La noche era espléndida y fresca; se empezaban a notar los fuertes vientos de las no lejanas montañas, que se delineaban majestuosas hacia el Norte, primeros contrafuertes de la imponente cadena del Himalaya.
La luna resplandecía en un cielo purísimo, desprovisto de nubes, entre millares de estrellas que florecían sin cesar y hacía proyectar sombras larguísimas a los altos y tupidos grupos de bambúes.
Un profundo silencio, roto de vez en cuando por el aullido monótono y triste de algún chacal hambriento o por el chillido agudo de algún flying-fox, reinaba en la inmensa llanura.
Parecía que tigres, panteras y serpientes —animales que abundan en las junglas indias— no habían abandonado aún sus cubiles para empezar la caza.
Kammamuri y Sambigliong, sentados cerca de una hoguera, fumaban e intercambiaban de vez en cuando algunas palabras, mientras los dayaks paseaban silenciosamente tras la improvisada muralla, alimentando de vez en cuando el fuego.
Hacía un par de horas que velaban sin observar nada de extraordinario, cuando oyeron alzarse en la jungla un endiablado griterío, como si centenares de perros salvajes irrumpieran a través de los matorrales.
—¿Qué sucede ahí? —se preguntó Sambigliong levantándose.
—Los perros habrán descubierto algún nilgai y estarán tratando de cazarlo —contestó Kammamuri.
—¿O tal vez quieren atacarnos?
—No son peligrosos.
—¿No oyes que sus ladridos son cada vez más agudos? Parece que se aproximan.
Iba a responder Kammamuri, cuando en la jungla resonó un disparo de fusil, que hizo callar en seguida a la aullante manada.
—¡Ah! Esto sí es más peligroso que los perros —rezongó el maharato.
El disparo se había oído incluso dentro de las tiendas, haciendo precipitarse fuera a Sandokán y Tremal-Naik y despertando a todos sus hombres y a los elefantes.
—¿Quién ha disparado? —preguntó el Tigre de Malasia.
—Ninguno de nosotros, jefe —contestó Kammamuri.
—¿Nos habrán alcanzado los assameses?
—Yo creo más bien que se trata de algún caminante que se defiende de los perros salvajes.
—¡Hum! —exclamó Tremal-Naik—. ¿Quién se atrevería a internarse en la jungla solo y de noche? Te equivocas, mi buen Kammamuri.
Prestaron atención, pero no oyeron ningún otro disparo. Tampoco los perros volvieron a aullar.
—Tú, que eres hijo de las junglas, ¿qué propones? —preguntó Sandokán, dirigiéndose a Tremal-Naik—. ¿Tal vez enviar un grupo de hombres a investigar entre las cañas?
—Sería un pésimo consejo —contestó el bengalí—, que yo no daría a nadie. Este terreno se presta demasiado a las emboscadas.
—¿Sospechas que tratan de atraemos a una trampa?
—¿Sabes lo que yo haría en tu lugar, amigo Sandokán? Levantar de inmediato el campo y marcharnos, haciendo correr lo más posible a los elefantes.
—Acepto tu proposición, sin discutirla siquiera.
Luego, alzando la voz, ordenó:
—¡Eh, cornacas! Haced levantar a los elefantes y emprended la marcha. Todos los demás, dispuestos a montar. Os concedo cinco minutos para plegar las tiendas.
Malayos y dayaks se lanzaron a través del campamento come una bandada de buitres, desmontando las tiendas y arreglando con una rapidez fulminante alfombras, colchones y mantas, mientras Sandokán, Tremal-Naik y Kammamuri, superando la improvisada empalizada, avanzaban unos centenares de pasos por la jungla con la esperanza de descubrir algo.
Aún no habían transcurrido los cinco minutos y ya los, elefantes estaban dispuestos a partir, aunque demostraban su malhumor con sordos bramidos y con un alzar y bajar de orejas.
Dayaks, malayos y prisioneros estaban ya en sus puestos, unos dentro de las cajas, otros sobre los anchos lomos de los paquidermos, sujetándose con fuerza a las cuerdas.
Sandokán y sus compañeros, tras hacer una breve incursión sin descubrir nada sospechoso, se apresuraron a su vez a subir al elefante-guía, que era el único que se mantenía tranquilo.
—¿Estamos dispuestos? —preguntó Sandokán, una vez se hubo acomodado en la caja, junto a Surama.
—¡Todos! —contestaron a una los hombres.
