Prólogo

La batalla del Ebro es el mayor enfrentamiento armado librado sobre el suelo de la península ibérica. Con ella culminaron, prácticamente, las grandes operaciones de la Guerra Civil y provocó la hecatombe parecida a las de los combates de las dos guerras mundiales. Durante cinco meses, enfrentó a miles de hombres, que emplearon las más perfeccionadas máquinas, de matar al prójimo, entonces disponibles.

Marcó un cierto hito en las técnicas guerreras de su época y se desarrolló entre graves circunstancias políticas, que anunciaban la mayor conflagración internacional de la historia. A pesar de todo, hemos utilizado un título que no está en consonancia con estas grandes referencias. Hemos preferido titular el libro con el sencillo nombre de una canción de soldados.

Porque el dolor de un solo hombre es el acontecimiento más importante, los soldados pueden contarse entre los hombres más desgraciados de la tierra, y sus sentimientos, sus penas y sus esperanzas se vierten en sus canciones.

En la batalla del Ebro se cantaron muchas canciones; quizá las dos más populares entre la tropa fueron: Aunque me tires el puente y Si me quieres escribir.

Esta última no era privativa de esta batalla, porque los republicanos la cantaron durante toda la guerra, cuando las cartas resultaban tan importantes. Antes de que el teléfono fuera un objeto de uso corriente, sólo mediante ellas se comunicaban las personas distantes. Probablemente, quienes más se escribían eran los enamorados; jóvenes, por supuesto. La literatura romántica está plagada de alusiones a las cartas porque eran los objetos tangibles que vinculaban entre sí a los enamorados cuando uno de los dos estaba ausente, el medio con que se alimentaba una atracción nutrida de ausencias durante años y esperanzas. Las cartas de amor se guardaban durante años y los novios, si reñían, se las devolvían porque constituían la prueba material de su amor pasado.

Recibir y escribir cartas era uno de los mayores consuelos de los presos, los emigrantes, los marineros y los soldados. Porque únicamente esos papeles escritos traían y llevaban noticias de las personas queridas y contenían los mensajes de amores que se echaban en falta.

En las trincheras del Ebro, como en todos los cuarteles, campamentos y posiciones militares del mundo, cuando el cartero gritaba «correo» ponía un punto de esperanza diario entre el dolor, la muerte, el miedo y la tristeza. Las cartas unen a los soldados con el mundo que han perdido y les garantiza que éste sigue existiendo. Con las cartas llegaban al frente del Ebro no sólo noticias, esperanzas, zozobras, desilusiones y disgustos. Los hombres que tomaron parte en aquella batalla eran jóvenes, algunos incluso excesivamente, y las cartas los vinculaban con una vida que habían perdido justo cuando comenzaban a vivirla.

No hay alusiones a las cartas en las marchas y las músicas oficiales, pero son numerosas en las canciones más populares entre los soldados de todos los ejércitos, que se entonan al margen de la disciplina, porque el pensamiento viaja más lejos que las órdenes. Si me quieres escribir, no fue una canción exclusiva del frente del Ebro, sino de casi todas las fuerzas republicanas. Desde que se estabilizaron los frentes, los hombres cantaban Si me quieres escribir, ya sabes mi paradero, Tercera Brigada Mixta, primera línea de fuego. O Dieciséis Brigada Mixta, pues cada uno ponía el nombre de su cuerpo. Y, como los combates fueron tan intensos, los soldados incorporaron a su repertorio Frente de Gandesa porque éste había sido hasta entonces el más significativo y sangriento.

Los escritos de entonces han amarilleado en los fondos de los museos y en los olvidados cajones particulares, donde los encuentran, alguna vez, un nieto curioso. Con las cartas, puede encontrarse alguna vieja fotografía dedicada, con dos o tres líneas y una firme que condensan una historia de amor destrozada por la guerra.

Las cartas de guerra se cruzaban entre los soldados y sus familias, pero, sobre todo, con mujeres, esposas, compañeras, novias y hasta madrinas de guerra, sucedáneo epistolar para todo aquel que, como el coronel del relato de Gabriel García Márquez, no tiene quien le escriba.

