Preparándose para cruzar

Una noche de principios de julio, el internacional Cecyl Eby, de la 35.ª división, salió a oscuras del campamento con su batallón, cargado con todo el equipo, para un entrenamiento que duraría hasta el amanecer. Ante el cauce seco de un arroyuelo, los soldados se divirtieron en grupos y cruzaron la vaguada «navegando» en lanchas imaginarias. Después asaltaron una montaña con fuego real, mientras las ametralladoras disparaban sobre las cabezas de los fusileros. Desde entonces, menudearon los ejercicios parecidos, intensificándose a medida que transcurría el tiempo. En el fondo de muchos barrancos se colocaron tablones imitando barcas y las unidades cercanas a la costa hicieron prácticas en los botes auténticos, aprendieron a remar y a otros les enseñaron a nadar, aunque fuera sumariamente.

El entrenamiento se volvió casi obsesivo. La 42.ª división tenía una consigna para ello: «Ríos de sudor para evitar ríos de sangre». Mientras tanto, nadie aclaraba a qué se debía tanto trajín, no se proporcionaba información concreta a los soldados ni les hablaban de cruzar el Ebro. A pesar de todo, los hombres comenzaron a pensar que se preparaban para asaltar la ribera enemiga. Confirmaban sus sospechas las charlas de los comisarios políticos, que procuraban estimular sus entusiasmos pensando en la ofensiva.

Los comisario eran el vértice de la propaganda en el ejército Popular, cuya formación ideológica tenían a cargo. Reunión a la tropa para acrecentar su moral y transmitir las consignas. También vigilaban la lealtad política de todos, desde el jefe hasta el último soldado. Se reclutaban entre los miembros más activos de los partidos políticos y, aunque ninguno era militar, vestían de uniforme y se estructuraban en una jerarquía paralela a los oficiales, de modo que cada mando tenía junto a él un comisario para auxiliarle y vigilarle. En el Ejército del Ebro, donde casi todos los jefes eran comunistas, también la mayor parte de los comisarios pertenecía al partido y desarrollaba una insistente propaganda, que, en ocasiones, aburría a los hombres.

En otros niveles, la preparación ya venía de tiempo atrás. Desde abril, el Estado Mayor y los mandos superiores estudiaban el río para conocer los vados, la naturaleza y forma del fondo, los lugares adecuados para botar las barcas o instalar los puentes, los accesos a la orilla y las mejores playas de desembarco.

Mientras los ingenieros y las unidades de trabajadores comenzaron a preparar caminos y pistas que condujeran a la orilla, se buscaron buenos nadadores. Que no resultaba tarea fácil, porque la mayor parte de los españoles de la época, incluidos muchos marineros y pescadores, no sabían nadar o flotaban torpemente, con técnicas primitivas y ruidosos chapoteos que los hacían inútiles para una operación secreta.

A pesar de todo, se encontraron hombres capaces de cruzar el río a nado y silenciosamente.

Fueron destinados a explorar la orilla enemiga. De noche, y con el mayor sigilo, se metían en el agua, cruzaban a nado los 150 o 200 metros del cauce y trepaban a la orilla, donde buscaban las posiciones enemigas, acercándose, en ocasiones, hasta un centenar de metros. Iban solos o en grupos muy pequeños, con el fin de identificar los puestos de mando, las armas pesadas y los recorridos de las patrullas. En ocasiones, alguna de ellas pasaba cerca y debían quedar inmóviles, mojados, conteniendo la respiración, hasta que se alejaban los pasos enemigos.

Después terminaban la misión y regresaban a sus líneas en una segunda natación silenciosa.

El general Rojo había preparado una maniobra que llevaba su marca. Era un militar profesional, demócrata sin afiliación política, comandante en 1936 y ascendido a general durante la guerra.

Como jefe del Estado Mayor Central, no mandaba a la tropa directamente, pero preparaba las grandes operaciones. Sus planes para atacar en Brunete, Belchite y Teruel se habían basado en acciones por sorpresa, que siempre dieron resultado y arroyaron a sus desprevenidos enemigos. Aunque, al cabo de dos o tres días, las tropas republicanas no supieron explotar su victoria y acabaron arroyadas por los nacionales, que las machacaron en una segunda fase de la batalla. A Rojo, el estratega republicano, le faltaba el instrumento adecuado para llevar a cabo sus ideas. El ejército popular se había improvisado desde el principio y nunca pudo ser una organización militar eficiente.

El plan para atacar en el Ebro se parecía a los anteriores de Rojo. También se iniciaba con una sorpresa, pero sus objetivos estratégicos resultaban limitados. El general no había planificado una gran operación, sino un cruce del río destinado a establecer una cabeza de puente en torno a Gandesa. Desde allí, en operaciones futuras, podrían cortar las principales comunicaciones entre Zaragoza y la provincia de Castellón, base de partida de los nacionales que atacaban Valencia. Si las cosas marchaban bien, hasta podrían pensarse en una ofensiva coordinada con las tropas de José Miaja, en el Ejército del Centro, para romper con el aislamiento de Cataluña.

