Mercadeo en un frente tranquilo

Los años transcurridos desde la batalla apenas han modificados el territorio y la mayor parte del paisaje conserva su identidad. A grandes rasgos, todo está más o menos igual: las higueras de tronco gris y sobra cavernosa, los olivos de hojas plateadas a la luz de la luna, los arroyos secos moteados de matas y cañales, los pueblos de colores siena claro y rojo terroso, los campanarios apuntando al cielo como índices, las lejanas sierras nebulosas. Incluso el orgulloso castillo templario de Miravet, que ha pasado tantas guerras desde la Edad Media a la batalla del Ebro, con la irrupción de los franceses y de los carlistas de por medio. Allí cerca, un pontón sujeto con un cable, con sus dos barcas emparejadas por un gran tablero, sirve para cruzar el río, como hace 65 años. Durante el verano de 2003, los supervivientes de las Brigadas Internacionales se reunieron allí, llegados desde todo el mundo, como entonces. El 5 de julio cruzaron el Ebro por la balsa de pontones, cantando al sol sus canciones de juventud, que se expandían en el aire tranquilo del verano, mientras el agua bajaba cansina por el cauce milenario.

Antes de la batalla de 1938, era éste un frente tranquilo donde los enemigos se observaban sin disparar. Comerciando, incluso. Situación que no era inédita en aquella guerra donde los nacionales tenían tabaco y los republicanos papel de fumar de las fábricas de Alcoy. Los españoles fumaban tabaco negro y sólo los señoritos quemaban pitillos rubios, que guardaban en elegantes pitilleras de plata. Había pesado la moda de los perfumados cigarrillos egipcios comercializados por los ingleses y ahora se quemaba el rubio norteamericano, que, antes de encenderse, tenía el perfume de los higos secos. Fumaban muy pocas mujeres, esnobs de la alta sociedad, chicas de cabaré y profesionales del arroyo. Consumidoras de cigarrillos rubios encastrados en boquillas de carey, de cristal o de hueso, para que la nicotina no les tintara de amarillo las puntas de los dedos y, en casos más rebuscados, de puritos habanos, delgados y un poco manieristas, llamados «señoritas». El tabaco negro de picadura quedaba para los varones de clases medias y populares, liado con un finísimo papel de arroz, que tenía el bordo engomado para pasarlo por la lengua. Un muchacho se hacía hombre cuando sabía liar un cigarrillo, dejándolo cilíndrico y regular, sin que el tabaco se le cayera al suelo. La petaca y el encendedor eran posesiones inapreciables aunque, en la guerra, se prefería encender con un chisquero, de aquellos que prenden sin llama, no se apagan a pesar de la intemperie y se avivan con el viento.

Los buscadores de los tesoros del Ebro han encontrado docenas y docenas de encendedores y mecheros de todo tipo. Nunca petacas, porque el cuero suele pudrirse cuando lo entierran con el propietario. Cosa muy rara, porque los compañeros del muerto se apropiaban generalmente de su petaca. La guerra es mucho más dura cuando falta el tabaco.

Pipas se encuentran pocas, porque no eran corrientes en la España de la época. Solían concentrarse en los ambientes marineros, porque la humedad destruye el papel de fumar y, en cambio, la pipa se suma bien a bordo. También fumaban en pipa algunos campesinos, que cultivaban, para uso propio, unas cuentas matas de tabaco basto, con cuidados de que no lo descubriera la Guardia Civil, porque estaba penado por la ley de contrabando.

Los hombres que llegaban al frente sin ser fumadores acababan siéndolo, porque el tabaco es el complemento de la amistad conmilitona y un antídoto de la soledad y el miedo. Por un cigarrillo de buena picadura liada en un fino papel de Alcoy, cualquier soldado exponía el pellejo. En los frentes cercanos se echaban, de trinchera en trinchera, piedras que tenían cajetillas de tabaco, a la ida, y librillos de papel de fumar a la vuelta. Cuando el impulso quedaba corto y el envío caía en tierra de nadie, se establecía una pequeña tregua comercial:

«¡oye, voy a salir! Que no tiréis». Y salían porque los otros no tiraban. El tabaco, en la guerra, era sagrado.

Los trueques configuraban una buena relación, que se rompía a la hora de atacar o de disparar al bulto. Hasta entonces, el mercadeo continuaba, como si tal cosa. Aseguran que hasta se jugó un partido de fútbol con un equipo de cada bando. Pero nadie sabe dónde sucedió ni garantizar haberlo visto. Probablemente eran imaginaciones. Porque en el aburrimiento de las trincheras, las fantasías cuentan mucho.

El Ebro era demasiado ancho para lanzar paquetes entre las dos orillas. De manera que el trueque se hizo a través del agua. Nadadores de uno y otro bando se metían en la corriente para arrastrar, atada al brazo, una plancha de corcho sobre la que depositaban la mercancía. Los republicanos entregaban ropa caqui, mechas de chisquero, librillo de papel de fumar, alpargatas, algún jersey, periódicos y revistas. Los nacionales, tabaco, coñac, latas de sardinas o mermelada, plátanos y periódicos. Y a nadie se le ocurría disparar ni dar la lata.