Visitar un museo

Gracias a desvelos particulares, Gandesa, cogollo de la batalla y centro de la tragedia, tiene un museo. En el centro d’Estudis de la batalla de l’Ebre existe una gran cantidad de material, con criterios museísticos particulares, porque siempre ha faltado el dinero para sostener la institución.

La colección se creó con aportaciones particulares y ha incrementado con las donaciones y préstamos desinteresados de coleccionistas, de los excombatientes y de sus familias, que han dejado aquí sus hallazgos y sus recuerdos, los testimonios de la batalla y, muchas veces, de su vida. Para un visitante despistado, éste puede ser un edificio que alberga una exposición como tantas otras de material de guerra, fotografías, prendas de vestir y documentos; con un especial protagonismo de la chatarra militar, que formó parte de la vida diaria de las personas de la comarca durante tanto tiempo, tanto ilusionado a los primeros coleccionistas como proporcionando un sobresueldo a las mujeres durante la postguerra para mejorar con su venta la precaria economía familiar.

Pero el visitante aprecia inmediatamente una diferencia con los museos ordinarios. En su precariedad, las salas y las vitrinas pregonan que la colección ha sido reunida con gran amor al pasado de esta tierra y que cada objeto, cada letrero descriptivo pregonan un sentido homenaje a los hombres y mujeres que tanto padecieron en la, ya lejana, batalla del Ebro, de forma que el objeto más precioso que exhiben los responsables de la colección es el callado homenaje a los muertos de ambos bandos.

A la entrada del museo se ha levantado un largo parapeto de un metro de alto por cinco de largo, semejantes a los que levantaban los defensores de Pandols y Cavalls cuando no podían excavar trincheras. Se trata de una defensa precaria, hecha de siempre piedras amontonadas que, de cuando en cuando, dejan un hueco que sirve de tronera por la que asomar un fusil o una ametralladora.

Sobre el parapeto pueden verse algunas armas, cintas de cartuchos, granadas, bayonetas, restos de obuses y latas de sardina oxidadas, objetos que formaban parte de la vida cotidiana de los defensores. Tras el parapeto se ha reconstruido un puesto de mando, protegido por unos sacos terrenos; en su interior cuelga una lámpara de aceite y alberga un mapa de la zona, un viejo teléfono de campaña y unos prismáticos. Parece proteger el conjunto una alambrada militar, similar a las que se utilizaban entonces.

En el otro extremo de la sala, una bandera requeté, sucia por el tiempo, pende sobre unas viejas cajas de munición, y de ambientar la sala se encarga el ruido de unos tiroteos y explosiones, combinado con intermitentes estrofas de canciones guerreras de la época.

Cada sala alberga objetos diferentes. En una están colgados viejos uniformes, raídos y agujereados por el paso del tiempo. Los acompaña una heteróclita colección de botas y polainas, gorras de varios tipos, cantimploras de cuero acartonado por los años, platos, jarrillos y cubiertos de campaña, botones de uniforme, cascos de diferentes diseños y procedencias.

También hay viejos tubos de pomada sanitaria para curar heridas, restos descoloridos de paquetes de cigarrillos, hebillas de cinturón de los distintos cuerpos, máquinas y navajas de afeitar, libros de oraciones, devocionarios y un sinfín de objetos cotidianos que formaron parte de la vida y la muerte de la tropa.