—¡En marcha!
Los elefantes, como si hubieran comprendido que un grave peligro amenazaba a sus conductores, habían cesado de bramar, emprendiendo un verdadero galope, tan rápido que un buen caballo lo hubiera sostenido con dificultad. Viendo aquellas enormes masas, que tienen algo de antidiluviano, se creería que son muy lentos, cuando por el contrario poseen una extraordinaria agilidad y una resistencia increíbles, que les permiten competir, sin desventaja, con los mahari, los famosos camellos corredores del desierto del Sahara.
Apenas habían tomado impulso, un grito de rabia y angustia escapó de todos los labios.
A derecha e izquierda del camino tomado por los paquidermos, los bambúes y las hierbas secas, requemadas por el sol, empezaron a arder, como obedeciendo a una señal convenida.
—¡Me esperaba esta mala pasada! —exclamó Sandokán—. ¡Cornacas! ¡Apresurad la carrera o moriremos todos abrasados!
Sin esperar la orden, los conductores, viendo que el fuego se propagaba con increíble rapidez, habían cogido sus pinchos y los dejaban caer violentamente sobre las cabezas de los elefantes, al tiempo que lanzaban estridentes silbidos.
Llamaradas inmensas empezaban ya a alzarse, amenazando con encerrar a los fugitivos en un cerco de fuego.
Los hombres de Sandokán disparaban a diestro y siniestro, mientras los elefantes, aterrorizados, redoblaban su impulso, bramando de forma espantosa y hundiendo, como monstruosas catapultas, todos los matorrales que encontraban a su paso.
La rapidísima fuga tenía algo de espantoso y al mismo tiempo de fantástico.
Empezaron a caer chispas sobre los elefantes y sobre las personas que transportaban. Sandokán se apoderó de una manta y la echó sobre Surama, envolviéndola por completo, mientras Tremal-Naik gritaba a los demás:
—¡Deshaced los paquetes de mantas y colchones! Cubríos y resguardad las grupas de los elefantes.
La orden se cumplió en seguida y apenas a tiempo, porque las dos líneas de fuego, ya gigantescas, iban a unirse y a cerrar por completo la retirada.
—¡Dirígete al río, cornaca! —ordenó Sandokán, que incluso en aquellos momentos conservaba toda la calma de gran capitán—. ¡Allí está nuestra salvación! Echa esta manta por la cabeza del elefante y véndale los ojos. ¡Vosotros haced otro tanto! ¡Ánimo, y a través del fuego!
Los paquidermos, asustados al verse ante aquellas cortinas llameantes, parecían vacilar sobre si seguir la carrera. Pero cuando se sintieron envolver la cabeza, con las mantas y cortinas, se lanzaron locamente hacia delante, presa de mayor espanto y produciendo terribles clamores.
Las dos cortinas de fuego distaban pocos metros una de otra. Medio minuto más y se hubieran juntado. Chispas, cenizas ardientes, hojas encendidas caían por todas partes, y el aire iba a volverse irrespirable de un instante a otro.
Los cinco elefantes llegaron como un huracán al punto en que las dos líneas de llamas iban a unirse, y atravesaron el resquicio con ímpetu de proyectiles y redoblando sus clamores.
Cuatro o cinco balas de carabina saludaron su paso; pero habían sido disparadas desde tanta distancia que las balas no produjeron ningún efecto en el grueso cuero que revestía a aquellos colosos.
Los cornacas se apresuraron a quitar las mantas que envolvían las cabezas de los animales, mientras los hombres de Sandokán tiraban los colchones y cortinas en los que había prendido el fuego.
—No esperaba tener tanta suerte —dijo Sandokán, de buen humor—. Si los elefantes siguieran esta carrera endiablada tres o cuatro horas más, ya no tendríamos nada que temer de los assameses. ¿Qué dices tú, Tremal-Naik?
—Digo —contestó el bengalí— que desde este momento podremos seguir tranquilamente nuestro viaje hacia Sadhja, sin que vuelvan a molestamos, ¿verdad, Bindar?
—Sí, sahib —contestó el fiel muchacho—. Dentro de dos días estaremos entre las montañas en que reinaba el padre de la princesa, el valeroso Mahur.
—¡Cuánto me gustará volver a ver mi tierra natal! —exclamó la futura reina del Assam, con un suspiro—. ¡Con tal de que se acuerden aún del jefe de los kotteris…!
