26. Entre fuego y plomo

¿Qué habría descubierto? Sólo él lo sabía; pero si haría pronunciado aquellas palabras, significaba que estaba seguro del éxito de su plan.

Sambigliong no se equivocaba al anunciar la presencia de los kalam, esas hierbas altas y durísimas, rígidas como hojas de acero. En efecto, apenas la columna hubo atravesado los últimos matorrales, fue a parar a un vastísimo calvero, erizado de tan peligrosos vegetales. Tampoco faltaban grupos de zarzas, de extensión poco común.

Redoblaron la vanguardia, que reemprendió su fatigosa tarea, cortando las hierbas a sablazos para abrir paso a los compañeros que corrían el peligro de lastimarse piernas y pies.

Entre tanto, las tinieblas comenzaban a clarear. Las estrellas palidecían rápidamente, por oriente nacía la luz que se extendía por el cielo; la jungla seguía, como si no debiese terminar nunca.

Pero Sandokán se mantenía tranquilo. Sus miradas sí fijaban en una masa oscura que se alzaba, al otro lado de la llanura de los kalam y que parecía una selva o una gran extensión de altísimas matas de bambúes.

Sin duda era allí donde deseaba llegar, antes de llevar a cabo su plan.

Se había colocado detrás de la vanguardia y animaba a los segadores a darse prisa, temiendo que su tropa fuera alcanzada antes de llegar a aquel refugio, que había adivinado y donde esperaba poder oponer una encarnizada resistencia, aunque le atacaran por la espalda.

Por fin, acabaron de atravesar la llanura de los kalam en el momento en que el sol asomaba, llameante, en el horizonte.

Todos estaban agotados, en especial Surama, que había debido rivalizar con aquellos entrenados caminantes de las selvas de Borneo.

Habían llegado al límite de un bosquecillo, formado casi exclusivamente por banianos silvestres que sostenían frutas enormes.

Sandokán hizo refugiar a su tropa bajo aquellas colosales hojas, luego llamó a Kammamuri y le preguntó:

—¿Tenemos botellas de ginebra, verdad?

—Una docena.

—Haz que me las traigan, luego que se recoja toda la leña posible. Apresúrate, porque el enemigo no debe de estar lejos.

—Sí, jefe.

Llamó a algunos hombres y se internó en el bosque.

Sandokán y Tremal-Naik entre tanto, avanzaron hacia los kalam, vigilando atentamente el calvero que acababan de atravesar. De un momento a otro, esperaban ver aparecer a los atacantes y estaban seguros de no equivocarse.

Un silbido de Kammamuri les avisó que las órdenes habían sido cumplidas. No viendo aparecer a sus adversarios, se replegaron hacia el bosque, donde encontraron preparados una treintena de haces de leña seca, dispuestos en semicírculo delante del campo.

—Preparaos a abrir el fuego —dijo Sandokán a sus malayos, que esperaban apoyados en sus carabinas—. Disparad a tiro hecho y no malgastéis municiones: las necesitamos más que nunca. Entre tanto, que seis hombres atraviesen el bosque para guardarnos las espaldas. Los hombres desembarcados río arriba pueden habernos cortado la retirada hacia el Norte. Silencio, y dejemos avanzar a los que vienen de poniente.

Todos se tendieron tras las últimas filas de kalam, teniendo la carabina al lado.

De pronto brotó la misma exclamación de todos los labios:

—¡Aquí están!

En el extremo del vasto calvero, a plena luz, porque el sol se alzaba rápidamente tras los grandes árboles, habían aparecido unos cuantos hombres, con turbantes monumentales en la cabeza, mientras otros iban llegando.

Eran les sikhs del rajá que precedían a los assameses, que avanzaban en doble columna, dispuestos a lanzarse al ataque.

Sandokán se acercó a las botellas, las destapó una a una, vertiendo el líquido sobre los haces de leña y, después, con una rama resinosa, los encendió todos. Lívidas llamas se ajaron en seguida, comunicándose a los kalam, medio quemados por el sol.

