A pesar de las dificultades, durante los días 25 y 26, la República había logrado colocar unos miles de hombres en la orilla derecha y conquistar 800 kilómetros cuadrados. Los soldados habían soportado la tensión nerviosa del 24, el paso del río y dos días de caminatas y combates. Estaban reventados, hambrientos y sedientos. Necesitaban los suministros, la artillería y los carros de combate para romper el frente, y los camiones para recibir suministros y desplazarse sin agotar sus fatigadas piernas y su resistencia, que parecía llegar al límite.
Como las cocinas seguían al otro lado, arrebataban las almendras, aceitunas o cualquier cosa de los campos que pareciera comestible, aunque estuviera verde, cubierta de polvo o carcomida por los insectos. Con los camiones aljibe también en la otra orilla, faltaba el agua a medida que se alejaban del río. La tortura de la sed pareció muy pronto en aquel secarral martirizado por el furioso sol veraniego. Apenas había pozos y mitigaban la sed con el fuerte vino tinto de la tierra, que encontraban en las mesías y los pueblos, con los consiguientes malestares e intoxicaciones etílicas. Con las mulas que habían cruzado en río y otras acémilas que encontraban en el territorio organizaban fatigosas expediciones de aguada que iban desde la posiciones hasta el río, donde los animales abrevaban y cargaban una colección de barrilitos y cacharros diversos llenos de agua, que se agotaba rápidamente en cuanto regresaban a la primera línea.
El éxito de la operación residía en penetrar rápidamente el territorio enemigo y sobrepasar la línea Gandesa-Villalba, antes de que pudieran llegar refuerzos a las guarniciones nacionales.
Sin embargo, al no contar con los cañones y los carros de combate, llegaron tarde, fatigados, y no pudieron romper la resistencia enemiga. Les faltaba el apoyo de la artillería, los transportes y toda la logística. Como ya había sucedido en la batallas de Brunete, Belchite y Teruel, la operación republicana se inició con un ataque por sorpresa que, luego, ni se pudo ni se supo aprovechar. No faltaba arrojo, pero sí el material necesario.
Si hubiera contado con medios de transporte, en el primer empujón, las tropas de Líster habrían rebasado Gandesa y desbordado el pueblo por la carretera de Pinell. Sin embargo, perdieron el tiempo subiéndose a las alturas de Pandols, lo que permitió que Barrón acumulara tropas en Gandesa, cavando trincheras y levantando parapetos, hasta convertir el pueblo en una fortaleza. Mientras la aviación y las crecidas artificiales del río impedían a los republicanos alimentar su batalla, los nacionales acudían con entera libertad hasta la línea de frente, sin necesidad de vencer barreras naturales ni ser molestados por la aviación.
La infantería republicana había sufrido el calvario de la intranquilidad, las interminables marchas bajo un calor sofocante, los intermitentes combates y escaramuzas en territorio enemigo, con sus carreras, tiroteos y barrigazos contra el suelo. Tenían los nervios destrozados y el cuerpo quebrado por la tensión y la fatiga. Cuando el 26 comenzaron a moverse hacia los pueblos de la Terra Alta, el calor apretó más en serio. Caminaron incesantemente, apenas sin agua ni comida y, cuando entablaron los primeros combates serios, ya estaban reventados. Ni los relevaron, ni recibieron apenas ayuda desde su retaguardia. Parecía imposible sobreponerse al sol, la sed, el hambre, el sueño, la fatiga, el miedo, obligados a pelear en malas condiciones, sin apoyo aéreo ni artillero, frente a un enemigo que desde sus posiciones podía hacer blanco en quienes se movían y que, por si fuera poco, se reforzaba constantemente.
En la bolsa de Mequinenza, los nacionales trataron de recuperar el alto de Els Auts, sin conseguirlo, por contar aún con escaso fuego artillero. En conjunto, resultó otra jornada inoperante para los republicanos, que no pudieron avanzar ni apenas pasar fuerzas a través del río, prácticamente cortado desde el día anterior, porque sólo funcionaba una compuerta.
A las cinco de la tarde del 27 de julio, un soldado de la 11.ª brigada de la 35.ª división republicana llevaba dos días de combates. Estaba tumbado en una pequeña loma a 500 metros del pueblo, bajo un terrible fuego de morteros, ametralladoras y artillería, al que sólo contestaban algunos morteros y un pequeño antitanque ruso. El teniente estaba tendido a su lado. Gritó que se preparaban para saltar contra el enemigo; luego se levantó y comenzó a correr pidiendo que le siguieran. Las ametralladoras republicanas intentaron cubrirlos con su fuego, pero no pudieron evitar que llegara una lluvia de balas desde las trincheras nacionales y que los morteros barrieran la zona por la que avanzaban. Mientras corrían al descubierto, los morterazos caían inesperadamente sin ruido y sus granadas estallaban con un estruendo que lanzaba la metralla en todas direcciones. Para aumentar las desgracias, aparecieron aviones enemigos que se ensañaron con ellos.
El soldado notó un gran estampido y una sensación indefinible. Una bomba de aviación lo había herido en la cabeza. Recuperó el sentido al cabo de varias horas. Los camilleros lo habían recogido en el campo y ahora estaba metido en una especie de almacen, le dijeron que en Corbera, donde había numerosos hombres tumbados, quejándose, sin camas ni camillas, tirados sobre el suelo o sobre sacos de almendras. Gemían y llamaban a su madre. A él le habían puesto un vendaje para que no sangrara, pero no había podido desinfectarle la herida.
Los heridos pierden siempre la moral, aunque sean hombres valientes, se sientes derrotados e indefensos; sólo desean que los curen y los lleven a un hospital de retaguardia. Pero no había ambulancias ni camiones para ellos, sólo algunos carros de mulas, donde metían aquellos cuerpos vendados y rotos. Los tumbaron también en uno y sintió que viajaban, entre un horrible traqueteo que hacía estremecer cada herida, cada fractura, y resultaba mortal para muchos heridos. El carro que los llevaba llegó a Mora, donde los camilleros debían transportar su carga doliente hasta una pasarela entre una enorme confusión; el paso estaba colapsado y las camillas esperaban el paso durante largo tiempo. Comprobó que, aunque vacilantemente, podía caminar y se arriesgó a cruzar por su propio pie, siempre a punto de perder el equilibrio, caer al agua y ahogarse. Hasta que llegó a la otra orilla y, de madrugada, lo metieron en un camión que lo llevó al hospital de Reus.