocupaba 60 kilómetros cuadrados, pero no había podido conquistar Fayón ni unirse a la bolsa principal, situada más al sur. Así permaneció aislada y en precarias condiciones.
Sus hombres habían colocado bastantes ametralladoras en la posición principal, situada en el alto de Els Auts y en la meseta que se extendía a sus espaldas. Más atrás, el terreno descendía bruscamente hacía el río, en ocasiones, con barrancos de paredes casi verticales que hacían muy difícil la comunicación, impedían recibir refuerzos y también retirarse ordenadamente si la situación se hacía desesperada.
La zona era espantosamente seca, un horno en aquellos primeros días de agosto, y los soldados debían transportar el agua hasta las posiciones desde el apartado cauce del Ebro. En aquellas alturas abrasadas no crecían los árboles ni las matas, sólo hierbajos arrasados por el calor, aplastados y pegados a la tierra, como inútiles recuerdos de la primavera. Era una inhóspita superficie lunar donde los hombres ignoraban si morirían por las bombas o los cañonazos, o si sucumbirían lentamente de sed, deshidratados en las lomas sin sombras que les protegieran del calor y de la vigilancia de los aviones.
La comunicación con la orilla izquierda se reducía a las harcas y a una sola pasarela, escueta superficie de tablas de 1.20 metros de ancho, oscilante, resbaladiza e insegura, situada entre Fustigueres y el mas del Chorizo. Su única ventaja residía en la propia pequeñez, que burlaba la puntería de los aviadores, incapaces de alcanzarla en toda la batalla. Las bombas caían en el río y explotaban en el fondo, levantando una columna de agua acompañada de un oleaje que bamboleaba la pasarela, pero no la rompía.
Tan precarios medios de paso habían impedido transportar armamento pesado, de modo que la 42.ª División carecía de carros y de blindados. En su avance del día 25 de julio había tomado a los nacionales una batería de 155 milímetros, magnífico botín que resultó inútil porque carecían de municiones. Los grandes cañones permanecieron inactivos hasta que, el 6 de agosto, fueron evacuados sobre una compuerta para que no pudieran recuperarlos los nacionales, cuyo asalto se vislumbraba imparable. Los hombres de la 42.ª sólo contaron con el débil fuego de sus cañones de 105 milímetros y el que, desde Almatret, en la otra orilla, les prestaron unas viejas piezas, que se averiaban continuamente.
Josep Pascual estaba destinado cerca de la pasarela. Unas pocas mulas, que habían pasado el río a nado, llevaban la comida, las municiones y el agua lomas arriba. La escasez condenaba a los hombres al hambre y la sed, mientras los requemaba un sol abrasador. En sentido contrario, llegaban a la pasarela los camilleros transportando heridos. Al llegar al río, muchos desgraciados se arrojaban de la camilla para marchar tambaleándose hasta el agua, donde metían la cabeza ansiosamente, sin importarles las heridas ni que el beber desmesuradamente agravara su estado. Los camilleros eran soldados voluntarios que aprovechaban el viaje para beber también hasta saciarse; luego llenaban las cantimploras que les habían entregado sus compañeros de la primera línea e iniciaban el regreso. Ni siquiera lograban llegar hasta los parapetos con las cantimploras llenas, porque, por el camino, numerosos soldados sedientos les pedían un trago de agua, angustiosa, desesperadamente. La sed era el principal problema de aquellos hombres y Josep Pascual, que era el cartero de su batallón, pudo ver cómo los soldados orinaban en sus propias cantimploras para beberse el líquido apestoso, tras dejarlo enfriar algo.
A veces intentaban suplir la falta de armamento con un ingenio, no siempre provechoso, en ocasiones, nefasto. En la unidad de Manuel de las Heras, un sargento hizo pinchar los suplementos de proyección, que eran herraduritas de celuloide rellenas de pólvora destinadas a proporcionar mayor impulso a las granadas de mortero. Era aquél a una costumbre de veteranos, que creían que si la pólvora prendía más fácilmente, tendría mayor alcance el mortero de 50 milímetros que manejaban. Pero pincharon el celuloide tan intensamente que, al disparar, la carga no se incendió progresivamente sino de golpe e hizo estallar la granada, que reventó el tubo causando varios muertos y heridos.
Pedro Figuerola, el pescador al que habían requisado la barca antes de la batalla, estaba también en el alto de Els Auts, como furriel de su compañía, donde poco tenía que hacer porque faltaba el pan y apenas se cocinaban algunos ranchos calientes.
La presencia republicana en la bolsa de Mequinenza impedía a los nacionales atacar directamente la zona principal porque, desde Els Auts, podrían haberles disparado con ventaja.
Así, desde principios de agosto, aumentó la presión sobre la bolsa, con frecuentes bombardeos de aviación y artillería. Nunca en su corta historia, la aviación militar había bombardeado con tanta intensidad, los cañones batían a los hombres de la 42.ª, desde el Montnegre y desde el castillo de Mequinenza, que los enfilaba por retaguardia, mientras los aviones menudeaban sus ataques. Pere Godal, otro muchacho de la Quinta del Biberón, como era músico, servía como cornetín de órdenes del batallón y estaba con un grupo de compañeros cuando comenzó a caer una salva de artillería. Sin pensarlo, se arrojó al cráter que, poco antes, había excavado un gran proyectil. Los impactos cayeron a su alrededor, sin que se atreviera a sacar la cabeza hasta que cesó el bombardeo. Entonces miró alrededor. Todos sus amigos habían muerto.
El creciente número de cadáveres añadía otro motivo de angustia. Porque resultaba imposible sepultarlos en aquel agreste terreno rocoso, cuya corteza requería herramientas especiales y explosivos que no estaban a su alcance. Los muertos sólo podían descansar bajo montones de piedra suelta.