Propuso la idea al concejal de Cultura, Antoni Moner, y le pidió el edificio de una escuela abandonada, cuyas llaves le entregó el alcalde Francesc Bové, garantizándole una subvención anual para sostener el museo, aunque sin comprometer al municipio a financiarlo definitivamente como una institución propia. Francisco Cabrera reunió a los aficionados en una Asociación Cultural, de la que fue presidente el concejal de Cultura, secretario un profesor, y tesorero otro vecino del pueblo, conformándose Cabrera con el cargo de vocal, porque estaba en activo en la Guardia Civil y no deseaba tener problemas con sus superiores.
Sin embargo, él era el alma de la nueva institución, hizo personalmente la limpieza, se encargó de gestionar los primeros arreglos y logró que el Consel Comarcal entregara una suma para arreglar el edificio. Luego depositaron allí parte de la colección de Maseto y piezas de otros aficionados.
El 1 de abril de 1999, el Centro d’Estudis de la batalla de l’Ebre, inventado por el brigada Cabrera, inauguró en las antiguas escuelas la Exposición Permanente de la batalla del Ebro. El edificio escolar fue construido en 1929 y se encuentra en la principal calle que entra en el casco urbano. A unos doscientos metros se levanta el bello edificio modernista de la cooperativa agrícola, que estuvo en la misma línea de fuego.
Durante el tremendo asedio de Gandesa, en esta escuela se instaló un centro de primeros auxilios donde reinaron la precariedad y la angustia. Se contaba con escasos medios de cuya y, con frecuencia, la metralla salpicaba su patio interior y la fachada. Los cristales saltaron hechos añicos con los primeros disparos de fusilería y, a todo correr, debieron taparse las ventanas con sacos terreros para proteger en lo posible a los heridos y al personal sanitario.
Se pensó que los heridos recibieran allí sólo su primera cura para ser devueltos al frente o evacuados a retaguardia según su estado. Sin embargo, la dureza del ataque lo hizo imposible.
Gandesa estaba casi cerca y el edificio de la escuela se convirtió en hospital de campaña. No pocos hombres murieron en las mismas aulas donde los maestros habían intentado enseñar a los niños conceptos morales y hábitos de convivencia que la guerra hizo saltar por los aires.
Con las pizarras y pupitres arrinconados, se improvisaron salas de curas, habitaciones para los heridos y hasta un pequeño quirófano. No había camas para todos los ingresados, existían escasas literas y camillas y la mayor parte debió conformarse con jergones echados directamente en el suelo.
Un anciano, que colaboró como enfermero de este improvisado hospital durante los primeros días del asedio, recuerda con horror los tremendos olores de la muerte: sudor, sangre, orina, excrementos y vómitos, mezclados con el penetrante aroma de los desinfectantes y anestésicos. Los zumbidos constantes de las moscas se mezclaban con el tableteo de las ametralladoras y contribuían a proporcionar un tinte aún más sórdido al cuadro dantesco de la antigua escuela, donde el escaso personal sanitario trabaja hasta el desfallecimiento, tratando de aliviar la suerte de los desgraciados heridos. Cuando pasó lo peor de la ofensiva sobre Gandesa, la mayor parte de los hospitalizados en la escuela fueron evacuados a Bot o a Batea, en cuyos hospitales de campaña podían atenderles mejor.
La batalla del Ebro ya contaba con un museo convencional que comenzó a recibir visitantes y algunas autoridades. Pero el museo también libraría, en el futuro, sus propias batallas.