A las dos de la madrugada, la flotilla, en buen orden y sin haber sido descubierta, llegaba junto a la islilla en la que se alzaba la pagoda de Karia y echaba anclas en las proximidades del templo subterráneo que había servido de refugio a Sandokán y sus hombres.
En apariencia nadie se había dado cuenta de la llegada de aquella pequeña escuadra, que se preparaba a atacar la capital del Assam.
Sandokán ya había dado órdenes a todos los jefes. Por otra parte, sólo se trataba de sorprender a los centinelas que vigilaban ante las puertas del bastión de Siringar, que era el más próximo, y de dirigirse rápidamente hacia el palacio real, aterrorizando a la población con furiosas descargas.
Sandokán había tomado el mando —junto con Tremal-Naik— de los malayos y dayaks: poco numerosos ciertamente, pero de un valor a toda prueba; Sambigliong se encargaba de dirigir la artillería, formada por una treintena de falconetes; Khampur había dividido a los montañeses en cuatro grupos, de doscientos cincuenta hombres cada uno.
Antes de desembarcar, Sandokán se acercó a Surama y le dijo:
—No temas, mi joven amiga. Ahora que estoy seguro de que los sikhs están de nuestra parte, no dudo del resultado. No abandones esta embarcación ocurra lo que ocurra. Te dejo una buena guardia que te llevaría de nuevo a tus montañas si ocurriera un desastre, lo que no parece probable. Por ahora, espera tranquila mis noticias.
—¿Me enviarás por lo menos al sahib blanco? —preguntó Surama, que parecía profundamente conmovida.
—Sí, cuando todo haya terminado. Yáñez no renunciará a tomar parte en la batalla.
Le estrechó la mano calurosamente y se reunió con su grupo, que formaba la vanguardia de las cuatro columnas montañesas.
—¡Adelante, valientes! —gritó desenvainando la cimitarra—. Los viejos tigres de Mompracem deben abrir el camino a los fuertes guerreros de Sadhja.
Los mil hombres se pusieron en marcha, arrastrando los falconetes, con los que contaban más que nada para asustar a la población y para impresionar al rajá y a su corte, formada sólo por cortesanos y servidores, ya que los sikhs se preparaban a desertar.
Llegado a trescientos pasos de la puerta, que se abría en el bastión de Siringar, Sandokán hizo detenerse a sus hombres y, después de cargar las pistolas, avanzó solo con Tremal-Naik.
—Daremos el golpe nosotros —dijo al bengalí.
—¿Nos abrirán?
—Ya veremos. Sígueme corriendo.
Ambos se lanzaron como si tuvieran alas en los pies. Una voz que llegaba de lo alto del bastión, les obligó a detenerse. Pero ya estaban a muy pocos pasos de la puerta.
—¿Quién vive? —gritó el centinela.
—Correos del rajá —contestó Sandokán en buen hindú—. ¡Abrid en seguida! Graves noticias de la frontera.
—¿De dónde vienes?
—De Sadhja.
—Espera.
Detrás de la puerta de bronce, se oyeron voces que discutían animadamente unos instantes; luego chirriaron los grandes cerrojos.
—Las pistolas en la mano, y dispara en seguida —susurró Sandokán a Tremal-Naik.
—Preparado —contestó el bengalí, poniéndose la cimitarra entre los dientes y levantando sus armas de fuego.
Un momento más tarde se abría la maciza puerta de bronce y comparecían tres soldados assameses provistos de linternas.
Inmediatamente resonaron ocho disparos de pistola, con una rapidez fulminante, que acribillaron a les desgraciados.
—¡Adelante! —gritó Sandokán, empuñando de nuevo la cimitarra.
Dayaks y malayos se habían lanzado a una desesperada carrera al oír los disparos, deseosos de ayudar a sus jefes.
Pero ya no era necesario su concurso, porque los cinco o seis hombres que formaban el cuerpo de guardia, huían asustados a todo correr, aullando a voz en grito:
—¡A las armas, ciudadanos! ¡A las armas!
—¡A la carrera, tigres de Mompracem! —urgió Sandokán—. No dejemos a la guarnición el tiempo de organizar la defensa.
Tras asegurarse de que los montañeses de Khampur avanzaban corriendo, llevando a brazo los falconetes para ir más de prisa, se lanzó resueltamente a través del bastión, desembocando en una de las principales vías de Gauhati.
