Cuando Eloi y sus amigos se interesaron por el museo al aire libre, descubrieron que otras personas se las habían adelantado. En la Terra Alta se atesoraban los objetos bélicos como en otros lugares se coleccionan las antiguas herramientas agrícolas, los restos prehistóricos o los fragmentos de esculturas clásicas. Además de la chatarra militar, la comarca conservaba numerosas leyendas y secretos de aquel conflicto civil que fue simultáneamente un combate de clases, de ideologías y una guerra de religión. También una pugna entre vecinos que liquidaron a sus viejos contenciosos, rencillas y hasta manías. Se compuso de grandes y pequeñas operaciones militares acompañadas de miles de minúsculas guerrillas particulares, más o menos secretas, cada una con sus víctimas y sus verdugos. Sin mencionarlo a las claras, todos sabían quién había denunciado a sus parientes, que luego fueron fusilados por uno o por otros, quién llamó una noche a la puerta con el hombre ceñido por la correa del arma, con odio en la cara y los ojos brillantes por una decisión asesina. Todos sabían quiénes habían maltratado, matado, denunciado; a quién habían amenazado, asesinado, encerrado, abofeteado o dado aceite de ricino; hasta qué mujeres habían sido violadas por los moros. Se sabía todo, no se comentaba nada y las cosas se daban por supuestas.
En el más de polo de Benissanet hay un gran pozo del que beben los animales y nunca las personas, porque dicen que arrojaron allí dentro a un moro vivo, cuyos huesos deben estar confundidos con el barro del fondo. Puede ser cierto o tratarse de una fantasía, aunque fueron muy abundantes las historias de moros ahogados en acequias y en depósitos de vino. En muchos pueblos españoles también aseguran que, en pasadas contiendas, metieron a un soldado de Napoleón o a un áscari moro vivo en un tonel de vino, en un aljibe o en un pozo. Si la mitad de lo que dicen es cierto, en este país nadie está seguro de lo que bebe.
En todos los rincones de la Terra Alta se encontraban proyectiles, recuerdos y centenares de granadas, de todos los tipos y orígenes. A los muchachos les gustaba sobre todo las bombas de mano italianas Breda porque eran pequeñas, bonitas, casi coquetonas y solían estar pintadas de rojo. Poco potentes, ligeras y manejables, los soldados nacionales las llevaban en gran cantidad y las tiraban como si fueran caramelos. Su sencillo mecanismo solía fallar cuando caían de costado, de modo que algunas zonas quedaron sembradas de ellas. Y bastantes niños de la postguerra perdieron una mano o algunos dedos con las dichosas bombas.
La comarca fue arrasada por la batalla del Ebro, que dejó una herencia de árboles cortados y rotos, animales muertos o robados, viñas y cultivos devastados, pueblos arruinados. Cuando se marcharon los soldados, quedó un universo de miedo y chatarra. Bombas, balas y miles de cachivaches, aunque pocas armas útiles, porque las abandonadas por la tropa habían sido recogidas por la gente y puestas a buen recaudo. Recién acabada la batalla, los fusiles, las pistolas y las municiones que yacían abandonadas en los campos, los corrales y las casas, desaparecieron antes de que llegara el servicio de recuperación militar. Las escondieron en los recovecos de los masos del campo y de las casas de los pueblos, como una reserva de poder para enfrentarse a otras desgracias venideras e imprecisas. Y así permanecieron oxidándose, ignorados, ilegales, inexistentes. Sobre todo durante la época de los maquis, cuando tener un arma ilegal conducía a comparecer ante un consejo de guerra. Las mantenían ocultas, sin entregarlas, por si acaso. Porque el pasado había sido terrible y el futuro resultaba incierto. La Guardia Civil era muy quisquillosa con estas cosas y se enteraba de todo. Sin embargo, los guardias y sus mujeres hacían amigas en la iglesia, la panadería o la tienda. Los guardias sabían muchas cosas y las callaban. Ojos que no ven, corazón que siente. Hasta que estallaba un escándalo y debían ponerse en marcha.
Como en el caso de Manel, que había sido el maestro de todos los buscadores de tesoros.
Vivía en Pinellde Brai, tenía una buena casa, propiedades y ovejas. Negociaba con vino y era también chatarrero. Soltero, habitaba la planta baja del edificio donde había instalado una báscula para pesar la chatarra que le traían las gentes del entorno y que él luego revendía a un mayorista. Con los hierros, le llegaban cachivaches militares que comenzó a distinguir y seleccionar. Hasta que dedicó el primer piso de su casa a almacenar objetos, imprecisamente situados entre los inútil, lo utilitario y lo antiguo, que podía vender a las mujeres. En el desván, las golfas, como se llama en Cataluña, guardó el material militar que aprendió a restaurar, cambiar y vender.
La casa se convirtió en punto de reunión de coleccionistas y, los sábados por la tarde, en mercado militar y casinillo de aficionados, no sólo de la Terra Alta, sino también de Tarragona, el Bajo Aragón y Barcelona. Con el tiempo, la nueva afición contó con un trío dirigente: Manel, Antonio Blanch Maseto y Albesa, aquel que, más adelante será desintegrado por el proyectil de 155 milímetros que intentaba desactivar.
La evolución desde la chatarra al coleccionismo de armamento fue el resultado natural de una afición y Manel se hizo con un buen conjunto de armas, no todos procedentes de la Guerra Civil, y algunas de mérito y antigüedad. Las reuniones de su casa cobraron fama, mientras la gente del pueblo murmuraba. Los maldicientes aseguraban que allí se hacía tráfico de armas y que era posible acudir a Manel en busca de una pistola o de una caja de municiones, ilegales, por supuesto.
Hasta que todo se vino abajo porque un vecino debía dineros a un sobrino de Manel. El mozo, harto de reclamar la deuda, decidió cortar por lo sano y, como era antiguo legionario, se le ocurrió pagar unos cuantos tiros. No al deudor, sino a su garaje. En principio, el tiroteo no tuvo consecuencias mortales y el garaje no pareció muy afectado. Sin embrago, el pistolero ocasional ignoraba que su deudor tenía el garaje alquilado a la Guardia Civil, que guardaba allí su Land Rover. A pesar de que el «crimen del garaje» se saldó sin derramamiento de sangre, provocó un escándalo que obligó a los guardias a investigar y detener al sobrino. De rebote, confiscaron la colección de armas de Manel, su tío, que no había tenido arte ni parte en el asunto, y no había tiroteado un solo garaje en toda su vida.
Pasó tiempo sin que Manel recuperase su querida colección, que finalmente, le devolvieron, a falta de las mejores piezas, de la que ningún guardia dio razón. Como en los pueblos todo se habla, hubo quien aseguró que algunas habían sido puestas a la venta en el mercadillo semanal de Tarragona. Naturalmente nadie se atrevió a reclamar, ni a denunciar un asunto tan resbaladizo, ni a decir «esta boca es mía».