27. La carga de los Jungli-Kudgia

Unos minutos después la pequeña columna reemprendía la interminable retirada a través de las junglas, retirada semejante en cierto modo a la famosa realizada a través del Bundelkund por Tantia Topi, el célebre general de los indios insurrectos de 1857, que durante todo un año —junto con la bellísima rahni de Jhansie— tuvo en jaque a tres cuerpos del ejército inglés.

Los elefantes seguían avanzando con prudencia, tanteando primero el fango para asegurarse de la solidez del subsuelo y aspirando el agua que rezumaba por los agujeros abiertos por sus patazas.

El elefante-guía —ya calmado— llevaba siempre alta la cabeza, indicando a sus compañeros con sordos bramidos el camino que debían seguir.

El instinto de aquel animal —el mayor de los cinco— era una pura maravilla, porque a la primera ojeada sabía escoger el sitio por donde podía pasar más fácilmente.

No se veía rastro de los assameses; pero Sandokán y Tremal-Naik estaban completamente seguros de que no habrían renunciado a la persecución.

La marcha proseguía muy lenta, poniendo a dura prueba los músculos de los paquidermos.

Los grupos de bambúes, unas veces altísimos, otras por el contrario bajos, gruesos y espinosos, se sucedían casi sin interrupción; pero los bancos de fango no parecían terminar. Tal vez aquella jungla había sido en el pasado el fondo de un inmenso pantano.

Cuervos, bozzagros y cigüeñas se alzaban en grandes bandadas al acercarse los elefantes. Otras veces se trataba de pavos reales, considerados sagrados por los indios porque —según sus extrañas leyendas—, representan a la diosa Sarasvati, que protege los nacimientos y los matrimonios; o bien parejas de sâras, más conocidas con el nombre de grulla antígona, las más hermosas de su especie, con plumas sedosas de un precioso color gris perla, y la cabeza pequeña y adornada por plumas rojas. Son también las mayores, ya que alcanzan con frecuencia un metro y medio de altura. Lo mismo que los pavos reales son veneradas por representar el emblema de la fidelidad conyugal, y tal vez no sea un error porque van siempre emparejadas.

También se veían perros salvajes, de pelo corto y rojizo, que escapaban a través de los matorrales, y alguna tcita, graciosa y pequeña pantera de la India, que se domestica con mucha facilidad y es utilizada en la caza de antílopes.

Durante dos horas, los paquidermos siguieron luchando en el terreno pantanoso, haciendo sufrir bruscas sacudidas a las personas que los montaban; luego, habiendo encontrado un trozo de terreno firme, que formaba como una franja de varios centenares de pasos y tres o cuatro metros de ancho, cubierto de unas hierbas palustres, del tamaño de hojas de sable, que gustan mucho a los paquidermos, se detuvieron como de común acuerdo.

—Están cansados —dijo el cornaca del elefante-guía, volviéndose hacia Sandokán—. Además aquí han encontrado su pasto.

—Hubiera preferido seguir hasta encontrar terreno duro.

—No debe de estar lejos, señor. Veo una línea oscura en el horizonte. Allí debe de haber bosques de palas, que son árboles que no se desarrollan en terrenos muy acuosos. Además, estos animales se conformarán con unas horas de reposo.

—Aprovecharemos para comer, si tenemos aún víveres.

—En seguida nos procuraremos unos buenos asados —dijo Tremal-Naik—. Hay muchas aves, y tenemos buenos fusiles de caza.

—De acuerdo —contestó Sandokán—. Haremos una incursión hacia el Norte, para ver si los assameses nos siguen aún.

Bajaron todos, improvisando un campamento en medio de las Typha elephantina, como llaman los botánicos a las citadas hierbas; pero los víveres no eran suficientes para tantas bocas. Sólo tenían medio saco de bizcocho y media docena de latas de carne en conserva.

Por tanto, se decidió organizar inmediatamente una partida de caza, y aprovechar también para guardar algo de comida, ya que no siempre se encuentran en las junglas aves tan grandes como los pavos reales y los sâras.

Sandokán y Tremal-Naik se armaron de fusiles de cañón doble, de fabricación inglesa, con sus correspondientes cargas, y saltaron resueltamente en medio del terreno pantanoso, seguidos por cuatro malayos, provistos de carabinas y cimitarras, que les daban escolta.

Cruzaron una especie de canal fangoso y encontraron otro trozo de terreno sólido, cubierto de bambúes, que parecía de mayor extensión que el anterior, donde se habían detenido los elefantes.

