Cazador de metales

Para los coleccionistas, enfrentarse con hallazgos de orígenes tan diversos ha supuesto un acicate y una dificultad estimulante. Los amigos interesados por el pasado del Ebro se convirtieron en especialistas, de pregunta en pregunta y de problema en problema.

Las costumbres y las aficiones se contagian. Puede atestiguarlo Pere Sanz Bosquet, que era campesino y marchó a trabajar a las obras de Ascó, donde pagaban bien y no se dependía de la cosecha para subsistir. Allí conoció a José Carrascosa fue enterándose de sus aficiones y de su curiosidad por la batalla del Ebro. De momento, le importó bien poco, porque su diversión preferida era cazar. Los días de fiesta recorrían los montes y los yermos con la escopeta al hombre, hasta hace unos diez años, cuando cazar se puso imposible porque se acabaron los conejos y Pere pensó, que al fin y al cabo, cazar es recorrer el campo en busca de una presa y que buscar chatarra militar es, más o menos, lo mismo: patear el monte con paciencia a ver que sale. Así cambió una afición por otra. Al principio, muy despistado y sin conocer el valor de los hallazgos.

Acostumbrado a recorrer el campo, conocía todos sus recovecos y pronto estuvo en posesión de materiales de todo tipo. Con un poco de miedo, porque decían que la Guardia Civil decomisaba los residuos de la guerra. Extremó sus precauciones y procuró esconder las piezas más importantes y tener cuidado con los explosivos. Que la confianza mata.

En sus propias carenes pudo comprobarlo Albesa, un aficionado que se dedicaba a buscar, comprar, vender e intercambiar toda clase de chatarra bélica. En su casa de Gandesa desactivaba bombas y granadas por cuenta propia o por encargo. En los años cuarenta, la recogida de chatarra fue un modo de supervivencia para muchos habitantes de estos pueblos.

Muchos la vendían, sin más, a un chatarrero, pero otros encontraban un artefacto interesante y querían conservarlo sin que los matara. Así, se los entregaban a Albesa, que, en un par de días, que, en un par de días, se lo devolvía limpio e inofensivo, apto para servir de adorno.

Cobraba dos o tres mil pesetas por eliminar la furia destructiva de cada cachivache y, entre unas cosas y otras, mantenía un pequeño negocio, que parecía boyante.

Llevaba tantos años en aquello, que perdió el miedo a desenroscar espoletas, extraer multiplicadores y destripar granadas. En los primeros tiempos se limitaba a trincar la espoleta con una llave y moverla despacio en ambos sentidos, hasta que la rosca aflojaba y comenzaba a girar. Entonces la desenroscaba completamente y separaba la espoleta de latón del cuerpo herrumbroso de la bomba. A menudo, el brutal golpe del proyectil contra el suelo había sido tan violento que la rosca se había deformado, encastrando unos filetes con otros. No había forma de girarla con la llave y solía dejarla por imposible. Hasta que tomó confianza y, cuando una rosca se resistía, le aplicaba un cincel y le abría a martillazos. Pasando el tiempo, ya no se le resistía ninguna.

Lo creyó hasta que una espoleta deflagró con los golpes y un grueso proyectil de 155 mm le estalló entre las piernas y el vientre. Estaba solo y no hubo más desgracias. Pero no encontraron el cuerpo, reducido a fragmentos tan pequeños que la jueza no pudo identificarlo y tuvo que pedir a la Guardia Civil que buscara bien para localizar algo, aunque sólo fuera un dedo.

Pere Sanz lo supo, como los demás buscadores de tesoros y, desde entonces, extremó las precauciones, sin decaer en la afición. Hasta que, con el tiempo, reunió un museo propio. Una historia que queda para contar más adelante.