Los hombres que amaron un museo

Eloi Carbó bajaba de la sierra cargado con su mochila, en la que había metido la carga inhabitual de un enorme proyectil encontrado en la crestería. Era una granada artillera de 155 milímetros que estaba clavada en el suelo y que desenterró ayudado por unos amigos. Faltaba parte de la ojiva, rota por el golpe, pero el artefacto no había explotado y sus pareces de hierro fundido, quebradas por el impacto contra el suelo, dejaban ver la carga amarilla de trilita de su interior. Eloi metió la granada en la mochila y caminó más de dos kilómetros, a campos a través, con la pesada carga. Cuando llegó al coche tenía la ropa manchada de amarillo, le dolía la espalda y necesitó acudir al Centro de Asistencia Primaria de Gandesa. Era el último lesionado de la batalla del Ebro.

Su afición había nacido tiempo atrás, y era tan fuerte que Eloi llegó al extremo, en las vacaciones de 1991, de ir a Francia en un esforzado Renault, con sus amigos José Carrascosa, Ignacio Salcedo y Pep Vila, en busca de los importantes museos militares y los recuerdos de las grandes guerras. Eloi era editor, José, soldador y ajustador, Ignacio, grafista, y Pep, mecánico, pero les unían apasionadas aficiones relacionadas con la historia militar. En cada caso, especializadas. Eloi entendía de historia militar contemporánea, aviación de época y guerra acorazada; José era experto en aviones de la Primera Guerra Mundial y restaurador de armas; el interés de Ignacio se centraba en la polemología, la aviación de la Guerra Civil española, la guerra acorazada y conocía, sobre todo, las ametralladoras, especialmente las de tipo Catling; Pep era un erudito en los medios acorazados anglosajones.

Contando sólo con sus recursos, anduvieron dos semanas por Francia e Inglaterra y, además del escenario del Desembarco de Normandía, visitaron once museos militares y tres civiles, a día por museo. Un maratón que no les agotó, sino todo lo contrario. Quedaron asombrados ante aquellas cuidadas colecciones de aviones, blindado, recuerdos militares de todo tipo y por testimonios físicos del gran Desembarco de 1944, conservados con tanto amor como provecho.

Y, de vuelta en su tierra, les dolió que no existieran un memorial o un museo de la batalla del Ebro, la más importante de toda la Historia de España.

Luego descubrieron que se museo ya existía. Sin el edificio, el director y los empleados que tienen los demás museos, pero allí estaban las colecciones, los lugares y, sobre todo, los testimonios y los recuerdos.

Eloi tenía raíces en la comarca porque su abuela paterna, María Tomás Vidal, era hija de casa l’Astasio, de Gandesa; y José se había comprado una casa en Corbera aquel mismo año, a la que invitaba a sus amigos, sobre todo a Ignacio y a Eloi. Durante los dos años siguientes, su afición se convirtió casi en militancia, Eloi, José e Ignacio acudieron a los festivales aéreos de la Ferté-Alais y de Ailes Anciennes, en Toulouse, a las ferias de militaria de Llançà y Amélie-les-Bains y los tres formaron parte de la junta fundacional de la Asociación de Amigos de la Aeronáutico, en El Prat.

Recorrieron y amaron el museo al aire libre de la batalla del Ebro y conocieron a fondo sus paisajes, descubriendo trincheras, visitando puestos de mando, desenterrando recuerdos de todo tipo: armas, cascos, cantimploras, objetos de uso diario, maquinillas de afeitar, cucharas, botones, cascos, botiquines, y también, a veces, calaveras y huesos. Una interminable colección para una historia apasionante que los años hacían ya desconocida para muchos.

No sólo ellos andaban y subían aquellas sierras. Pronto conocieron a otros aficionados, a otros curiosos y eruditos. Su museo existía y, como cualquier otro, el museo al aire libre de la batalla del Ebro tenía sus entusiastas, sus curiosos, sus sabios. Y, más que ningún otro museo del mundo, quien se llevaba sus piezas.

Un día conocieron a un hombre de edad avanzada que había llegado a Corbera con tres muchachas. Era un aranés de la Quinta del Biberón. Sentía la muerte próxima y había llevado a sus hijas a contemplar el paisaje de la mayor aventura de su vida, a palpar la nostalgia de su vieja y terrible batalla del Ebro. Comprendieron que el recuerdo de esta batalla no podía perderse. Había sido demasiado importante para mucha gente.