—¿Acaso no estoy yo aquí? —dijo Bindar—. Mi padre era uno de los más fieles servidores del tuyo y tengo en las montañas muchos parientes. Bastará con que te presente a Khampur.
—¿Quién es?
—El nuevo jefe de los kotteris. Era íntimo amigo de tu padre, y estará muy contento de volver a verte y de poner a tu disposición todos sus guerreros. Odia a Sindhia y no se negará a ayudarte.
—¡Esperémoslo! —contestó Surama—. A mí me basta con liberar al sahib blanco a quien tanto amo.
—Le volverás a ver antes de lo que imaginas —dijo Sandokán—. Ocurra lo que ocurra, no abandonaré el Assam sin antes haber arrancado a mi hermano blanco de las garras de aquel borrachín de Sindhia y sin haber saldado cuentas con aquel perro griego, causa principal de todas nuestras desgracias. Dentro de quince días, y tal vez antes, todo habrá terminado, y me iré a respirar una bocanada de aire marino, que me hace muchísima falta.
—¡Cómo! ¿No te quedarás en mi corte, si es que llego a ser la rahni del Assam?
—Sí, un par de semanas; pero después regresaré a Borneo —dijo Sandokán, repentinamente taciturno—. También por mis venas corre sangre de rajá; en otros tiempos mi padre fue poderoso y dominaba una región tal vez más grande que el Assam. Pensemos ahora en daros un trono a Yáñez y a ti; después me ocuparé de poner una corona sobre mi cabeza. Hace ya veinte años que medito la venganza; veinte años que un miserable extranjero se sienta en el trono de mis antepasados, después de haberse desembarazado de mis padres y mis hermanos. El día en que yo aparezca en las orillas del lago de Kini Ballù será un día de sangre y fuego.
—¡Sandokán! —exclamaron Tremal-Naik y Surama. El terrible pirata se había puesto en pie con los ojos encendidos, el rostro alterado por un furor espantoso, agitando la mano derecha como si blandiese una cimitarra sedienta de sangre y de muerte; pero pasados unos instantes volvió a sentarse, tan tranquilo como antes, diciendo con voz ronca:
—¡Esperemos ese día!
Cargó rabiosamente la pipa, la encendió y se puso a fumar enérgicamente, mirando la jungla que seguía ardiendo detrás de los elefantes.
Tremal-Naik le palmeó un hombro.
—Ese día —dijo—, espero que me tengas como compañero.
—Te acepto desde ahora —contestó el Tigre de Malasia.
—Y yo —intervino Surama— pondré a tu disposición todos los tesoros del Assam y todos los sikhs.
—Gracias, muchacha, pero a todo eso prefiero a Yáñez, mi genio bueno. El príncipe consorte podrá ausentarse un par de meses.
—Y doce si quieres.
Los elefantes, aún asustados por los resplandores del incendio, proseguían su rapidísima carrera, jadeando y dando tales sacudidas a las cajas, que las personas que las ocupaban caían, de vez en cuando, en brazos unas de otras.
La jungla se extendía a lo largo de la orilla derecha del Brahmaputra, pero poco a poco tendía a cambiar.
Los bambúes desaparecían, dejando paso a altas gramíneas, a rápidas matas, a mangos que formaban soberbios grupos, a los taras y a las latanias. Sin embargo, seguía siendo una región sin poblados, sin cabañas, porque a los indios no les gusta habitar donde imperan los tigres, los rinocerontes, las panteras y las serpientes de mordedura fatal.
Aquella carrera velocísima duró hasta las diez de la mañana; entonces Sandokán, viendo que los paquidermos disminuían la marcha, dio señal de parada.
Ya no había nada que temer por parte de los assameses. Aunque hubieran tenido caballos de buena raza, no hubieran podido rivalizar con aquellos colosos, que durante cinco o seis horas habían mantenido una velocidad absolutamente extraordinaria.
La parada se prolongó hasta las cuatro de la tarde; después los elefantes reemprendieron la marcha de buen humor, sin necesidad de ser azuzados por sus conductores, ya que durante el reposo habían encontrado una abundante provisión de Typha y de ramas de bâr (Ficus indica,) el alimento que prefieren a todos los demás, cuando no encuentran hojas de pipal (Ficus religiosa).
A medianoche seguían aún caminando, avanzando hacia las ya cercanas cadenas de montañas en las que habitaban los súbditos del difunto Mahur, el padre de Surama.
