El final de la defensiva republicana

La madrugada del 31 de julio, Modesto ordenó ocupar Gandesa a toda costa y la mayor violencia de la batalla se concentró a las afueras del pueblo. Apoyadas por las setenta y dos piezas de artillería y cuarenta y cinco carros que habían pasado el Ebro, las fuerzas de Líster atacarían por el sur y las de Mateo Merino por el centro. Pretendían llamar la atención del enemigo y encubrir el ataque principal, que debía llegar desde el norte al mando de Tagüeña.

El Ejército del Ebro volcó allí todos los medios disponibles. Ahora o nunca. Hasta la aviación republicana bombardeó Gandesa, con regocijo de la tropa, harta de la prepotencia aérea nacional. Aquel a operación hubiera dado resultado de ejecutarse un par de días después de cruzar el río, pero ya había transcurrido una semana. Defendían Gandesa quince batallones de infantería, un regimiento y tres grupos de caballería de los nacionales. Los republicanos, con sus escasos medios blindados y artillería, no podían desbaratar la resistencia de un enemigo tan poderoso.

Yagüe contaba con fuerzas numerosas; al sur de Gandesa, dos divisiones al mando de Alonso Vega; en el centro, otras tres dirigidas por Barrón y, al norte, una división y una brigada mandadas por Delgado Serrano. Tenía previsto atacar aquel mismo 31 cuando la ofensiva republicana le obligó a defenderse y permanecer inmóvil durante dos días.

El 31 de julio y el 1 de agosto, Gandesa padeció los ataques más brutales de toda la guerra, los obuses republicanos machacaron el cementerio, el Sindicato Agrícola y las primeras casas del pueblo antes de que los internacionales se lanzaran al asalto y las ocuparan.

Lluisa Fornos, vecina de Gandesa, sólo tenía diez años y sufrió la peor experiencia de su vida.

Para impedir que la metralla entrara en su casa, debían taponar las ventanas, las puertas y las grietas de las paredes con cualquier cosa que tuvieran a mano: colchones, mantas, madera o ropa. Se veían obligados a tumbarse en el suelo intentando dormir, pero estaban desvelados por la angustia, aterrorizados por las explosiones, los disparos y el griterío de los soldados. La gente se encerraba en la iglesia en busca de refugio y cuando una bomba cayó en el polvorín se quemaron todas las casas de alrededor. El coronel que mandaba en el pueblo era un hombre muy duro, tanto con los militares como con los civiles, a los que obligaba a trabajar levantando parapetos y transportando materiales de un lado para otro. Todos los habitantes útiles se sentían agobiados por los trabajos, los obuses y el temor de que, si flaqueaban, fueran acusados de simpatizar con las izquierdas.

Jorge Graells, el joven barcelonés que huyó de Barcelona y una vez en Francia se vistió una camisa de Falange, había viajado hasta Sevilla, donde se alistó en la 4.ª División de Navarra.

Estaban en Castellón cuando los republicanos pasaron el río y los mandaron al Ebro a toda prisa. A finales de julio, llegaron a Gandesa, donde el ambiente era terrible. Todos los hombres útiles debían presentarse en la comandancia militar para llenar sacos terreros y levantar parapetos en los accesos del pueblo. Muchos deseaban escapar, pero se lo impedían la Guardia Civil, un grupo de civiles armados y soldados del batallón de orden público. Nadie podía abandonar el pueblo sin un salvoconducto del alcalde, Javier Sicart Solé. A pesar de todo, numerosas personas huyeron campo través o por algunos de los pequeños caminos incontrolados.

La confusión era total, con las calles llenas de grupos de refugiados civiles y de soldados que habían perdido sus unidades y vagaban por Gandesa sin orden ni concierto. Las explosiones sonaban cada vez más próximas y, de cuando en cuando, pasaba un soldado gritando órdenes que nadie parecía escuchar. El caos aumentaba paralelamente a la sensación de peligro, y al espantoso ruido de las explosiones se unía la visión terrible de los cadáveres. El tableteo de las ametralladoras martirizaba los oídos e impedía descansar durante la noche, mientras las granadas de mano parecían explotar en todas partes.

Graells había sido promovido a alférez y tenía como asistente a un seminarista de Olot, Ramón Baranera Roca. Cuando les ordenaron requisar un mulo para transportar material de transmisiones, comunicaron a un payés que se hacían cargo de su animal. El hombre temió perder el mulo, que para él representaba una fortuna, y se empeñó en acompañarlos para cuidar al animal. Hasta que se vio obligado a dejarlo en manos de los soldados y, llorando como un niño, se separó del mulo que, alejado de su ambiente, se negó a comer.

