De madrugada, los pontoneros, que habían trabajado durante toda la noche, dejaron operativo un puente que permitía pasar pequeños vehículos de motor. Durante todo el día proseguiría un forcejeo terrible entre los republicanos, que seguían tendiendo puentes y pasarelas, y la aviación nacional, que bombardeaba el río. Había dos buenas pasarelas en Flix y Ascó y, en este último pueblo, se construía el puente de madera y una compuerta movida por cable capaz de transportar pesos de ocho toneladas. En Flix continuaba la costosa tarea de tender un puente de hierro, que permitiría pasar hasta 50 toneladas, es decir, cualquier carro de combate o pieza de artillería.
A pesar de la crecida, la división republicana situada en los altos de Els Auts, controlaba su pequeña cabeza de puente. Separada de ella y más al sur se encontraba la zona principal de desembarco, con las cuatro divisiones republicanas que habían pasado el río, la 3.ª División en Flix, la 35.ª Internacional en Ascó, la 46.ª en Ginestar y la 11.ª en Benifallet. Faltaban puentes y casi todo el material pesado permanecía aún en la orilla derecha.
Modesto ordenó seguir el avance hasta penetrar en Gandesa y, si no era posible, las columnas debían rodear el pueblo, envolverlo por el norte y proseguir hasta cortar la carretera de Alcolea del Pinar a Tarragona. De momento, pareció que se cumplían sus propósitos y, al anochecer, las tropas republicanas estaban situadas en el lindero de Gandesa.
Su peripecia había resultado muy dura, y ahora la vanguardia republicana se encontraba privada de los medios para aprovechar el éxito. Los soldados habían marchado rápidamente, caminando hacia la Tierra Alta, privados de su artillería, sus carros de combate, sus camiones y hasta de sus cocinas. Marchaban a pie, sin agua bajo un sol de justicia, faltos de transportes y de comida, contando sólo con la voluntad, que se movía al ritmo de sus alpargatas. El V Cuerpo de Líster, que había cruzado el río a la altura de Ginestar, se dividió en dos flechas. La del sur marchó hacia la sierra de Pandols, la del norte se dirigió a Gandesa, hacia donde también se dirigían, más al norte, los hombres del XV Cuerpo, que habían cruzado por Ascó y esperaban llegar a sus objetivo pasando por Corbera.
La angustia se multiplicaba en los puentes. El soldado José García, de la 3.ª División republicana, trabajaba como especialista de pontoneros. Recuerda la febril actividad y la desesperación de los dos primeros días. Como apenas podían dormir, caían rendidos cuando paraban para descansar y el cansancio los hacía dormirse tan profundamente que los despertaban a golpes cuando había que reanudar la tarea. Muchas veces no dejaban de trabajar ni para comer. A pesar del titánico esfuerzo, les compensaba ver cómo se levantaban los puentes y se tendían las pasarelas. Cuando la infantería logró atravesar el Ebro, lo celebraron como si fuera una obra suya y saludaron el cruce de los primeros vehículos con gritos de victoria.
Los bombardeos y ametrallamientos de la aviación les imponían un enorme temor y más de un compañero cayó herido entre las astil as y los hierros de los puentes en construcción. Luego vieron que sucedía raras veces y, poco a poco, aprendieron a trabajar confiando en la mala puntería de los aviadores. Muchas veces, el exceso de confianza se llevó a algunos soldados al otro mundo. Sobre todo, algunas bombas caían cerca del puente y, si no los mataban la onda explosiva o la metralla, los alcanzaban las esquirlas de sus propios materiales.
A pesar de todo, los ataques aéreos más duros se lanzaban contra las concentraciones de tropas y el material depositado en las proximidades del río. Los pontoneros oían, desde lejos, cómo los oficiales gritaban a los soldados que no se movieran y cubrieran el brillo de sus platos de aluminio, sus cantimploras, las mantas de color claro y cualquier otra cosa que pudiera atraer a los aviadores. Sin embargo, todas las precauciones resultaban vanas, la aviación parecía saber dónde estaban los soldados y los materiales y allí lanzaba sus bombas y sus ráfagas.
José García consideraba que las crecidas del río eran el peligro más horrible. En ocasiones, los puestos situados aguas arriba avisaban por teléfono de que el agua subía; otras, la crecida llegaba como una brusca maldición silenciosa, que arrastraba por sorpresa a los soldados mientras trabajaban en el tendido de los puentes. La corriente también se llevó a otros hombres, sorprendidos mientras cruzaban el río andando sobre las pasarelas. Desde la orilla, sus compañeros contemplaban cómo los arrastraba el agua, impotentes ante la agonía de los hombres y la destrucción de los puentes, ésos que habían costado tantas horas de trabajo y desaparecían en minutos. Años más tarde, cuando García vio la película El puente sobre el río Kwai, súbitamente recuperó el horror de entonces, como si fuera un bofetón de la memoria.
Recordó todas las olvidadas angustias y lloró como no lo había hecho desde los tiempos de la guerra.