El gran recurso sentimental entre los combatientes y sus familiares eran las cartas y el reparto diario de las que llegaban a las trincheras constituía el momento más esperado por todos. En la colección de Gandesa se conservan esos testimonios del amor que son las cartas. No son hierros anónimos, como las armas, sino trozos de papel donde fue plasmada la ternura y que se dirigieron a personas concretas, con nombres y apellidos. En este pequeño museo local hay cartas de soldados a sus familiares y de las oficinas de los distintos ejércitos a los familiares, anunciándoles la muerte de soldados. Son papeles que un día fueron el centro de la vida de muchas personas, a las que llevaba la ternura, la angustia, la esperanza o el llanto.
Entre otras muchas, puede verse una esquela mortuoria con la foto de un legionario de la 6.ª Bandera, un joven apuesto, lleno de vida, sonriente, con la gorra ladeada a la moda de entonces, imitando a los galanes de cine, sin imaginar que esta imagen de vitalidad optimista adornaría, un día, su recordatorio. Cerca de la esquela pueden verse carnés de combatientes con las fotografías de aquellos jóvenes; unos, idealistas y soñadores, otros, resignados al destino que los mandaba a la guerra. Víctimas, todos, de aquella batalla tan lejana en el tiempo, pero tan próxima en la memoria.
Una de las salas está dedicada a la aviación, con dos grandes maquetas de Chatos colocadas del techo y reproducciones de los aparatos que tomaron parte de la batalla. También hay una enorme bomba alemana que no explotó; fotografías de pilotos republicanos con sus cazadores de cuero y piel de borrego; nacionales con monos de vuelo; italianos y alemanes, estos últimos siempre con sus uniformes pulcros y planchados. Entre ellos, combatientes que luego fueron ases de la Segunda Guerra Mundial, como Gal and o Mölders, este último con sus catorce derribos en la guerra de España. Al fondo, en un rincón, una vieja ametralladora antiaérea checa perfectamente engrasada que, esta vez, apunta al suelo.
En los pasil os hay datos sobre la batalla: la composición exacta de las fuerzas de ambos ejércitos; sus correspondientes divisiones y sus mandos. Fotografías e imágenes de la batalla, entre ellas, el cruce del río por los republicanos en ambos sentidos. A la idea, cargados de coraje combativo, al regreso heridos, abatidos. Y billetes, sellos, octavillas incitando a desertar, condecoraciones, estampas y diarios que dan testimonio del ambiente de la Guerra Civil y dejan claro que no sólo se luchaba con las armas sino también con las ideas y los sentimientos.
Una gran sala repleta de sil as invita a sentarse frente a un televisor, donde una grabación narra los principales hechos de la batalla. Hay también un mapa de la comarca en el que una línea luminosa señala el máximo avance de los republicanos y los pueblos que tomaron. Una gran vitrina incluye todos los libros editados hasta la fecha sobre la batalla del Ebro.
En el espacio más centrado en el aspecto bélico se muestran diferentes modelos de fusiles, ametralladoras, municiones de diversos calibres, machetes y bayonetas, granadas, pistolas y una enorme variedad de objetos encontrados en los campos. Uno de los cuidadores del museo comenta que muchas de esas piezas, sobre todo las armas blancas, fueron encontradas mezcladas con restos de huesos y manchadas de lo que fue seguramente sangre. Porque frecuentemente llegaron a luchar cuerpo a cuerpo. Hoy, el óxido ha cubierto los que fueron instrumentos de la muerte, vehículos de la violencia y la tragedia.
La otra ala de la vieja escuela cuenta con dos salas dedicadas a la Guerra Civil en general. La primera, a la sanidad militar, con una tienda de campaña en el centro de la habitación, con un quirófano de campaña, su mesa de operaciones, un arcón con material sanitario y vitrinas donde se exponen las medicinas, apósitos y materiales para las curas de emergencia. En la pared está enmarcado el carné de enfermera de una «margarita» carlista: era la madre de la cantante María Dolores Pradera.
La última sala trata de la mujer en la guerra y muestra a milicianas, dirigentes políticas de ambos bandos, enfermeras madrinas de guerra. Todas ellas con rostros sonrientes, que parecen alejados de aquella terrible tragedia que las mujeres padecieron no sólo en estos puestos cercanos al conflicto, sino en los anónimos lugares de la retaguardia.