Malayos y dayaks —que ya habían recibido las primeras instrucciones— le seguían, lanzando salvajes clamores y disparando contra las ventanas y las puertas de las casas, para impedir que los habitantes de estas bajaran a la calle y prestaran ayuda a la guarnición. También los montañeses de Khampur, que avanzaban en filas cerradas, iban gritando y disparando.
Pero aquella marcha no debía prolongarse mucho. Los guerreros que formaban el cuerpo de guardia, ya habían dado la alarma, y cuando la vanguardia malaya llegó cerca de la plaza del mercado, encontró un numeroso grupo de soldados que le cerraba el camino.
Eran los cipayos del rajá, que tenían su cuartel en aquellos alrededores y se habían apresurado a correr allí con algunas piezas de artillería y medio escuadrón de caballería ligera.
—¡Ya estamos! —gritó Sandokán—. Cerrad las filas y cargad a la desesperada. Hay que pasar.
Aquellos cipayos constituían una tropa excelente, formada por la flor de los guerreros assameses, dura milicia entrenada en las fronteras de Birmania, y por tanto capaz de oponer una larga y tal vez obstinada resistencia.
—¡Bah! —murmuró Sandokán, que conducía valientemente al ataque a sus hombres—; si no ceden, haremos que los sikhs les ataquen por la espalda.
Un fuego vivísimo acogió a los montañeses, que irrumpían en la plaza en filas compactas, causando no pocas bajas entre los atacantes; pero estos, sin impresionarse demasiado, pusieron en batería sus treinta falconetes y, abriendo sus filas, fulminaron a su vez a los cipayos del rajá.
La batalla se empeñó con verdadero encarnizamiento por ambas partes. Si los cipayos hubieran estado solos no habrían resistido mucho tiempo aquel fuego infernal, aun disponiendo de algunos cañones.
Pero, por desgracia para los montañeses, llegaban refuerzos de todas partes, atrincherando las calles que desembocaban en la plaza con carros y losas, formando verdaderas barricadas.
Sandokán, que conservaba una admirable sangre fría, comprendió en seguida el peligro que le amenazaba.
—Cada minuto que perdamos aumentará la resistencia —dijo a Tremal-Naik que combatía a su lado—. Forcemos el frente. Una vez derrotados los cipayos, seremos dueños de la ciudad.
Reunió doscientos hombres, puso en cabeza malayos y dayaks y los lanzó al asalto contra las líneas de los cipayos.
A pesar del huracán de fuego, la columna atravesó corriendo la plaza y se abalanzó contra los primeros adversarios, empeñando un terrible combate con arma blanca. Tres veces tuvieron que retroceder los montañeses, dejando en el terreno gran número de hombres, pero al cuarto, ataque, apoyado por una nueva columna mandada por Khampur, consiguieron cortar por la mitad el frente cipayo.
Abierto el paso, todo el resto de la tropa atacante avanzó dando sablazos al enemigo, que ya se replegaba en desorden hacia las calles laterales.
—¡Directos a palacio! —gritó Sandokán—. ¡Adelante, valientes montañeses de Sadhja! ¡Adelante, tigres de Mompracem!
Los guerreros assameses, que habían bloqueado las calles transversales, viendo huir a los cipayos y temiendo ser sorprendidos por la espalda, abandonaron las barricadas, tal vez para concentrar la defensa en otro lugar.
Los montañeses, al ver libre la calle, empezaron a correr sin dejar de hacer fuego contra puertas y ventanas.
En realidad, ningún habitante de la ciudad se atrevía a salir. Las esterillas de cocotero permanecían bajas, incluso las de las galerías y porches.
Bindar, que había escapado milagrosamente a los disparos de los cipayos a pesar de haber combatido todo el tiempo y valerosamente en primera fila, guiaba a Sandokán y a sus huestes hacia la inmensa plaza en cuyo centro se erguía el soberbio palacio del rajá.
Ya iban a irrumpir los montañeses en la última y más ancha calle que llevaba a la plaza, cuando se encontraron ante una serie de barricadas, construidas de cualquier manera, con carros, colchones y bancos de madera cruzados, pero que ofrecían una cierta resistencia.
Entre unas y otras se habían amontonado los cipayos y los guerreros assameses, con un cierto número de bocas de fuego.
—Aquí tenemos el hueso más duro de roer —dijo Sandokán, deteniéndose—. Los cipayos han sido más rápidos que nosotros y han tenido tiempo de atrincherarse.
—Jefe —dijo Khampur, acercándose al pirata—. Si los sikhs no se mueven, corremos el peligro de que nos aplasten.
