Defender Gandesa

Los hombres de la bandera de Falange de Soria, de la 74.ª División, llegaron a Gandesa al amanecer, tras un interminable viaje desde Extremadura. Los falangistas habían crecido espectacularmente desde que comenzó la guerra. Hasta entonces, su partido era una organización esquelética, dominada por señoritos de Madrid, pero contaba con el mensaje optimista del fascismo, un himno brillante y juvenil, y una agresividad que atrajo inmediatamente a numerosos muchachos conservadores, desencantados de las juventudes monárquicas y de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), además de a numerosos oportunistas que buscaban su lugar al sol o pretendían encubrir un pasado simpatizante con las izquierdas.

El partido y sus unidades armadas crecieron como la espuma y constituyeron un poder en la retaguardia, donde actuaban como policía política y controlaban numerosos recursos de la burocracia oficial. Los batallones o banderas de Falange recibieron numerosos voluntarios, deseosos de engancharse a su carro y, también, de escapar a la suerte de los soldados forzosos, siempre peor tratados.

Muy pocos falangistas procedían de Cataluña. Entre los núcleos de catalanes refugiados en Sevilla, Pamplona, Zaragoza, San Sebastián y Burgos surgió la idea de organizar unidades falangistas. En Burgos se creó la 1.ª Centuria Catalana Virgen de Montserrat, que únicamente captó 118 voluntarios, y que acabó integrada en una bandera de la Falange burgalesa. En el frente de Madrid existió una segunda centuria, que fue absorbida por la Falange de Marruecos.

La bandera falangista de Soria encontró en Gandesa un panorama descorazonador, con destrucciones y ruinas por todas partes. La situación resultaba tan angustiosa que los oficiales ni siquiera dieron tiempo a los hombres para enrollar las mantas ni coger los macutos. Los sargentos les gritaban que se dieran prisa y que sólo llevaran las cartucheras y el fusil; el resto de sus cosas estaría allí a su vuelta y, si no volvían, tampoco les harían falta. Se metieron en una de las calles y desde un balcón una mujer salió gritando que pobres de ellos, porque los llevaban al matadero. No sabían catalán, pero todos la entendieron y el capitán montó en cólera e hizo que la detuvieran.

Las mujeres no hacían la guerra, pero la sufrían. No había mujeres con el Ejército Popular porque las milicianas fueron un breve fruto de la revolución, que desapareció al organizarse los frentes. En ambos bandos, las mujeres trabajaban como enfermeras. Entre los nacionales ésta era la única actividad permitida cerca del frente; los republicanos eran más permisivos y algunas mujeres trabajaban en actividades logísticas como el correo o la intendencia. En ambos bandos, la guerra supuso cierta libertad para las mujeres que participaban en alguna actividad relacionada con el ejército o las encuadradas en la Sección Femenina de Falange o a las «margaritas» carlistas, aunque fue inmensamente mayor para las afiliadas a las organizaciones de izquierda. En general, la represión no asesinó mujeres, aunque varias milicianas hechas prisioneras en Mallorca fueron fusiladas. Sin embargo, los encarcelamientos fueron muy frecuentes en ambos bandos; se registraron algunas violaciones y, frecuentemente, las desafectas resultaron sistemáticamente vejadas y, si habían padecido el asesinato de un pariente en primer grado, se les prohibía el luto. Se conocen casos de mujeres de derechas obligadas a lavar la ropa o a guisar para los milicianos durante los primeros días de la guerra.

Durante todo el conflicto, los falangistas de retaguardia raparon a mujeres republicanas, las expusieron a la vergüenza pública, sucias y mal vestidas, y les hicieron beber aceite de ricino.

Los falangistas de Soria estaban ocupados en cometidos más honorables y peligrosos. A medida que entraban en Gandesa, la artillería sonaba más cercana. De pronto, un obús cayó en medio de una de sus centurias haciendo una matanza atroz. Prosiguieron más rápidos hacia el cementerio mientras los legionarios se retiraban acosados por el enemigo. Cuando llegaron refuerzos cobraron ánimos y contraatacaron todos juntos, recuperando el terreno perdido.

Una vez que terminó el ataque los llevaron al local del sindicato agrícola para que descansaran hasta pasar la noche. Los soldados son jóvenes que viven a salto de mata, siempre pendientes del sueño, del hambre y la muerte. En el sindicato se guardaban el vino y las almendras del pueblo y se lanzaron sobre los víveres como las langostas, bebiendo el espeso tinto mientras cascaban almendras y las devoraban. Hasta que un cañonazo alcanzó una de las paredes y mató a unos cuantos hombres, cuyos cuerpos quedaron allí, tendidos en el calor del verano. No pudieron sacarlos durante horas y pronto el olor a muerto se mezcló con los vapores penetrantes del vino y el perfume de las almendras. Entre la pestilencia repulsiva, los falangistas vigilaban, temiendo un ataque, con el fusil en una mano y el sucio pañuelo en la otra, intentando que no les penetrara el hedor a muerto.

Al otro lado de las trincheras, los hedores de la batalla también repugnaban al brigadista norteamericano Harry Fisher. Había pasado el río en el amanecer del 25 y, desde entonces, estaba rodeado de horrores. Numerosos hombres habían sido heridos y estaban tirados en los campos, quejándose y pidiendo socorro con voces lastimeras. El tiroteo impedía acercarse y los hombres gemían mientras la vida se les escapaba por los agujeros de sus heridas. Si había suerte, los retiraban hasta un punto protegido, muchas veces montados en un burro porque los camilleros no daban abasto y estaban reventados por la fatiga, mientras los campos quedaban sembrados de cadáveres con los que se ensañaban las ávidas moscas del verano.