Entre las gigantescas cañas, de hojas verde cálido, abundaban extraordinariamente las aves. Grullas, pavos reales, ocas, papagayos, revoloteaban en todas direcciones, junto con bandadas de ánades, sin manifestar demasiado miedo ante la presencia de los cazadores.

Sandokán y Tremal-Naik no tardaron en abrir fuego, y siendo ambos magníficos cazadores, derribaron en pocos minutos un buen número de aves, que recogieron los malayos de la escolta.

Como seguían encontrando terreno resistente, se internaron en una llanura muy vasta, cubierta de espesos matorrales y de algún grupito de palmas.

—Este lugar irá muy bien a nuestros elefantes —dijo Sandokán al bengalí—. Les haremos desviarse hacia aquí; así podrán galopar a placer.

—También es un sitio propicio para la caza mayor —añadió el bengalí, deteniéndose bruscamente.

—¿Qué has visto?

—Caza peligrosa, pero muy grande.

—No veo más que sâras revoloteando.

—Mira junto a aquellas matas, que se extienden a doscientos pasos de nosotros. Es un jungli-kudgia.

—¿Un búfalo salvaje, quieres decir?

—Sí, Sandokán.

—Dentro de media hora te diré si sus bistecs son verdaderamente exquisitos, como he oído afirmar muchas veces.

—Haz esconder a tus hombres y cambiemos las armas. Esos animales tienen una piel a prueba de espingardas.

Cogieron dos carabinas con sus correspondientes municiones, dieron orden a los hombres de su escolta de que se escondieran en medio de un matorral y se alejaron, inclinándose, para no ser descubiertos antes de tener a tiro al animal.

Se trataba efectivamente de uno de los gigantescos búfalos que, en cuanto a tamaño, no tienen nada que envidiar a los bisontes de la América septentrional. Son de cabeza corta, frente ancha y alta, provista de cuernos ovalados y muy planos, que primero se curvan hacia atrás para volver de nuevo hacia delante; el cuello grueso y corto, el lomo giboso y el pelaje rojizo.

Después de los tigres, son las fieras más peligrosas de las junglas, pudiendo rivalizar con los formidables rinocerontes, aunque su mole es muy inferior a la de estos. No obstante, alcanzan con frecuencia los tres metros —del hocico al principio de la cola—, con una altura de un metro ochenta centímetros; su piel es tan dura y gruesa que se utiliza para hacer unos escudos muy resistentes, a prueba de sable.

Son irascibles, valerosos hasta la insensatez, y una vez lanzados a la carrera no se detienen ni ante un ejército de cazadores. Además no temen ni a tigres ni a panteras, y no vacilan en empeñar con esas terribles fieras furiosos combates.

El jungli-kudgia descubierto por Tremal-Naik pastaba tranquilamente a lo largo del margen del matorral, sin manifestar ninguna aprensión, aunque esos animales tienen un oído finísimo, que les compensa ampliamente de su pésima vista.

Fue precisamente aquella tranquilidad lo que no causó buena impresión al bengalí, que conocía muy bien las costumbres de aquellos animales, habiéndolos cazado durante años en las Sunderbunds del Ganges.

—Esa calma no me gusta nada —dijo a media voz a Sandokán, que se arrastraba a unos pasos de distancia—. No debe de estar solo. Acostumbran a ir en manadas muy numerosas.

—Entre tanto, matemos a este —dijo Sandokán, que no quería perder una presa tan grande—. Detrás de nosotros están emboscados los malayos. Déjame el primer tiro.

El jungli-kudgia presentaba un magnífico blanco, porque en aquel momento ofrecía al tirador su amplio pecho, dejando indefenso el corazón.

Una detonación seca hizo escapar a las grullas y a los pavos reales, escondidos entre las cañas.

El bisonte indio, herido un poco por debajo de la paletilla izquierda, emitió un largo mugido, bajó rápidamente la cabeza y se abalanzó al lugar en que aún se veía ondear la nubecilla de humo.

La furiosa carrera duró sólo un par de segundos, porque cayó pesadamente a menos de veinte pasos del cazador, agitando las patas con frenesí.

Apenas había caído, los matorrales se abrieron bajo un choque irresistible, y quince o veinte búfalos gigantescos irrumpieron a través de la llanura, en una espantosa carga.

—¡Piernas, Sandokán! —rugió Tremal-Naik, disparando a lo loco, aunque estaba seguro de no detener a los furibundos colosos.

