La ofensiva republicana en el Ebro había fracasado. Modesto tendió los puentes demasiado tarde, de modo que las vanguardias se vieron obligadas a avanzar por su cuenta y el grueso de sus fuerzas llegó a la línea de contacto cuando ya estaban allí las reservas de Franco. El efecto de la sorpresa se había perdido, como en Brunete, en Belchite y en Teruel. Al Ejército del Ebro no le faltaba valor, pero le fallaba la logística. Su capacidad de maniobra se había agotado con el paso del río y la ocupación de la primera franja de terreno. A pesar de todo, había conquistado la Ribera y parte de la Tierra Alta.
Conociendo a Franco, era fácil suponer cómo reaccionaría porque, ante las pérdidas de territorio, se comportaba como un toro ante un trapo rojo. Durante el invierno anterior había acumulado tropas cerca de Guadalajara con la intención de lanzarlas contra Madrid. Entonces, los republicanos atacaron y rodearon Teruel. Inmediatamente suspendió la maniobra preparada para Madrid, trasladó las tropas al frente de Teruel y desencadenó una contraofensiva para recuperar el terreno perdido. Acostumbrados a la victoria, los nacionales esperaban dar un empujón que pusiera a los republicanos en fuga y los arrinconaba contra el Ebro. La realidad sería más sangrienta y más dura.
Franco carecía de una visión estratégica general y había conducido la guerra dando bandazos, tal como era costumbre en las campañas de Marruecos, donde se había formado profesionalmente. Nunca se planteó una visión global de las operaciones militares, sino que cambió repetidamente de objetivo. En primer lugar se había dirigido a conquistar Madrid.
Cuando le faltaba poco para llegar a la capital, rectificó la marcha para dirigirse a Toledo. Un mes más tarde prosiguió hacia Madrid, objetivo que abandonó al cabo de cinco meses para conquistar el norte. Contaba con los mayores recursos militares y la mejor organización; sin embargo, dejó la iniciativa estratégica en manos del enemigo. Cada vez que los republicanos desencadenaban una ofensiva, él detenía sus operaciones y marchaba contra ellos, haciendo de la guerra el cuento de nunca acabar.
A pesar de sus importantes mejoras, el Ejército Popular era una torpe organización, carente de elementos esenciales. Cada una de sus grandes ofensivas había comenzado con una victoria fulgurante, frustrada a los pocos días y convertida en desastre. Parece que, una vez fracasada la ofensiva del Ebro, Negrín autorizó a Modesto para replegarse cuando lo creyera conveniente.
No lo hizo. El río se había cruzado con finalidades, sobre todo, políticas. Si se replegaban días después de haber de haber atacado, Negrín quedaría en entredicho justo cuando mantenía malas relaciones con parte de su propio partido; era patente el desapego de sus ministros catalanes y vascos y crecía su enfrentamiento con la Generalitat presidida por Companys. La retirada arruinaría también el prestigio del Partido Comunista, cuyas mejores tropas estaban en el Ebro, y desprestigiaría su doctrina de resistir a toda costa y prolongar la guerra.
La política había desencadenado aquella batalla, y la política la hizo proseguir. Si las tropas republicanas conservaban el terreno conquistado podría decirse que la batalla no había fracasado y, mientras tanto, se ganaría tiempo. Porque se agriaba la situación internacional y la guerra entre Alemania y Francia parecía encontrarse próxima. Mantenerse a la defensiva en el Ebro resultaba militarmente arriesgado, pero parecía políticamente prudente. Si estallaba la guerra en Europa, los republicanos podrían contar con la ayuda francesa.
También Franco se movió por razones políticas. Lo más selecto del Ejército Popular estaba inmovilizado entre sus tropas y el río. La situación le era personalmente gratificante porque tenía metidos en su saco a comunistas, internacionales y catalanes. Si resistían, podía destrozarlos, y si echaban a correr hacia el río, los haría prisioneros. Esta voluntad resultaba militarmente discutible porque, aprisionado el Ejército del Ebro, sólo quedaba en la Cataluña republicana el Ejército del Este, desplegado en el Segre. El bando nacional contaba con suficientes tropas para congelar la situación en el Ebro y, simultáneamente, romper el frente del Segre y marchar hacia la desguarnecida Barcelona y la frontera francesa. Ningún general imaginativo lo habría dudado. Pero Franco no era un general emprendedor, sino un político taimado y, ante todo, aseguró su prestigio de invencible.
En la zona de los nacionales se acusaba el cansancio. La guerra había comenzado con la convicción de que sería breve, pero ya duraba dos años. Estaban hartos, aunque el reclutamiento forzoso había sido menos intenso que en la zona republicana y se había exigido a la población civil un esfuerzo enorme. La propaganda franquista había presentado cada una de las batallas como definitiva. Sin embargo, no se tomó Madrid, ni terminó la guerra con la conquista del norte, la contraofensiva de Teruel o la llegada al Mediterráneo y, cuando se anunciaba la inmediata toma de Valencia, el Ejército Popular atravesó victoriosamente el Ebro. La guerra parecía no terminar nunca.
Algunos generales aceptaban a regañadientes el exclusivismo de Franco, y sus aliados alemanes e italianos también deseaban acabar de una vez aquella aventura española para centrarse en los asuntos europeos, cada día más espinosos. Una maniobra rápida desde Lérida hacia Barcelona necesitaría el apoyo de los motorizados italianos, que se encontraban inactivos en Levante. Si el CTV resolvía la crisis del Ebro con una maniobra sobre Barcelona y la frontera, Mussolini se presentaría como protagonista de la victoria militar y los franceses se inquietaron ante la proximidad de las tropas y aviones del Duce a su frontera pirenaica.
Ante la desesperación de sus aliados, Franco optó por humillar y destruir el Ejército del Ebro. Y eligió el más seguro, lento, tosco y mortífero de los procedimientos militares: el combate de frente, con superioridad de medios, que le permitiría machacar al enemigo, a cambio de verter oleadas de sangre del adversario y de sus propios hombres.