En pocos segundos, una verdadera cortina de fuego se extendía ante el margen del bosque.

—¡Ahora, amigos! —gritó el pirata, arrojando la rama ardiente y cogiendo la carabina—, saludad a los montañeses de la India. Son dignos adversarios de los tigres de Mompracem, y tienen derecho a ello.

Los sikhs, que avanzaban muy rápido, sólo estaban a cuatrocientos metros.

Una nutrida descarga les detuvo de pronto, derribando a varios.

Los montañeses indios, aunque no se esperaban tan mal recibimiento, ensancharon sus filas para ofrecer menor blanco a las balas enemigas, y empezaron a disparar a su vez, pero a ciegas, porque las llamas que se alzaban y; muy altas y los nubarrones de humo, mezclados con chorros de chispas, cubrían por completo a los hombres de Sandokán.

Estos, además, se habían aplastado tan bien entre las plantas, que no se les podía alcanzar.

El fuego de los sikhs y de los soldados assameses tuvo una brevísima duración, porque el incendio se extendió con prodigiosa rapidez, gracias a la fuerte brisa que soplaba del Norte.

Los kalam, presa de las llamas, se retorcían, chisporroteaban y desaparecían a ojos vista. Parecía como si toda la jungla tuviera que ser destruida por aquel devorador elemento.

Ante aquel formidable enemigo que les amenazaba por todas partes, y contra el que no podían hacer nada, los sikhs empezaron a batirse rápidamente en retirada.

Nubes de cenizas ardientes y chispas llovían sobre ellos obligándoles a redoblar su carrera.

Apoyado en el tronco de un tara, Sandokán contemplaba tranquilamente el incendio y la desesperada huida del enemigo.

—No esperaba tan espléndida idea ni de tu fantástica imaginación —le dijo Tremal-Naik que estaba junto a él con Surama—. Sigues siendo el invencible y terrible Tigre de Malasia. Este incendio no se apagará hasta que haya devorado el último bambú de la jungla: y si quieren salvarse, los sikhs tendrán que volver al pantano de cocodrilos.

—¿Has olvidado a los otros? Podemos tenerlos a nuestras espaldas.

—Romperemos sus líneas.

—Me preocupa otra cosa: ¿dónde estará el pueblo? Nos hemos apartado mucho de nuestro camino.

—A tres o cuatro millas de aquí, hacia el Norte, veo una colina. Desde allí arriba lo veremos; y podremos llegar hasta él.

La columna de Sandokán iba a reunirse con los hombres de vanguardia, enviados a explorar los límites septentrionales del bosque, cuando vieron avanzar a Sambigliong, haciendo grandes gestos como para recomendar el más absoluto silencio.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó el Tigre de Malasia, cuando el viejo pirata estuvo cerca.

—Ocurre, que hemos llegado demasiado tarde al bosque.

—¿Quieres decir que tenemos más enemigos delante?

—Sí, y no me parecen pocos.

—¡Saccaroa! —exclamó Sandokán con ira—. ¿Son pájaros estos indios, para recorrer tales distancias en tan poco tiempo? Han debido de desembarcar muy arriba del río.

—Seguro —dijo Tremal-Naik.

—¿Dónde están?

—Emboscados a cuatrocientos o quinientos pasos de aquí —contestó Sambigliong.

—¿Cuándo han llegado?

—Hace pocos minutos. Corrían como gacelas, atraídos sin duda por el incendio.

—¿Os han descubierto?

—Sí, y por eso se han detenido.

—Muy bien; pues les atacaremos y pasaremos a través de sus filas —concluyó Sandokán—. Formemos dos pequeñas columnas de ataque, con Surama y los prisioneros detrás, custodiados por seis hombres. ¿Estáis dispuestos?

—Sólo esperamos la señal —contestó por todos Kammamuri.