Los dos cazadores, que tenían alas en los pies, se reunieron en pocos instantes con los malayos, llevando tras ellos a los búfalos en su desenfrenada carrera; luego saltaron a la zona pantanosa, refugiándose a tiempo entre los elefantes.

A sus gritos de alarma, todos los acampados se pusieron en pie, imaginando un nuevo ataque de los assameses y cogieron las carabinas mientras los cornacas hacían levantar precipitadamente a los paquidermos que se habían tumbado para pacer mejor las altas y durísimas Typha. Los bisontes se detuvieron un momento cerca de los matorrales donde poco antes se escondían los malayos, esperando tal vez que los cazadores se hubieran emboscado allí, y después reemprendieron su endiablada carga, abatiéndolo todo a su paso.

Parecían proyectiles disparados por algún formidable cañón de marina, tal era su ímpetu.

Los bambúes —que como es sabido son extraordinariamente resistentes—, caían segados por las patazas de aquellos demonios, como si fueran simples juncos.

Al llegar ante la zona fangosa se detuvieron de golpe, inclinándose hasta el suelo y amontonándose unos contra otros.

—¡Por Siva! —exclamó Kammamuri, reuniéndose con sus jefes, que se habían puesto a salvo sobre su elefante—. ¡Esto no son assameses! Son mucho más peligrosos que aquellos gandules.

—¡Adelante, cornacas! —gritó Tremal-Naik—. Si cruzan esa franja, atacarán a los elefantes.

—¡Y vosotros haced fuego! —ordenó Sandokán, viendo que también todos sus hombres habían montado.

Resonaron ocho o diez disparos, pero no obtuvieron otro efecto que enfurecer aún más a los jungli-kudgia.

Los elefantes, instigados por los cornacas, se lanzaron animosamente al barro, avanzando a toda prisa, temerosos de tener que probar la fuerza y agudeza de aquellos terribles cuernos.

Al ver que se alejaban, los bisontes en lugar de calmarse se pusieron a mugir de una forma espantosa y a dar saltos: luego intentaron echarse a su vez a la zona pantanosa, pero dándose cuenta de que sus patas —que no tenían el espesor de las de los elefantes— se hundían por completo, volvieron a la franja de terreno firme, siguiendo por ella a los fugitivos.

—¿No van a dejarnos? —preguntó Sandokán, empezando a inquietarse—. Hubiera preferido encontrar a los assameses.

—Estos animales son testarudos y muy vengativos —contestó Tremal-Naik—. Esperarán a que nuestros elefantes encuentren terreno duro, para atacarnos.

—Espero que antes de eso estarán diezmados.

—No tenemos otra cosa que hacer, amigo.

—Sólo estoy a trescientos metros, y nuestras carabinas tienen dos veces ese alcance.

—Pero el balanceo de los elefantes hará muy difícil el tiro.

Sandokán cogió la carabina, se plantó firmemente sobre las piernas, apoyando el pecho contra el borde superior de la caja, y apuntó el arma, esperando a que el elefante-guía encontrase algún punto sobre el que apoyar las patas con menor violencia.

Transcurrieron unos minutos, luego Sandokán disparó, aprovechando un instante de pausa del elefante.

La bala, aunque bien dirigida, fue a romper uno de los cuernos del bisonte que conducía la manada, y que era el mayor de todos.

El animal se detuvo un momento, sorprendido, tal vez, al ver caer ante él una de sus principales defensas: luego prosiguió tranquilamente la marcha, como si nada hubiese ocurrido.

—¡Saccaroa! —exclamó Sandokán, dejando el arma aún humeante, para coger otra que le tendía Kammamuri—. Esos animales son comparables a los rinocerontes.

—Ya te lo he dicho —recordó Tremal-Naik. Sandokán volvió a apuntar al jefe de la manada, al que se prometía derribar a toda costa.

Dos minutos más tarde, resonó otro disparo y la bala pasó de largo, sin tocar a ningún miembro de la manada.

—Malgastas el plomo —dijo el bengalí.

—Aún tengo una bala.

—Por lo menos confesarás que se dispara mal a lomos de un elefante, y que para acabar con toda esa manada emplearíamos todas nuestras municiones.

—Cosa que no deseo en absoluto, porque no sabemos si los assameses nos siguen aún o se han vuelto atrás.

—¡Hum! Lo dudo: son tan testarudos como los jungli-kudgia.

Levantó la carabina por tercera vez, esperando el momento favorable.