Aunque esta hipótesis era más una ilusión que una posibilidad, porque el Ejército del Centro, que se había desprendido de sus mejores unidades para la batalla de Teruel, no había logrado reemplazarlas y, en el verano de 1938, carecía de la masa de maniobra y del armamento precisos para desarrollar una ofensiva.

En todo caso, tales decisiones debían dejarse para el futuro. De momento, una noche sin luna, dos cuerpos de ejército republicanos atravesarían el río para caer sobre la 50.ª División nacional, que tenía su cuartel general en Gandesa. Con el fin de engañar al enemigo, los republicanos harían también otros dos movimientos secundarios: una división cruzaría el río por el norte, entre Mequinenza y Fayón, y una brigada lo haría por el sur, hacia Tortosa.

En aquella época, los militares de todo el mundo consideraban que los ríos caudalosos eran obstáculos casi insalvables para los ejércitos. En todo caso, cruzarlos frente al enemigo requiere de muchos medios y los republicanos procuraron acumular numerosos materiales para el paso, aunque su número siempre fue inferior al necesario. A Pedro Figuerola, pescador de Torredembarra, le requisaron el bote en mayo y se llevaron al Ebro, a donde también acabaron mandándolo a él, movilizándolo. Miles de barcas, destinadas a transportar hombres o a sustentar plataformas, fueron trasportadas desde toda la costa catalana y quedaron depositadas cerca de las orillas, disimuladas y tapadas con ramaje, con el fin de sustraerlas a la curiosidad de la aviación contraria. Se esperaba que cada barca transportara a unos diez hombres y tardara unos ocho minutos en hacer el recorrido. Todas debían moverse a remo y remar no es fácil para los novatos, sobre todo de noche, con una barca cargada de gente inexperta y en plena corriente de un río. Cuando se llevaron a infantes de marina para que sirvieran de remeros, resultaron insuficientes y fue preciso completar las dotaciones con soldados.

Los primeros escalones de infantería cruzarían en las barcas. Las siguientes oleadas contarían con medios más seguros, como pasarelas, pontones y puentes. Aunque el cruce dependería de las barcas durante algún tiempo, porque se tardaban dos horas y media en tender cada una de las pasarelas, que eran los medios más sencillos. Constaban de un piso de tablas para que los soldados pasaran en fila. El conjunto flotaba sobre grandes hexágonos de corcho y quedaba asegurado por un cable de acero tendido entre ambas orillas. Más rápida era la instalación de las compuertas o balsas, formadas por un grueso tablero de un cable. En media hora quedaban listas para cruzar, pero sólo permitían pasar un camión o un cañón en cada viaje.

Deberían confiar en las barcas hasta que despuntara el día. Entonces se montarían las pasarelas y, en la fase siguiente, los puentes por donde pasarían tropas a pie, camiones y artillería. Los más sencillos eran de madera y soportaban diversas cargas, dependiendo de que fueran ligeros, que se montaban en cinco horas, o pesados, cuyo tendido consumía todo un día y una noche. Para que cruzaran las cargas más pesadas, como carros de combate, eran necesarios los puentes de hierro, cuyo montaje requería trabajar ininterrumpidamente durante cuarenta y ocho horas.

Los puentes de madera más ligeros correspondían a modelos militares españoles anteriores a la guerra. Sin embargo, no existían puentes de los tipos más pesados ni era posible importarlos.

Por indescriptibles caminos se compraron algunos materiales franceses, tan insuficientes que fue imprescindible improvisar. Parte de tal responsabilidad recayó sobre Martí Vall, nacido en 1903 y técnico montador, que ideó un sistema tan rápido y sencillo para construir los puentes de Mora la Nova-Mora de Ebro, Vinebre-Ascá, Flix y una pasarela para Mequinenza. Su previsión fue montar los puentes principales clavando en el lecho del río unos tubos que servirían de pilares; cada uno sería asegurado por zapatas de un metro cuadrado colocadas por buzos.

Cada puente tenía las piezas marcadas con letras, acumulándose otras piezas de repuesto también rotuladas, destinadas a sustituir las que fueran destruidas por el fuego enemigo.

Se aceleraron los trabajos y transportes a medida que avanzaba el mes de julio. El día 22, el teniente republicano A. A. G. estaba asombrado por el gran número de camiones que llegaban hasta las proximidades del río cargados con barcas de todo tipo. Los convoyes se movían con grandes precauciones, para no ser detectados por la aviación franquista. Circulaban de noche, con las luces apagadas, a poca velocidad para hacer el menor ruido posible, sólo guiados por motocicletas y con la referencia de pañuelos blancos colgados de la parte posterior. Llegados a su destino, descargaban silenciosamente el material cerca del río y lo cubrían con ramas o telas de camuflaje. La operación ya era un secreto a voces entre la tropa. Sólo faltaba por saber la fecha y la envergadura de la batalla.

Mientras tanto, las tropas del Ebro se convertían en un verdadero ejército. Sus jefes hasta rebuscaron en los antiguos reglamentos militares cómo rendir honores y, cuando alguna personalidad visitó el frente, no fue recibido por un entusiasta y desordenado grupo de milicianos. Auténticos soldados, con sus oficiales al frente, rendían honores. Los ministros Julio Álvarez del Vayo y Vicente Uribe quedaron impresionados por su marcialidad.