—Los sikhs entrarán en acción en el momento oportuno. Ahora, deben de estar ocupados apoderándose del rajá y de su favorito. Cuando lleguemos al palacio real, ya no tendremos nada que hacer allá dentro. Haz colocar toda la artillería a lo largo de las aceras y envía doscientos hombres a ocupar las casas que están junto a la primera barricada. Desde las galerías y las terrazas podrán hacer buenos disparos de carabina. Si es posible, haz instalar también arriba algunos falconetes.
—Sí, jefe.
—Dame ahora cuatrocientos hombres para formar una buena columna de ataque.
Aquella rápida conversación había tenido lugar entre los disparos de ambas partes. Los assameses, creyéndose seguros detrás de las barricadas, aún no habían utilizado sus cañones, que debían de estar cargados de metralla.
Malayos, dayaks y una compañía de montañeses, respondían con unas cuantas descargas y algún disparo de falconete, para probar la resistencia de las trincheras y de sus defensores.
Antes de lanzarse a la acometida final, Sandokán esperó a que sus órdenes se hubieran cumplido, y cuando vio aparecer a los montañeses en galerías y terrazas de las casas más próximas a la primera trinchera, ordenó que se hicieran algunas descargas de falconete.
Aquellas pequeñas piezas de artillería vomitaron tres veces seguidas un verdadero huracán de balas, de una libra de calibre, hundiendo parte de los carros y bancos, y obligando a los defensores de la barricada a replegarse contra los muros de las casas.
Era el momento oportuno de acudir al gran choque.
Sandokán y Tremal-Naik hicieron cerrar filas a las columnas de asalto, y mientras los montañeses que ocupaban las terrazas y galerías les protegían con un fuego violentísimo, dirigido especialmente contra los cipayos que servían los cañones, se lanzaron impetuosos al ataque.
A cien pasos de la barricada, una poderosa descarga de metralla, vomitada por tres cañones colocados a los lados de la barricada, hizo vacilar la columna de ataque, que no obstante se rehizo muy pronto, apretó aún más sus filas y avanzó audazmente, a pesar de haber sufrido graves pérdidas.
Por segunda vez recibieron nuevas descargas de metralla; pero los valientes montañeses —animados por el admirable empuje de malayos y dayaks y por los gritos de sus heroicos jefes, que se exponían intrépidamente al fuego, mostrando un absoluto desprecio por su vida— estuvieron muy pronto sobre la barricada, cargando sobre los defensores con sus anchas cimitarras y sus afilados tarwar.
Los cipayos y los guerreros assameses resistieron tenazmente unos minutos, pero después emprendieron la fuga y se refugiaron tras la segunda barricada. Sandokán hizo volver hacia esta los cañones que acababan de conquistar —mucho mejores que sus pequeños falconetes—, mientras una parte de sus hombres hundía con las culatas de sus carabinas, las puertas de las casas para ocupar terrazas y galerías.
Otra columna, compuesta por trescientos hombres al mando de Khampur, corría en ayuda de los vencedores. Aquel numeroso refuerzo se lanzó a su vez, tras unos cuantos cañonazos, al asalto de la nueva trinchera, tras de la cual cipayos y assameses se preparaban a oponer de nuevo una encarnizada resistencia, a pesar de que habían sufrido pérdidas enormes.
El trozo de calle que corría entre las dos trincheras estaba cubierto de muertos y heridos, señal evidente de que los indios se habían defendido valientemente antes de ceder al tremendo choque con los montañeses y los viejos tigres de Mompracem.
El segundo ataque fue menos difícil que el primero. Los soldados del rajá, desalentados, resistieron sólo unos pocos minutos, luego se refugiaron en la inmensa plaza en la que se alzaba el palacio real, que era donde habían situado sus mejores piezas de artillería.
Pero los montañeses les seguían tan de cerca que no les permitieron levantar otra trinchera ni hacer demasiadas descargas.
El choque entre las dos falanges fue extraordinariamente sangriento a pesar de todo. Assameses y atacantes rivalizaban en valor y obstinación.
Todos habían arrojado las carabinas, inútiles en un combate cuerpo a cuerpo al carecer de bayonetas, y luchaban con las pistolas y las armas blancas, con una rabia creciente y gran número de bajas por ambas partes.
La resistencia que oponía la guarnición —engrosada por tropas de refresco que llegaban constantemente desde los barrios más apartados de la ciudad— se había hecho tan tenaz, que Sandokán, Tremal-Naik y Khampur dudaron por un instante del éxito de su empresa.