Una nueva detención del elefante-guía —hundido en el fango hasta las rodillas, lo que le hizo permanecer inmóvil unos momentos—, le permitió hacer su último disparo.

El bisonte emitió un largo mugido, luego se detuvo bruscamente, bajando la cabeza casi hasta el suelo, con la lengua colgando.

Toda la manada se detuvo, mirándolo y mugiendo. Comprendía que su jefe había sido herido gravemente. El colosal bisonte seguía inmóvil. Mantenía la cabeza baja y de su boca, junto con una baba sanguinolenta, salían roncos mugidos, que se debilitaban por momentos.

—¡Va a morir! —exclamó Sandokán. Entonces el bisonte cayó de rodillas, hundiendo el hocico en el fango. Trató de incorporarse; pero las fuerzas le faltaron y cayó de costado.

—Parece muerto, ¿verdad, Tremal-Naik? —dijo Sandokán, muy contento ante aquel inesperado éxito.

—Has proporcionado una buena presa a los chacales y a los perros salvajes… y también a nosotros nos hubiera ido de maravilla —contestó el bengalí—. Disparas como Gengis Khan lanzaba sus flechas.

—No le conozco, ni me preocupa saber quién es.

—Un gran caudillo y un famoso arquero. Los bisontes, después de olfatear repetidamente a su jefe, y de manifestar su rabia con fuertes mugidos, reemprendieron la marcha, casi paralelos a los paquidermos. Era de desear que aquella zona pantanosa se prolongara indefinidamente, o por lo menos hasta las faldas de las montañas de Sadhja, cosa imposible de esperar. Durante otras dos horas los elefantes siguieron su carrera, obstinadamente seguidos por los bisontes. Después, al encontrar otro espacio de terreno sólido, que formaba como un islote en medio del fango, con una circunferencia de trescientos o cuatrocientos pasos, Sandokán ordenó una segunda parada.

Era una precaución necesaria porque ya pasaba del mediodía y, de seguir avanzando sin ningún amparo, se arriesgaban a sufrir una insolación, no menos fatal que la mordedura de las venenosísimas serpientes de anteojos. Por otra parte, estaban todos hambrientos, ya que por culpa del ataque furioso de los jungli-kudgia, no habían podido prepararse la comida durante la primera parada. El lugar no estaba mal elegido, porque un ancho canal fangoso les defendía del ataque de los obstinados animales; además en aquel islote, junto con numerosas palmas y arecas, se veían algunos ham, o sea mangos, cargados de frutos oblongos de tres o cuatro pulgadas de longitud, que bajo su corteza dura y verdosa, contienen una pulpa amarillenta, de sabor exquisito, muy saludable, si están bien maduros.

Improvisaron el campamento de la mejor forma posible, a la sombra de los árboles, porque los elefantes sufren con el calor, y si se les tiene muy expuestos al sol, corren el peligro de que se les agriete la piel, formando incluso llagas que a veces son muy difíciles de curar. Por eso sus cornacas les untan de grasa, principalmente en la cabeza.

Encendieron varias hogueras para asar las aves cazadas por Sandokán y Tremal-Naik.

Mientras se doraban los asados —habían espetado las aves con las baquetas de hierro de las carabinas—, atentamente vigilados por media docena de cocineros improvisados, Sandokán, Surama y el bengalí, escoltados por algunos dayaks, exploraban la isla, para recoger fruta, ya que no les quedaba ni un bizcocho.

Su excursión no fue inútil porque, además de numerosos y maduros mangos, tuvieron la suerte de descubrir un par de mahuah —preciosísimas plantas, llamarlas con razón el maná de las junglas porque, después de la caída de sus flores, que son asimismo comestibles aunque tienen sabor de musgo, dan unas grandes frutas de cáscara violácea, que contienen almendras blancas y excelentes, lechosas, con las que los indios se preparan sabrosísimas hogazas que sustituyen perfectamente el pan.

La comida, muy abundante porque todas las aves eran de gran tamaño, fue devorada en pocos minutos; luego todos ellos, excepto Sandokán y Tremal-Naik, se tendieron bajo la fresca sombra de las palmas, al lado de los elefantes, que estaban comiendo una abundante provisión de ramas tiernas y hojas, ya que no se les podía dar papilla de harina de trigo, ni la acostumbrada libra de ghi.

Los dos jefes —que seguían recelando un ataque por parte de los assameses, y que como auténticos aventureros que eran, no sentían necesidad de descanso—, cogieron de nuevo sus armas para vigilar las dos orillas del islote. Querían también comprobar qué hacían los bisontes, a los que poco antes habían visto rondar al otro lado de la zona fangosa.