Las junglas habían desaparecido poco a poco para dejar paso a llanuras onduladas, cubiertas de grupos de árboles, a cuya sombra se sucedían ya pueblecillos, rodeados de arrozales.
Se hizo una nueva parada que se prolongó hasta las siete de la mañana; entonces los incansables elefantes reemprendieron el camino, dirigiéndose hacia el Nordeste, donde ya se delineaban algunas cadenas de montañas altísimas, cubiertas por inmensas selvas.
Al día siguiente —tras dos etapas más—, los elefantes, ágiles y rápidos, empezaban a subir los primeros escalones de aquellas boscosas cadenas, que se alzaban gradualmente.
La región empezaba a poblarse. De vez en cuando, aparecían en los declives minúsculos pueblecillos, en medio de tupidos grupos de mangos y de estupendos tamarindos.
—Aquí están los súbditos de mi padre —decía Surama con un suspiro—. Cuando sepan que la hija del antiguo jefe de los kotteris ha vuelto después de tantos años, no le negarán su apoyo.
—Eso espero —contestó Sandokán.
Aquella noche plantaron su campamento en medio del espeso bosque y no hubo noche más tranquila que aquella, ya que en las montañas no abundan ni perros salvajes ni chacales, y son más bien raros los tigres, que prefieren el clima húmedo y cálido de las junglas.
Bindar se ocupó de tocar diana —ya que poseía un ramsinga de cobre— a las cuatro de la mañana. Todos deseaban reposar aquella noche en Sadhja, antigua residencia del jefe de los kotteris.
Los elefantes —bien reposados y nutridos, porque habían encontrado banianos que saquear— reemprendieron alegremente la marcha, bordeando una enorme quebrada en cuyo fondo rumoreaba el Brahmaputra, que tal vez después de una labor de millares y millares de años se había abierto un paso entre aquellas montañas para llegar al sagrado Ganges y verter sus aguas en el golfo de Bengala.
Aunque las pendientes fueran fangosas, los elefantes avanzaron rápidamente, demostrando una vez más su increíble resistencia y su agilidad extraordinaria.
Hacia el atardecer, la caravana, después de superar otras montañas altísimas, con abundantes bosques —porque la vegetación de la India no acaba sino donde empiezan las nieves y los glaciares— entró finalmente en Sadhja, la capital del pequeño Estado, casi independiente, de los kotteris, los montañeses guerreros más valerosos del Assam.
Bindar condujo a sus jefes a una vasta cabaña, rodeada de un jardín, en que habitaba uno de sus parientes.
La cabaña en cuestión se hallaba fuera de las murallas de la ciudad, y por el momento no deseaban despertar la curiosidad de la población.
Ya se aproximaba la noche y la mayor parte de los montañeses estaban en sus casas cenando, por lo que casi nadie prestó atención a la llegada de la caravana.
Dos viejos indios, parientes del joven, acogieron cortésmente a los huéspedes recomendados por su sobrino, poniendo a su disposición cuantas provisiones poseían.
—Cenad sin preocuparos de mí —dijo Bindar—, y consideraos como en vuestra casa. Yo voy a avisar a Khampur de vuestra llegada.
—¿Cómo acogerá la noticia? —preguntó Sandokán, que parecía algo pensativo.
—Khampur era un devoto amigo de Mahur, el gran jefe de les kotteris guerreros, y se sentirá dichoso de ver a la hija del valiente montañés. Además, sé que odia mortalmente a Sindhia y que no le ha perdonado nunca el que vendiera como una miserable esclava a la última princesa de Sadhja.
Dicho esto, el excelente muchacho salió en dirección a la ciudad, después de coger, tal vez en un exceso de precaución, su carabina.
Sandokán se dirigió al jefe de los sikhs, sentado frente a él y le preguntó:
—¿Puedo contar realmente con la fidelidad de tus hombres?
—Siempre, sahib —contestó el demjadar—. Cuando tú lo desees, desplegarán tu bandera, si la tienes, y abrirán fuego contra el palacio real.
—Tengo mi bandera en el equipaje —contestó Sandokán, con una sonrisa extraña—. Es roja, con tres cabezas de tigre. Los ingleses saben cuánto vale.
—Dámela, y mis hombres la harán ondear ante el rajá.
—Sí, mañana, cuando descendamos el Brahmaputra —contestó Sandokán—. Será la nueva bandera del Assam, ¿verdad, Surama?