Los montañeses empezaban a dar muestras de cansancio y no atacaban ya con el ímpetu inicial, un tanto desalentados al encontrarse continuamente con tropas recién llegadas, que no cedían con facilidad a los repetidos ataques.
Pero de repente, en el extremo opuesto de la plaza, en dirección al palacio real y justo a espaldas de las tropas del rajá, se oyeron nutridas descargas de fusil, apoyadas por algunos cañonazos.
Un rugido de alegría escapó de los pechos de los montañeses y de los tigres de Mompracem.
—¡Los sikhs!
En efecto, eran los firmes, los invencibles guerreros del demjadar que acudían en su ayuda y que habían abierto el fuego desde las escalinatas del palacio real.
Los cipayos y los assameses, pasado el primer momento de estupor —porque casi no podían creer semejante traición—, viéndose cogidos entre dos fuegos, emprendieron una precipitada huida, arrojando las armas para correr más aprisa. Trescientos o cuatrocientos, sin embargo, permanecieron en la plaza y depusieron carabinas y cimitarras en señal de rendición.
Sandokán y Tremal-Naik se abalanzaron hacia el demjadar, quien marchaba a la cabeza de su magnífica tropa, acompañado por un hombre vestido de franela blanca que llevaba en la cabeza un salacot de tela con un largo velo azul.
—¡Yáñez! —exclamaron ambos, precipitándose entre los brazos abiertos del portugués.
—El mismo que viste y calza —contestó riendo el exmilord. Lástima que haya llegado un poco tarde a tomar parte en la batalla que asegura el trono a mi hermosa Surama; pero hemos tenido bastante que hacer en el palacio real, ¿verdad, mi bravo demjadar?
El jefe de los sikhs hizo un gesto afirmativo.
—¿Y el rajá? —preguntó Sandokán.
—Está en nuestras manos.
—¿Y el griego?
—Se ha defendido como un condenado, ayudado por un manojo de favoritos y canallas dignos de él, y en la lucha ha caído con tres o cuatro balas en el cuerpo.
—¿Muerto?
—¡Por Júpiter! ¡Eran balas de carabina y de buen calibre, mi querido Sandokán…!
—Quizás sea mejor así —dijo Tremal-Naik—. De todas formas tus malayos han sido vengados.
—Tienes razón —asintió Sandokán—. ¿Está muy furioso el rajá?
—Está medio borracho y creo que no ha llegado a comprender que la corona se le caía de la cabeza —contestó Yáñez—. ¿Y dónde está Surama?
—A bordo de uno de nuestros poluar. Le mandaremos aviso en seguida.
—¿Y de dónde has sacado a toda esta gente?
—Son súbditos del padre de tu prometida. Pero deja las explicaciones para más adelante.
En aquel momento llegó Khampur.
—Jefe —dijo dirigiéndose a Sandokán—, ¿qué debo hacer? Todos los soldados del rajá escapan o se rinden.
—Ante todo, envía una buena escolta al poluar, para que traiga aquí a Surama lo antes posible. Luego, enviarás a tus hombres a ocupar todos los cuarteles de la ciudad y todos los fortines de los bastiones. Ya no encontrarán resistencia.
—Muy bien, jefe.
Y marchó corriendo, mientras sus montañeses desarmaban a los prisioneros y disparaban los últimos cartuchos contra las casas para que la población no saliera a la calle.
—Ahora, veamos al rajá —dijo Sandokán—. Guíanos, mi bravo demjadar. Tú has mantenido tu promesa y la rahni del Assam cumplirá lo pactado.
El jefe de los sikhs se dirigió al palacio real, seguido por Sandokán, Tremal-Naik y una pequeña escolta.
Los sikhs guardaban las puertas, ante las cuales habían colocado piezas pequeñas de artillería.
El grupo subió la escalinata principal de palacio y entró en el salón del trono, donde estaban reunidos los ministros y algunos de los más altos dignatarios del Estado.
El rajá estaba semiacostado en su lecho-trono, medio atontado por los licores y el susto. Sin duda, la muerte del griego, su leal aunque pérfido consejero, le había destrozado el alma.
Al ver entrar a Yáñez seguido por todos los demás, bajó del trono y, asumiendo un cierto aire de digna altivez que le infundía el coñac ingerido, le preguntó con voz ronca:
—¿Qué más quieres de mí, milord? ¿La vida acaso?
