Sorprendidos

Si los mandos republicanos permanecieron sin noticias durante las primeras horas, también sus enemigos tardaron en conocer lo que ocurría. La primera alarma no llegó al cuartel general de Yagüe hasta las 2.25. el teniente coronel Peñarredonda informaba que los republicanos habían penetrado en el sector de Miravet y pedía que le enviaran urgentemente el 5.º Tabor de Regulares que se encontraba de reserva en Gandesa.

Peñarredonda era un antipático y duro militar. Como tantos otros, fusilaba sistemáticamente a los internacionales que caían en sus manos, lo que llevaba a enfrentarse con sus propios hombres. Algún tiempo atrás había ordenado la ejecución de un prisionero irlandés a Peter Kemp, un inglés de extrema derecha que hacía la guerra como oficial de los nacionales, pero que abominaba de tales salvajismos. Sin embargo, era un tipo puntilloso y su testimonio y sus noticias eran fiables.

La situación resultaba confusa y llegaron nuevas noticias desde Amposta e Illetas. Al cabo de una hora se recibió una comunicación según la cual, el enemigo había fracasado. Los mandos franquistas estaban acostumbrados a los triunfos e interpretaron la situación con optimismo.

Pero aquella apreciación era falsa y, poco después, comenzaron a precipitarse las malas noticias. A las cinco ya resultaba indiscutible que los republicanos llevaban ventaja y que el V cuerpo de Líster dominaba Miravet y sus alrededores.

Tras algunas vacilaciones y contraórdenes, Yagüe movió tres banderas de La Legión, un tambor marroquí, dos batallones y una compañía de infantería y los envió a taponear las brechas de la primera línea. Cuando apenas eran las seis de la madrugada, ya se había quedado sin reservas y debió autorizar la retirada en toda la zona, ordenando que se agruparan las tropas en La Pobla de Masaluca, Villalba dels Arcs y Gandesa. Su única esperanza era que saliera el sol y la aviación impidiera que los republicanos siguieran cruzando el río. A las 7:30 de la mañana sonó el teléfono en el cuartel general de Franco informando de la ofensiva republicana y solicitando el envío urgente y masivo de tropas a la zona.

El teniente Ramírez, de Tiradores de Ifni, se encontraba en El Pinellde Brai. Faltaba poco para amanecer cuando le despertó el toque de generala, la alarma militar más importante. La corneta sonaba atropellada y desafinada, como denotando que el músico estaba desasosegado por algo muy grave. Durante toda su vida recordaría aquel sonido dramático y terrorífico.

Rápidamente saltó de la cama y, mientras se vestía, escuchó como otras cornetas sonaban histéricas, extendiendo el pánico por todo el frente. Todavía tenía una bota en la mano cuando irrumpió en la habitación el sargento de servicio y gritó que los rojos habían pasado el río y debían formar a toda prisa.

Salió a la plaza, dominada por la oscuridad y la confusión. Los soldados moros, medios vestidos y adormilados, habían acudido a la llamada, mientras los sargentos empujaban y los oficiales juraban. Se escuchaba un nutrido tiroteo por el lado del río. Sólo el comandante parecía conservar la serenidad e hizo formar la columna, dirigiéndose hacia el lugar donde sonaban los disparos. A los pocos minutos de marcha, varios soldados empezaron a retroceder y pronto huyeron presos del pánico. El miedo comenzó a extenderse entre aquella tropa impresionable; muchos marroquís tiraban las armas, las correajes y las cartucheras para correr más deprisa y desaparecer en la noche.

Los oficiales intentaban inútilmente detener a los fugitivos a empujones, golpes y fustazos. Un capitán fue arrollado por un soldado en su loca carrera y quiso sacar la pistola para dispararle.

El comandante se lo impidió diciendo que los efectos del tiro podían empeorar las cosas. A pesar de los esfuerzos de los mandos, el batallón se desintegraba mientras se aproximaba el enemigo. De la parte del río llegaban con claridad exclamaciones en alemán y algunas francesas. Comprendieron que eran atacados por una brigada internacional y decidieron emprender la retirada para no verse copados.

Al amanecer la compañía de la 11.ª División, donde estaban el Biberón Rafael Pérez Mora, de Badalona, pasó el Ebro por la pasarela de madera y corcho que flotaba cerca de Miravet. Poco más tarde, Pere Godal, qué sólo tenía 17 años, también cruzó entre Fayón y Maquinenza y comenzó a caminar hacia los altos de Els Auts, sorprendido por la cantidad de prisioneros que habían hecho las primeras oleadas.

Largas filas de nacionales sin armas bajaban desmoralizadas hacia el río, donde las barcas que iban de regreso las llevaban a la retaguardia republicana. Los prisioneros permanecían silenciosos y en sus caras se veía el miedo y el desconcierto. Acostumbrados a las victorias, no comprendían qué había sucedido para que se hubiesen cambiado los papeles de aquella manera. Una columna republicana se cruzó con otra de prisioneros. Un soldado los insultó y otro compañero lo hizo cal ar: «Déjalos. Cualquier día podemos estar nosotros en esta situación».

Los prisioneros tardaban en embarcar porque era más urgente evacuar a los heridos. Hombres jóvenes que, horas antes, habían cruzado el cauce pletóricos de vida y que ahora regresaban ensangrentados, desarmados, sin fuerza y, muchos de ellos, moribundos. Las camillas, metidas trabajosamente en las barcas, pasaban la corriente, mientras los remos chapoteaban como una música triste de malos presagios, después eran desembarcadas inestablemente y se alejaban del Ebro, movidas por el paso incierto de los soldados, que tropezaban en las sombras.

La oscuridad no permitió las fotografías ni las películas, pero aquella noche de Santiago quedó grabada en los recuerdos de los supervivientes. Pervive en las memorias de sus hijos y de sus nietos, en los documentos, los periódicos, las canciones y los libros. De aquel dolor, de aquella incierta aventura apenas quedan vestigios materiales. Carecemos de los restos históricos de la operación que cruzó el Ebro. Entre los mil ares de objetos procedentes de la batalla, ignoramos cuáles de ellos atravesaron la corriente durante la primera noche. Las armas y los materiales se sumieron luego en el fragor sin nombre de los combates siguientes, desaparecieron las barcas, las pasarelas y los puentes. Hasta desconocemos dónde están muchas de las tumbas perdidas; dónde fueron sepultados tantos muertos, cuyos huesos están hoy desperdigados en los campos, confundidos con las piedras, ocultos bajo los matojos, mezclados con las raíces de los árboles.