—Y yo la conservaré religiosamente, si llego a ser la rahni —dijo la joven princesa—. Así recordaré siempre que debo mi corona a los tigres de Mompracem.
Apenas habían terminado la cena cuando entró Bindar seguido de un indio bien parecido, de unos cuarenta años, vestido como un rico kaltán, o sea con un traje medio oriental, con ancha faja de seda roja llena de pistolones y de distintos tipos de armas blancas.
Era un hombre de estatura imponente, vigoroso como un jungli-kudgia, barbudo como un bandolero de las montañas, con ojos negrísimos y fulgurantes y facciones enérgicas. Nada más verle se comprendía que debía de ser un gran jefe y sobre todo un hombre de acción.
Antes de que Sandokán y sus compañeros pudieran ponerse en pie, fue directamente hacia Surama y se arrodilló ante ella, diciéndole con voz alterada por una profunda emoción.
—¡Salud a la hija del valeroso Mahur! No puedes ser otra.
La joven princesa le levantó con un rápido gesto:
—Mi primer ministro no debe permanecer a mis pies, si un día consigo derribar a Sindhia… —dijo.
—¡Yo tu primer ministro… rahni! —exclamó el montañés maravillado.
—Si con la ayuda de estas personas que me rodean, y que por valor valen mil hombres cada una, consigo la corona que me corresponde.
Khampur echó una mirada sobre malayos y dayaks y la detuvo en el Tigre de Malasia.
—Aquel es el jefe, ¿verdad Surama? —preguntó.
—Sí, un hombre invencible.
—Se nota con sólo mirarlo —contestó el assamés—. Yo entiendo de hombres valerosos y él tiene fuego en los ojos.
—Y también una mano rápida —dijo Sandokán, sonriendo y avanzando hacia el montañés, que parecía esperar un buen apretón de manos.
—Tú, sahib, eres un valiente —dijo el montañés— y te doy las gracias por haber recogido y protegido a la hija de mi amigo, el valeroso Mahur. Bindar me lo ha contado todo. ¿Qué puedo hacer yo?, ¿qué es lo que tú quieres? Habla: Khampur está dispuesto a dar su vida, si es necesaria, por la felicidad de Surama.
—Lo único que deseo de ti es que me proporciones mil montañeses, decididos a todo y las barcas necesarias para conducirlos a Goalpara —contestó Sandokán—. ¿Puedes proporcionármelos?
—Y también dos mil si los quieres —contestó Khampur—. Cuando mañana sepan mis súbditos que la hija de Mahur ha vuelto, afilarán sus armas inmediatamente y descolgarán de las paredes sus escudos de piel de búfalo.
—Nos basta con la mitad, con tal de que sean escogidos y valientes —dijo Sandokán—. Podemos contar con la guardia del rajá, que está formada por sikhs, ¿verdad demjadar?
—Cuando quieras, sahib, estarán dispuestos —contestó el jefe ce los mercenarios—. Sólo tengo que decirles una palabra.
Khampur miró atentamente al sikh, después dijo con cierta satisfacción:
—Es un verdadero guerrero; conozco el valor de estos montañeses.
—¿Cuándo pueden estar preparadas las barcas? —preguntó Sandokán.
—Mañana después del mediodía, mis hombres estarán preparados para descender por el Brahmaputra.
—¿De cuántas embarcaciones puedes disponer?
—Tengo una veintena de pequeños navíos entre poluar y bangle, y podemos cargar una cincuentena de hombres en cada uno de ellos.
—¿Cuánto crees que tardaremos en llegar a Gauhati?
—No más de dos días, si no encontramos obstáculos. Sé que el rajá tiene una flotilla en el río.
—¿Dispones de artillería?
—Tengo una veintena de falconetes.
—Mis hombres se encargarán de probarlos en las barcas del rajá, si tratan de cortamos el paso —dijo Sandokán—. Por otra parte, nosotros avanzaremos con mucha prudencia y tratando de no infundir sospechas. Es preciso caer de repente sobre la capital y tomarla por asalto con un golpe de mano.
—Se hará como tú quieras, sahib —dijo Khampur—. Mis hombres te seguirán adonde tú vayas. Voy a hacer tocar el tumburà, para que mañana estén aquí todos los guerreros de la montaña.
Se arrodilló delante de Surama y le besó repetidamente el borde del vestido, homenaje que se rinde sólo a los soberanos y a las princesas; y, después de dar a todos las buenas noches, salió rápidamente, regresando a la ciudad.