En el museo que reunió Pere Snaz hay una mula. No es de carne y hueso, sino una mula esquemática, hecha de grueso alambre, equipada con un auténtico baste militar para transportar armas, pertrechos o lo que sea necesario. Las mulas y los caballos siempre han participado en los conflictos de los hombres. También los animales padecen la guerra y la Guerra Civil exterminó por lo menos a la mitad de la cabaña española. Las ratas, piojos, chinches y demás bichos de esta ralea, en cambio, proliferaron enormemente.
Los primeros en morir fueron los conejos, patos, palomas, pavos, pollos y gallos, sacrificados por sus dueños en cuanto escaseó la carne. Las gallinas sobrevivieron por la importancia de sus puestas hasta que perdieron la fecundidad a causa de la falta de comida, reducidas a huesos y pellejos, también acabaron en la olla. Ni siquiera sobrevivieron los habitantes de los escasos gallineros preservados por sus propietarios; perecieron a manos de los soldados que pasaban cerca, con hambre larga y las manos tan largas como el hambre.
Lo mismo les ocurrió a la ovejas, los bueyes, las vacas e, incluso, a muchos toros de lidia, que la necesidad convirtió en estofado antes de salir al ruedo, aunque muchas vacas, alimentadas con forraje incomestible para el hombre, compararon su indulto con leche. Los aficionados a los toros de Barcelona aún recuerdan cómo un toro que habitaba en los toriles de la plaza monumental, amnistiado por la bravura demostrada en una corrida, fue ávidamente devorado cuando resultó víctima accidental de un bombardeo. Sólo los asnos, los cabal os y los mulos se libraron, pues resultaban útiles para el trabajo y, los dos últimos, para la guerra. En primer lugar los cabal os, pues en esta guerra todavía se dieron las largas cabalgatas y algunas cargas con el sable enhiesto. Y, en segundo, los mulos, que acompañaron a los soldados en todos sus quehaceres.
Los burros no son cuadrúpedos marciales. Pero José Blanc Sanmartín, que fue furriel de su compañía, tenía un burro garañón para subir y bajar desde las trincheras a la cocina y transportar pan y la comida diaria. De tanto subir y bajar acabaron congeniando, hasta que José fue desplazado de su destino por un pollo enchufado de Barcelona, que no había tratado con un burro en su vida. El animal estaba sin castrar, tenía su genio, y acostumbraba a dar unos rebuznos tan vigorosos y frecuentes que los soldados le llamaban El Trompeta. Pero el tipo aquel de Barcelona resultó incapaz de habérselas con el bicho y lo dejo atado hasta que murió de hambre y falta de cuidados.
No es un caso normal. Aunque comen poco y resisten las calamidades, la guerra siempre ha repudiado a los pollinos por su escasa marcialidad. Únicamente los sumerios parecen haber movido sus carros con onagros, pequeños e hirsutos asnos asiáticos. Después, los ejércitos sólo han utilizado a los burros para cruzarlos con las yeguas y obtener las mulas necesarias.
Durante muchos años, el Ejército Español contó con un amplio cuartel en Hospitalet de Llobregat, donde los burros catalanes, que son de alta talla, amaban a sus yeguas paridoras.
En aquel meublé de la remonta militar nacían espigados y poderosos mulos, muy adecuados para la artillería de montaña; también las unidades de a pie contaban con mulos para transportar sus armas pesadas, municiones y pertrechos. Allí donde llegaban los hombres andando, iban acompañados de los mulos abnegados, sobrios y testarudos. Por eso, en el museo de Pere Sanz hay uno de alambre.