Éxito republicano

El teniente A. A. G. pasó el río sin encontrar resistencia cerca del pueblo de Ribarroja, donde se refugiaron las tropas nacionales. Los republicanos comenzaron a tender una pasarela de su infantería avanzaba hacía los montes de La Fatarella. Vio a un grupo de soldados que parecían esconderse en lo alto de una loma. Creyó que eran republicanos, subió para ver qué sucedía y, al llegar, se quedó de piedra porque eran moros. Había subido solo, armado con una granada de mano y debió disimular el miedo para remontar la situación, convencido de que si daba media vuelta, le dispararían por la espalda. Sacó la bomba del bolsillo y les dijo que formaran.

Los marroquís se arrodillaron diciendo que eran buenos, que habían sido engañados y que eran republicanos. Disimulando su propio miedo, el teniente los obligó a marchar formados, incluso con los fusiles colgados del hombro, hasta el puesto del mando republicano.

Otras fuerzas republicanas se aproximaron a la fábrica de Flix, de donde, a las dos de la mañana, se retiró el 16.ª batallón de Mérida. Sólo un grupo de mandos y soldados nacionales se refugió en el castillo, donde intentó defenderse, pero sólo pudo resistir unas horas. Mientras tanto, los republicanos progresaban y, a las seis de la madrugada, ya contaban con una pasarela tendida a través del río, que permitía atravesarlo sin depender de las barcas.

Pepita Cervelló Rius corrió a meterse en el refugio de su pueblo cuando comenzaron a escucharse las explosiones. Con ella había acudido mucha gente, sin faltar militares franquistas, que se arrancaban los galones o se rompían la guerrera para hacerse pasar por soldados rasos, en el probable caso de caer prisioneros. Civiles y militares daban por seguro que los republicanos tomarían Flix, se quitaban las medallas religiosas, los escapularios, las estampas y las cruces tirándolas al suelo; rompían los carnés de la Falange y cualquier otro signo de identificación política. Vio cómo quedaban abandonados en el suelo del refugio muchos símbolos religiosos, sin faltar las medallas, cadenas y cruces de oro. Poco después llegaron los republicanos, detuvieron a los militares y obligaron a los civiles a desplazarse a otro lugar, cuyo suelo también estaba alfombrado de medallas abandonadas por sus dueños. La Guerra Civil obligaba a cada bando a renunciar o a esconder sus creencias íntimas.

Julio Rovira caminó tres horas hasta llegar al Ebro a la altura de Flix. Sobre las ocho de la mañana del día 25, dos barcas de remo pasaban a los hombres de una a otra orilla, de diez a quince soldados en cada viaje. Los restos del puente antiguo volado quedaban a la vista mientras cruzaban hacia lo desconocido, sin poder apartas el pensamiento de su familia.

Cuando estuvieron en la otra orilla, llegaron algunos aviones enemigos y bombardearon las concentraciones de tropas. Los soldados procuraron ocultar todos los objetos de color claro que podían llamar la atención desde lejos: los periódicos, los platos de aluminio, las mantas claras que algunos habían traído de sus mismas casas, tan distintas de las pardas y toscas militares.

Cuando los aviones se marcharon se les despertó el hambre, porque no había llegado ningún tipo de rancho, por lo que se comieron las aceitunas que estaban en los árboles, sin importarles que fueran amargas. Pero era el hambre.

El paso del río se retrasó en la zona de Ascó por las dificultades de echar las barcas al agua.

Luego, las tropas avanzaron rápidamente por la carretera de Gandesa, mientras los zapadores tendían una pasarela y nuevas fuerzas pasaban en barcas. Esta vez, ya entre el fuego cruzado de ambas orillas, hasta que los nacionales se retiraron en dirección al pueblo.

En cambio los republicanos cruzaron muy rápidamente en el sector de Ginestar y se apoderaron de Miravet. José Martínez, del 4.º batallón de Arapiles, dormía plácidamente en el pueblo cuando lo despertaron los tiros y las voces de los oficiales: «¡Hacía el castillo…!». Se echó a la calle por donde corrían medio vestidos los soldados de la guarnición. Atravesaron las casas, corriendo cuesta arriba, tropezando en la oscuridad, hasta llegar al antiguo e imponente castillo templario, donde se encerraron aterrorizados, sin agua, ni comida, casi sin municiones, disparando a ciegas contra la noche, esperando unos auxilios que nunca llegaron.