Penurias de una guerra pobre

Los soldados vivían mal en el frente y estaban mal equipados. Frecuentemente carecían de casco, pocos tenía de cuero y la mayor parte calabaza de alpargatas de esparto con cintas de tela blanca que se sujetaban al tobillo. Resultaban baratas y fáciles de fabricar. Sólo requerían esparto, tela blanca de algodón y cordel para cocerlo todo.

El esparto nacía salvaje en lugares inhóspitos y los hombres iban a recogerlo en cuadrilla montadas en carros. Su trabajo resultaba duro porque aquella hierba cortaba las manos y se arrancaba a base de riñones, con los pies bien asentados en el suelo. Partían cuando faltaban horas para amanecer y arrancaban esparto hasta la noche, para regresar con la mayor carga posible. Luego, la hierba se secaba y se limpiaba. Parte se vendía a las fábricas de sogas y, con el resto, los hombres tejían múltiples objetos para la vida y el trabajo: esteras, cestos, alforjas, serones, capachos para las almazaras y suelas de alpargata, de cuerda trenzada.

Con las suelas, trozos de tela de algodón y unas cintas, las mujeres montaban el calzado ayudadas por escasa y sencilla maquinaria, que no requería grandes inversiones. Resultaba un calzado cómodo, pobre para un país pobre, y abastecía a las clases trabajadoras durante la época seca. Sin embargo, acumulaba defectos para la vida en el campo. Frescas durante el verano, las alpargatas eran inadecuadas para los soldados en guerra. Durante la marcha se llenaban de piedrecillas; a campo través no protegían los pies de las zarzas y la maleza; la lluvia convertía la suela en una esponja, las piedras la destrozaban. Los hombres calzados con alpargatas se movían bien durante el tiempo caluroso, pero en los avatares de la guerra, siempre estaban a punto de quedar descalzos en las continuas caminatas de una contienda primitiva, donde casi todo se hacía a pie. A pesar de todo, éste había sido durante siglos el calzado de los soldados españoles. Durante la Guerra de Marruecos, algunos tratadistas militares abogaron por su desaparición. Pero las alpargatas resultaban tan baratas que se perpetuaron y, a lo largo de la Guerra Civil, las calzaron ambos bandos, para asombro de los militares extranjeros.

La comida escaseaba en el bando republicano porque sus enemigos dominaban las grandes regiones productoras de trigo. Había poco pan y los soldados recibían un escaso rancho de lentejas, cocidas con un poco de aceite. Las comían con hambre, pero odiaban aquel caldo insípido con sus legumbres oscuras, las «píldoras del doctor Negrín», como las llamaban los derrotistas. De vez en cuando llegaban latas rusas de carne en conserva, aunque siempre en poca cantidad y destinada, preferentemente, a las unidades más combativas, que solían ser, precisamente, las comunistas. En general, la miseria impulsaba a los soldados a esquilmar los territorios donde estaban apostados, contribuyendo a incrementar el rechazo de la población a la guerra y su deseo de que terminara cuanto antes.