Los soldados de los antiguos ejércitos se desplazaban y vivían con sus esposas, sus barraganas y sus prostitutas, en cambio, los jóvenes soldados de las guerras modernas, obligados a vivir en un universo sin mujeres, han puesto su nostalgia en las canciones. La Madelón, Lilí Marlen, ¡Ay, Carmela!, Chaparrita, Faccetta Nera (carita negra) o El novio de la muerte son cantos de soldados que casi se convirtieron en himnos oficiales y, en algún caso, hasta fueron entonados en ambos bandos.

Durante muchos siglos, los ejércitos y las iglesias han desarrollado una música con finalidad profesional. Cantar puede ser un eficaz instrumento para la alienación porque el canto evita pensar, integra a los individuos en la colectividad, ayuda a pasar el tiempo y levanta la moral ante el temor o la fatiga.

Por eso, siempre han cantado los soldados. La canción es también el único tesoro de los pobres, y los combatientes del Ebro eran las gentes más pobres del mundo. Aquellos republicanos nada tenían en común con los guerreros profesionales y los mercenarios. Algunos eran voluntarios politizados y mártires de la causa, pero la parte sólo eran soldados de quinta, reclutados a la fuerza, infelices prisioneros de los acontecimientos. No tenían nada, vestían uniformes destrozados, pasaban hambre y sed, dormían en un chamizo o en un agujero. Faltos de los bienes más humildes, ni siquiera contaban con el consuelo del amor y debían volcar sus sentimientos en las cartas y las canciones. Los republicanos hasta sabían que les estaba negada la victoria y combatían con una fiera determinación sin esperanza y conscientes del negro futuro que les esperaba a ellos y a sus familias cuando la guerra terminara. Sus enemigos también padecieron terriblemente, aunque sin el agobio de tanta miseria y con la esperanza del triunfo, que vislumbraba próximo.

La otra canción, Aunque me tires el puente, apareció cuando la guerra ya duraba dos años. Lo hizo precisamente durante la batalla del Ebro, más o menos a la vez que otra copla: El Ejército del Ebro, rumba, la rumba… que alcanzó menos fama porque fue superada por el recuerdo de la tenacidad con que los soldados se empeñaron en cruzar el río, aunque la aviación y las crecidas artificiales destruyeran sistemáticamente sus puentes, sus pasarelas y sus barcas. La emoción de este empeño voluntarista hizo que esta sencilla canción se popularizara como una de las más características de la guerra civil, y la distintiva de su mayor batalla.

La proximidad cronológica entre la guerra española y a Segunda Guerra Mundial puede haber prestado al recuerdo de la primera cierto aire cinematográfico. Se sabe que intervinieron en los combates aviones, carros de combate y cañones de los últimos modelos, y puede extenderse la idea que se trató de un conflicto muy moderno. Lo cual no es cierto, porque el grueso de los soldados contó con medios parecidos a los de sus padres en la Guerra de Cuba, caminó sobre las mismas alpargatas de esparto y disparó con el mismo máuser repetidor de cinco tiros. Poco varió la vida de los combatientes respecto a las últimas guerras carlistas. De modo que, a las desgracias de la guerra, debieron acumular la falta de recursos y la miseria.

El método de este libro se aparta de las muchas y buenas obras que tratan de la batalla del Ebro. Sin olvidar los grandes hechos y las visiones de conjunto, pretende aproximarse a la peripecia humana, que tantas veces se ignora. Vivencias históricas, batalla y actitudes actuales han sido mezcladas intencionalmente, porque la realidad siempre se entremezcla y la vida nunca es esquemática. Tampoco hemos querido mantenernos en los límites que marca la cronología y el libro combina el pasado y el hoy de la batalla. La división entre el presente y el pretérito es también artificiosa, pues el presente sólo existe en función del pasado y nuestra mente ha sido configurada por los recuerdos. En ellos están nuestras referencias y nuestras ilusiones para el futuro.