Después de dar toda la vuelta al islote, descubrieron a los jungli-kudgia. Se habían tendido al otro lado del canal, pastando las duras hierbas palustres que crecían junto a ellos.

Viendo aparecer a los dos cazadores, se incorporaron en un instante, con los ojos inyectados en sangre, azotándose los flancos con sus largas colas.

Mugían ferozmente y movían la cabeza con frenesí, como si trataran de dar cornadas.

—Ahora ya no estamos a lomos de los elefantes —dijo Sandokán—. Este es el momento de disparar contra ellos.

Acercó las manos a los labios y emitió un largo silbido.

Malayos y dayaks se precipitaron en seguida hacia la orilla.

—Disparad contra esos malditos —les dijo Sandokán—. Ya es hora de acabar con esta persecución que ha durado demasiado.

Fue una terrible descarga. De dieciocho bisontes, cayeron once, muertos o moribundos; los demás, en vista del peligro, se alejaron a todo correr, poniéndose a salvo entre los tupidos grupos de bambúes, que cubrían la jungla septentrional.

No viendo más bisontes, nuestros fugitivos regresaron al campamento, segures de poder descansar sin que les molestaran.

Hacia las cuatro de la tarde, cuando el intenso calor empezaba a disminuir, levantaron el campo y los elefantes reemprendieron la marcha, siempre precedidos por el guía. Media hora más tarde, encontraron finalmente el terreno duro. La jungla pantanosa había terminado y empezaba la seca; con extensiones de los eternos bambúes lisos y espinosos, de altísimas hierbas semiquemadas por el sol, de inmensos matorrales con algún grupo de mindos —unos graciosos arbustos de corteza blancuzca, hojas verde pálido y largos racimos de flores, de un amarillo delicado y perfume delicioso.

Era el momento de lanzar a los elefantes a toda carrera para dejar definitivamente atrás a los assameses, si aún les perseguían.

Pero una desagradable sorpresa —a cargo de los implacables bisontes— esperaba a los fugitivos.

Nadie pensaba ya en aquellos animales, a los que no habían vuelto a ver después de la desastrosa derrota sufrida en la orilla del canal fangoso, cuando les elefantes mostraron una repentina inquietud.

El guía se detuvo, agitando la trompa y lanzando sonoros berridos.

—¡En guardia, señores! —gritó el cornaca dirigiéndose a Sandokán y Tremal-Naik que se habían puesto en pie, escrutando los espesos matorrales que les rodeaban.

—Hemos olvidado a los jungli-kudgia —dijo Tremal-Naik.

—¡Otra vez esos bribones! —exclamó Sandokán, furioso.

—Ya te he dicho que no les conoces.

—¡Esta vez los exterminaremos!

—No tenemos más remedio, si queremos seguir la marcha tranquilamente.

Sandokán alzó la voz.

—¡Todos preparados! Fuego rápido, y apuntad lo mejor que podáis.

A pesar de los pinchazos, los elefantes no se movían ni cesaban de bramar. Se habían plantado sólidamente sobre sus patazas, con la trompa alta, dispuesta a dar vigorosos golpes, y la cabeza, baja, con los largos colmillos tendidos hacia delante.

Habían husmeado el peligro ames que les hombres y se preparaban a sostener gallardamente el choque con los adversarios, protegiéndose los flancos mutuamente, para que no les abrieran el vientre los agudos cuernos de los endemoniados animales.

Malayos y dayaks, apoyados en los bordes de las cajas, con los dedos en el gatillo de las carabinas, estaban dispuestos para apoyar y defender a los paquidermos.

Los jungli-kudgia se acercaban, aplastando los matorrales con su irresistible impulso. Las altas cañas oscilaban, luego caían, abatidas por los cuernos de acero de los colosales animales.

A juzgar por los desordenados movimientos de las cañas, la carga iba a producirse por diversas direcciones. Los astutos y vengativos animales no se lanzaban ya todos juntos, para no caer en grupo como poco antes.

—¡Aquí están! —gritó de pronto el cornaca.

Un bisonte, tras derribar con un último empujón una verdadera muralla de bambúes espinosos, se presentó en terreno descubierto, lanzándose con ímpetu salvaje contra el elefante-guía, llevando la cabeza baja para hundirle los cuernos en medio del pecho.