—Nosotros no somos assameses, alteza —contestó el portugués, quitándose el sombrero y haciendo una reverencia.
—¿Quizás al gobierno inglés le interesan mis riquezas más que mi vida?
—Se engaña, alteza.
—¿Qué quieres decir, milord?
—Que el gobierno inglés no tiene nada que ver en esta revolución, o sublevación, si así quiere llamarla.
El rajá hizo un gesto de estupor.
—Entonces, ¿por cuenta de quién habéis actuado? ¿Quiénes sois? ¿Quién os ha enviado aquí?
—Una muchacha a la que usted conoce muy bien, alteza —contestó Yáñez.
—¡Una muchacha!
—¿Sabe, alteza, quiénes son los guerreros que han vencido a sus tropas? —pregunto Sandokán, adelantándose.
—No.
—Los montañeses de Sadhja. Un grito terrible brotó del pecho del príncipe.
—¡Los guerreros de Mahur!
—Así se llamaba el valiente a quien su hermano mató a traición —continuó Sandokán.
—¡Pero yo no tomé parte en aquel asesinato! —rugió el príncipe.
—Eso es cierto —admitió Yáñez—; pero, alteza, no habrá olvidado lo que hizo con la pequeña Surama, la hija de Mahur.
—¡Surama! —balbuceó el príncipe, poniéndose lívido—. ¡Surama!
—Sí, alteza. ¿A quién la vendió? ¿Lo recuerda? El rajá permanecía mudo, mirando a Yáñez con intenso terror.
—Entonces, alteza, me permitirá recordarle que, en lugar de hacer sentar en el trono, como correspondía por derecho de nacimiento, a aquella muchacha, hija de un gran jefe que era tío suyo, la vendió como miserable esclava a una banda de thugs indios, para que hicieran de ella una bayadera. ¿Lo recuerda ahora?
Tampoco esta vez contestó el rajá. Sus ojos se dilataban cada vez más, como si fueran a saltarle de las órbitas.
—Aquella muchacha —prosiguió el implacable portugués— pidió nuestra ayuda y nosotros, que somos capaces de trastornar al mundo entero, vinimos aquí desde las lejanas regiones de Malasia para sostener sus derechos y, como puede ver, lo hemos conseguido, porque ya no es usted rajá. Es la rahni quien desde este momento reina en Assam.
El príncipe estalló en una risotada aguda, espantosa, que repercutió largamente en la inmensa sala.
—¡La rahni! —exclamó después, siempre riendo—. ¡Ah!… ¡ah!, ¡ah! Mis carabinas…, mis pistolas…, mis elefantes…, quiero casarme con la rahni… ¿Dónde está?… ¿dónde está? ¡Ah! ¡Hela aquí! ¡Bella, bellísima!…
Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik se miraron un tanto despavoridos.
—Se ha vuelto loco —dijo el primero.
—¡Bah! Hay hospitales en Calcuta —añadió el segundo—. Surama es ahora suficientemente rica como para pagarle una pensión principesca.
Y salieron los tres un poco pensativos, mientras el desgraciado, atacado de repente por una locura furiosa, seguía aullando como un poseso:
—¡Mis carabinas!…, ¡mis pistolas!…, ¡mis elefantes! ¡Quiero casarme con la rahni!
Diez días después de los acontecimientos narrados, cuando ya el desgraciado rajá había sido conducido a Calcuta, con una buena escolta, para ser internado en uno de los mejores establecimientos para locos, y cuando ya todas las ciudades del Assam habían hecho acto de sumisión completa, la bellísima Surama se casaba solemnemente con su amado sahib blanco, cediéndole la mitad de la corona.
—Finalmente felices —les dijo Sandokán, aquella misma noche, mientras una multitud delirante aclamaba a los nuevos soberanos del Assam, y los fuegos artificiales iluminaban fantásticamente la capital—. Ahora me toca a mí procurarme una corona, la misma que llevaba mi padre.
—¿Y cuándo será ese día? —preguntó Yáñez—: Ya sabes que nosotros dos, aunque de distinto color, somos más que hermanos. Habla y yo iré a ayudarte con mis sikhs y, si es preciso, con los montañeses de Sadhja.
—¡Quién sabe! —dijo Sandokán, tras un prolongado silencio—. Tal vez ese día esté más cerca de lo que imaginas; pero por ahora no quiero estropear tu luna de miel, como decís los blancos. Dentro de unos días embarcaré para Borneo con mis últimos malayos y dayaks y, cuando esté allí, tendrás noticias mías.
FIN