En Villalba habían amainado los combates cuando su teniente llamó a un legionario de la 18.ª Bandera y le ordenó acompañar a curarse a un corneta que tenía un proyectil de mortero de 50 milímetros clavado en la nalga. Se trataba de una granada pequeña, larga y poco pesada, que se había metido en la carne sin estallar y podía hacerlo en cualquier momento. La situación era tragicómica y colocaron al corneta boca abajo sobre una camilla, con intención de llevarlo hasta el puesto de socorro, recomendándole que sujetara la granada con la mano y procurara no moverla. El hombre chillaba, dolorido y muerto de miedo, mientras los legionarios no sabían si reír o llorar ante la estrambótica situación. Una vez en el puesto de socorro, y puesto el corneta sobre la mesa de operaciones, se inició un bombardeo y todos se pegaron a las paredes mientras el pobre herido quedaba solo en el centro de la pieza, con su granada clavada en el glúteo. Hasta que se alejaron los aviones y el médico reconoció la nalga. Entonces pidió que, para aquella operación, le ayudara un maestro armero, que, en efecto, ayudó a que acabara con éxito la esperpéntica situación.

Hay excombatientes nacionales que defendieron Villalba que creen, medio en broma medio en serio, que el éxito de su defensa estuvo en el vino, que los legionarios encontraban en las numerosas casas abandonadas. Lo cierto es que el teniente coronel Capablanca hizo controlar los aljibes que había en algunas de ellas, porque el agua escaseaba y era necesaria para los heridos y para refrigerar las ametralladoras. Los legionarios no protestaron, el jefe podía darle a las máquinas el agua que quisiera. A ellos les bastaba con el vino.

El primer día de agosto, mientras continuaban los feroces combates, los soldados pudieron presenciar una batalla aérea. Los cazas luchaban en el cielo; en el bando, el grupo García Morato, en el otro, una Escuadrilla de Salvador y varios I-15 Chatos. La caza republicana no estuvo desplegada en Cataluña hasta principios de aquel mes, situándose la 3.ª Escuadrilla en Pla de Cabra, la 1.ª en Vendrel y la 4.ª en Valls. Al poco tiempo, la 3.ª Escuadrilla de I-16 Mosca fue enviada a Figueras para hacerse cargo de doce Súper-Mosca dotados de cuatro ametralladoras. En aquellas fechas, la aviación republicana recibiría importantes refuerzos porque lograron pasar la frontera francesa 24 bombarderos Katiuska SB-2 y 112 cazas: 50 Polikarpov I-15 Chato, 50 Polikarpov I-16 Mosca y 12 Polikarpov I-16 Súper Mosca.

Serían las siete de la mañana del 2 de agosto cuando cayó un obús a unos tres metros de Jorge Graells. Doce trozos de metralla se le clavaron en el cuerpo y casi le mataron. Ramón, su asistente, se despidió llorando, convencido de que aquél era su final, pero cuando el capellán le confesó, Jorge aseguró que no pensaba morirse. Y así fue. Sobrevivió a las heridas y lo mandaron para reponerse al hospital de León. La superiora de las monjas era también catalana y le dispensó un trato de favor, dándole una habitación agradable y ventilada. Por primera vez desde que se había incorporado al frente, comía magníficamente y podía dormir sin la compañía de las chinches. Andando los años, disfrutaría de una vida feliz en su ciudad natal y acabaría siendo el presidente de la Hermandad de los Excombatientes de la 4.ª División de Navarra.

En el frente de Gandesa, durante dos días, la 15.ª Brigada Internacional atacó repetidamente el Puig del Aliga, sin poder conquistarlo. En intervalos de pocas horas, aplastados por el tórrido verano, los hombres se ensañaron, agotados por la fatiga, el sueño, la tensión y el esfuerzo, avanzando o defendiéndose, mientras las balas y la metralla les mordían las carnes y las ondas expansivas les reventaban el cuerpo. Cada vez que los republicanos tomaban una posición, los nacionales contraatacaban en una danza frenética que mezclaba la rabia, la obcecación, el dolor y la muerte.

Los furiosos ataques republicanos no lograron penetrar en Gandesa ni en Villalba, hasta que se intentó un último esfuerzo con los carros de combate. También resultó inútil y los agotados republicanos fueron replegándose a sus trincheras. Lentamente se extinguieron los combates, cal aron las ametralladoras y sólo algunos disparos aislados señalaron el final del esfuerzo. El día 3 había cesado la lucha en todos los sectores y los hombres del Ejército del Ebro recibieron órdenes para cavar trincheras.