El ataque fue tan fulminante que Sandokán, Tremal-Naik, Kammamuri y Surama —que siendo buena tiradora se había armado también— no llegaron a tiempo de disparar.

Pero el elefante-guía, vigilaba atentamente. Alzó la poderosa trompa y, cuando vio el animal casi entre sus patas, le golpeó con fuerza sobre la grupa.

Pareció un disparo de espingarda. El jungli-kudgia, cayó de inmediato con la espina dorsal rota por el tremendo zurriagazo.

Casi en seguida se oyó un crac, como si crujieran huesos bajo alguna terrible presión.

El paquidermo había posado ambas patas posteriores sobre el moribundo, aplastándole la cabeza.

—¡Bravo guía! —gritó Tremal-Naik—. Esta noche tendrás doble ración de Typha.

Otros tres bisontes aparecieron en distintas direcciones, cargando furiosamente. Uno de ellos fue fulminado por una descarga de los hombres de Sandokán, el segundo fue a meterse entre dos elefantes de la retaguardia, que le aplastaron antes de que pudiera usar los cuernos, y el tercero herido —tal vez de gravedad— por una bala de Sandokán, volvió la espalda y se internó de nuevo en los matorrales, quizás para morir en paz allá dentro.

Pero entonces llegaba el grueso, que por suerte estaba formado sólo por otros cinco bisontes, únicos supervivientes de la numerosa tropa.

Les hicieron una terrible acogida. Malayos y dayaks —que habían tenido tiempo de cargar de nuevo sus armas—, les recibieron con un tiroteo que les detuvo en plena carrera; pero lo peor fue cuando los elefantes, azuzados por los cornacas, cargaron a su vez, abatiendo a golpes de trompa a los que —aunque gravemente heridos— trataban aún de levantarse.

—¡Eh, Tremal-Naik! —gritó alegremente Sandokán—. ¿Habremos acabado por fin?

—Eso espero —contestó el bengalí, no menos contento por aquel completo éxito.

—¿El que se ha refugiado en la jungla no irá en busca de otros compañeros?

—Las manadas de bisontes no se encuentran a cada paso; además cada grupo va por su cuenta y no se une nunca a los otros. Aprovisionémonos, porque aquí hay carne en abundancia y nosotros no tenemos nada. El filete y la lengua de estos animales tienen fama de ser bocado de rey.

Hicieron arrodillar a los elefantes y bajaron todos a tierra, sin ayuda de las escalas, corriendo hacia aquellas enormes masas de carne.

Sin embargo, no fue empresa fácil cerrar aquellas jorobas para sacar los filetes. Los bisontes indios —igual que los americanos—, ofrecen una resistencia increíble aún después de muertos, por el enorme grosor de sus huesos, a prueba de hachas.

Después de cansarse en vano, los malayos dejaron el puesto a Bindar y a los cornacas, más prácticos que ellos. Hecha una abundante provisión de lenguas y de carne escogida, la caravana reemprendió la marcha, subiendo hacia el Norte a paso bastante rápido, a pesar de los incesantes obstáculos que presentaba aquella interminable e incansable jungla.

Hacia las ocho de la noche, en el momento en que el sol se hundía en el horizonte y después de haber recorrido unas cuarenta millas en pocas horas, Sandokán dio la señal de parada, a poca distancia de la orilla derecha de Brahmaputra, el cual doblaba también, en sentido inverso, hacia septentrión, bajando de la imponente cadena del Himalaya.

Como era probable que en aquel lugar hubiera muchos animales feroces, Tremal-Naik y Kammamuri hicieron improvisar una empalizada de bambúes entrecruzados y encender a cierta distancia numerosas hogueras; luego levantaron las tiendas para defenderse de los golpes de luna, que en la India no son menos peligrosos que los del sol, porque no es raro que quienes duermen con el rostro expuesto al astro nocturno despierten ciegos.

Los flying-fox —feos vampiros nocturnos, de cuerpo revestido por una tupida piel rojiza, cabeza semejante a la de los zorros y alas negras, que cuando están enteramente desplegadas miden hasta un metro— empezaban a describir en el aire sus caprichosos zigzags, cuando Sandokán, Surama y Tremal-Naik se retiraron a su tienda, seguros de poder pasar finalmente una noche tranquila.

Los demás ya les habían precedido. Sólo Kammamuri y Sambigliong, con cuatro dayaks, montaron la guardia del campamento. Podía ocurrir que se ocultara en los alrededores algún tigre o alguna pantera y que, a pesar de las hogueras, intentaran atacar a los durmientes.