Muchos soldados marcharon al Ebro por la carretera tortuosa esa que llega a Tarragona y, en sus últimos kilómetros, cruza en un terreno ondulado, moteado por algunas matas de retamas altas y numerosos árboles, olivos, almendros, pinos, sin faltar algarrobos y avellanos. Paisaje tintado por un verde claro que interrumpen, de cuando en cuando, las manchas rojas de la tierra de labranza o los campos sembrados de vides, que, en aquellos tiempos del verano estaban verdes de hojas y henchidas de savia. En ocasiones, en las tierras bajas surge una barricada, cuyo corte profundo ha sido excavado, durante siglos, por las lluvias torrenciales del otoño y la primavera. Arriba, en lo alto de las lomas, el terreno se presenta descarnado, pedregoso y áspero.
Corriendo entre esos mogotes se llega al Ebro sin sobresaltos ni caminos dramáticos, acercándose suavemente al cauce sobre el que, durante las mañanas más húmedas, pende la masa de las nieblas. Es un río de caudal generoso, desacostumbrado para España; sus riberas son escarpadas en unos tramos y, en otros, bajas y cubiertas de vegetación, frecuentemente por playas terrosas. Pasado el río, el terreno se presenta más allano, dominado por sierras lejanas sin grandes desniveles sobre el mar, pero que se destacan y dominan perfectamente las tierras de su entorno. Cualquiera de esos mogotes resulta un perfecto y dominante observatorio para quienes se muevan por el llano de más abajo y es difícil aproximarse a ellos a la luz de día sin ser visto. De cuando en cuando hay una masa de pinos o un olivar que, si es espeso, puede servir para esconderse de aquel que observa en las alturas.
Desde la parte del río, la mirada que se orienta hacia el oeste choca al fondo del paisaje con las sierras azules que parecen haber sido dispuestas para cortar la marcha hacia tierra adentro.
Nunca son orgullosos picachos ni cumbres inaccesibles, no obstante, constituyen buenas posiciones militares para observar y defenderse, sin permitir que nadie se mueve impunemente en las tierra llanas. Algunas de sus laderas son dulces, otras más escarpadas, en algún caso abruptas, pedregosas y difíciles. Las cimas, ásperas y peladas, tampoco son aptas para proteger a los soldados de las balas y la metralla que lance el enemigo. Porque, en lugar de penetrar en la tierra, los proyectiles rebotan y hieren a los hombres desde cualquier ángulo.
Al alejarse del Ebro el terreno se hace más seco, aunque no pierde el arbolado. De cuando en cuando se empenacha con un cañaveral rumoroso, que sigue los contornos de una mancha húmeda, un barranco o un arroyo seco, que no parece llevar a ninguna parte, y, cuando llueve, conduce las aguas hacia el gran río.
Las casas antiguas son de mampostería de piedra irregulares trabada con argamasa. La cubierta, de tejas rojas dispuestas a dos vertientes. Las fachadas apenas abren escasas aberturas hacia el viento dominante y otras más generosas en dirección resguardada. De trecho en trecho surge un mas o caseta para guardar aperos, descansar de las labores campesinas o vivir durante la época de laboras intensas. Son construcciones de cuatro paredes sencillas y un tejido siempre, casi plano, a una sola vertiente. Como están apartadas de los pueblos, durante la guerra fueron excelentes lugares para vivir alejado de los bombardeo y de la presencia de las tropas.
En este marco, durante aquel mes de julio de 1936, todo parecía para comenzar la batalla.