Ocasión perdida

Antonio Sánchez Catalán llegó andando hasta la pasarela tendida cerca de Ascó. No la habían colocado recta, sino oblicua a la corriente, con el fin de que ofreciera menos resistencia y los soldados pudieran pasar con mayor estabilidad. Debían hacerlo en hilera, a buen paso, dejando dos metros de distancia con el compañero de delante y sin entretenerse. No se trataba de un puente, sino de una delgada línea de tablas flotantes, donde rebotaba el agua del río y mojaba los pies de los soldados. La estabilidad del artefacto resultaba escasa y muchos hombres, que no sabían nadar, entraban temerosos en lo que se les antojaba una trampa mortal. El mismo miedo hacía que algunos de ellos resbalara o vacilara hasta caer al río, que se lo llevaba dando tumbos. Pero lo importante era seguir, estaban en la guerra y debían pasar al otro lado en el mayor número posible. Estaba prohibido intentar salvar a los soldados que caían al agua y los jefes gritaban que cada cual continuara a lo suyo, andando rápido sobre la línea mojada de las tablas, sin ayudar a los compañeros que se ahogaban. «¡Aprisa, aprisa! No miréis la corriente».

«Hay que cruzar cuanto antes».

Aquel 26 de julio fue una jornada casi perdida para los republicanos. Las crecidas y los aviones casi les impidieron pasar el Ebro, y sólo en la bolsa del Mequinenza logró cruzar algo más de un batallón. Los hombres habían llegado andando hasta las afueras de Gandesa y Villalba dels Arcs, dos pueblos que distaban unos diez kilómetros entre sí. Cansados, sucios por el polvo y el sudor pegados a la piel, hambrientos y muertos de sed, ansiaban ver llegar los camiones con la comida, el agua y, sobre todo, con artillería. Pero no aparecía ningún vehículo por los polvorientos caminos que venían del río.

Frente a ellos, los nacionales se habían fortificado a toda prisa, levantando parapetos improvisados y cavando trincheras, todavía poco profundas por la premura. Y el tiempo corría a favor suyo; si resistían, podrían fortificarse mejor y permitir que llegaran los refuerzos. Los republicanos sólo habían podido transportar algunos morteros, sin excesivas granadas, que llegaron a lomos de mulas e incluso a hombros de los soldados. Necesitaban atacar cuanto antes para derribar la línea de sus adversarios antes de que pudieran hacerse fuertes. Sin embargo, los nacionales contaban con algunas piezas de artillería ligera y pudieron contenerlos.

La táctica defensiva multiplica la fuerza de los débiles y debe ser aplastada por la artillería y tropas muy superiores. Éste no era el caso, porque los republicanos no eran muchos y carecían de cañones y de carros de combate. Los nacionales habían sido sorprendidos, pero habían aguantado combatiendo y replegándose, temerosos de quedar copados. Sus enemigos no habían dormido durante la noche del 25, luego habían emprendido una larga y fatigosa marcha, cargados bajo el sol por polvorientos caminos sin sombra. Necesitaban descansar, que llegaran reservas para relevarlos, los camiones de suministro, los carros y la artillería. Pero no llegaban ni relevos ni el material pesado necesario para romper el frente. En cambio, a la línea de los nacionales comenzaban a llegar refuerzos, primero desordenadamente, luego con un flujo constante y creciente.