Nuestras mentes se nutren de recuerdos y la Historia sirve para desvelarlos, ordenarlos y comprenderlos, es decir, para comprender y ordenar el pasado y el presente, con la convicción de que ni uno ni otro forman universos racionales y ordenados. Ordenar y clasificar son ejercicios académicos, necesarios e imprescindibles, pero siempre artificiosos.

En la Guerra Civil, como en todos los conflictos armados, se mezclaron las peripecias humanas, los hechos políticos y los acontecimientos militares. Transmitir esa mezcolanza ha sido la pauta de este libro, destinado a reflejar el supremo esfuerzo militar de la República, lo que ofreció a Franco la posibilidad de eliminar el mayor número posible de enemigos mientras consolidaba su propio poder sobre la España futura y, sobre todo, sobre los generales que mayores problemas podían causarle.

El Ebro fue una batalla innecesaria, que costó ríos de sangre sin decidir nada, porque la guerra ya estaba decidida mucho tiempo antes. Su finalidad principal fue la política, jugando Juan Negrín una carta desesperada para sobrevivir políticamente e intentar una aproximación a las potencias democráticas para que se implicasen en el conflicto. Sin embargo, el ganador militar y político fue Franco, que allí impuso sus criterios a los generales y a sus aliados, consolidando su fama de caudillo invencible, que decidía según sus propios criterios aunque fiera a costa de la vida de sus seguidores.

Los protagonistas de la tragedia fueron todos muy jóvenes. Los generales franquistas rondaban los 45 años y los altos mandos republicanos, los 30. El grueso de los combatientes no superaba esta cifra y los más jóvenes, la célebre Quinta del Biberón republicana, eran casi niños. En ellos se cebó la muerte y campeó la desgracia, pues muchos de los que sobrevivieron lo hicieron con graves secuelas que les iban a durar toda la vida. No se calculó entonces el verdadero coste de aquella batalla y hoy resultaría imposible. Lo que queda de todo aquello sólo es recuerdo de la desgracia, porque la guerra únicamente proporciona gloria a los generales vencedores, todos los demás deben conformarse con la miseria, el dolor, el miedo, las heridas, la muerte y las pesadillas. Porque un bando creyó haber ganado la guerra, pero todos la perdieron. Unos pocos se aprovecharon de la victoria, debió vivir en un mundo que era mucho peor que antes de estallar el conflicto.

* * *

El Ebro es mucho más que un río y mucho más que una batalla. En abril de 1938, las tropas de García-Valiño habían penetrado en Cataluña y avanzaban hacia el este. El mando republicano ordenó retroceder, pasar a la orilla izquierda del Ebro aprovechando los puentes, y después, volarlos. Los internacionales cubrieron esta retirada y no se replegaron hasta que tuvieron encima a la 1.ª división de Navarra. Cuando los puentes ya estaban volados, michos americanos del Batallón Lincoln se refugiaron en Corbera. Algunos de ellos murieron, como su jefe, Bob Merriman, o fueron hechos prisioneros y fusilados. Otros pudieron cruzar el río en algunas barcas.

Leonard Olson, un norteamericano del Batallón Lincoln, cayó al agua y se hundió, arrastrado por su pesado equipo militar: creyó que moriría allí mismo, pero pudo desprenderse del casco, el fusil, el correaje, la manta, la cantimplora y el macuto. Sacó la cabeza, volvió a hundirse y chapoteó, dando tumbos, mientras lo arrastraba la corriente, hasta varar en un recodo de la orilla republicana donde se quedó tumbado, medio muerto, perdido. Cuando llegó un payés a socorrerlo, sólo puedo preguntar en su mal español: «¿por favor? ¿dónde está la guerra?».

Superó ésta y las siguientes aventuras del conflicto, vivió largos años y murió a finales de 2002, en California. En primavera, su hija Martha vino a visitar el campo de batalla de su padre. Tras un temporal de lluvias, el río bajaba crecido, furioso, arrollador, imponente. Martha no había estado nunca en España. Y, cuando vio el Ebro, lloró.