—¡Al ataque, tigres de Malasia!

Dayaks y malayos se desparramaron, avanzando por entre la hierba, guiados unos por Tremal-Naik y Kammamuri y los otros por Sandokán y Sambigliong.

El tiroteo empezó intensísimo por ambas partes. Pero los indios, entre los que no había ningún sikh, disparaban como reclutas en las primeras pruebas de tiro al blanco, mientras los hombres de Sandokán —todos tiradores de primera— raras veces erraban el tiro.

Sandokán, que no quería exponer demasiado a sus hombres al fuego enemigo —por irregular y pésimo que fuera—, activaba el ataque, deseoso de llegar al arma blanca.

Se echó la carabina al hombro, empuñando su terrible cimitarra, arma que manejada por su terrible brazo no podía encontrar resistencia.

Corría delante de sus hombres, saltando como un autentico tigre, aullando como una fiera.

—¡Abajo, tigres de Mompracem!… ¡Al ataque!

Dayaks y malayos —que no eran menos ágiles que él—, cayeron sobre las tropas assamesas, empuñando las cimitarras, como una bandada de buitres hambrientos.

En pocos segundos rompieron las líneas y pusieron en fuga al enemigo a sablazo limpio. Una descarga de carabinas les acabó de decidir a abandonar el frente para refugiarse en la jungla.

—Toda esa gente no vale lo que un sikh —dijo Sandokán—. Si el rajá cuenta sólo con estos guerreros, está perdido.

—Antes de que puedan reunirse para intentar de nuevo el ataque, vamos a la colina —dijo Tremal-Naik—. Podrían volver a perseguirnos y molestar nuestra marcha hacia el pueblo.

—Y además allá arriba podemos oponer mayor resistencia —añadió Sambigliong.

—Habláis como generales prudentes —dijo Sandokán, sonriendo—. Sigamos la marcha, amigos.

La colina no distaba más que quinientos o seiscientos metros y se alzaba perfectamente aislada. Era una montañita que elevaba su cima a unos ochocientos pies, con las laderas cubiertas de lujuriante vegetación.

La columna se había reorganizado y atravesó a la carrera la distancia, disparando algún tiro de vez en cuando.

La ascensión se llevó a cabo en menos de media hora, a pesar de los obstáculos que ofrecía toda aquella masa de plantas, y sin que los assameses hubieran intentado un nuevo ataque.

Llegados a la cima, Sandokán hizo acampar a sus compañeros, para concederles un par de horas de reposo, que tenían bien merecido después de tan largo camino a través de la jungla y siempre luchando. Después, con Tremal-Naik y Kammamuri trepó a una roca que formaba la cúspide de la colina, y que estaba desnuda de vegetación.

Desde allí la mirada dominaba un espacio inmenso, extendiéndose en tomo la llanura. El incendio proseguía en la jungla, amenazando con extenderse hasta las orillas del Brahmaputra y hacia el pantano de los cocodrilos.

Era un verdadero mar de fuego, con un frente de cinco a seis millas, que lo devoraba todo a su paso.

Enormes columnas de humo negrísimo y chorros de chispas flotaban sobre aquel inmenso brasero, envolviendo la selva que se hallaba detrás de la jungla. Incluso la vieja pagoda de Benar se había derrumbado y sólo quedaba en pie algún trozo de muralla.

Sandokán y sus compañeros dirigieron las miradas hacia levante, y no tardaron en descubrir un pueblecillo, formado por una minúscula pagoda y varios centenares de cabañas.

Estaba lejos del incendio y fuera de todo peligro, porque lo rodeaban grandes arrozales, con los canales llenos de agua.

—Tiene que ser ese —dijo Sandokán, señalándolo a sus compañeros—. No veo otros en ninguna dirección.

—Tampoco yo —contestó Tremal-Naik—. ¿A qué distancia estará?

—A cinco millas.

—Una simple carrera.

—Sí, si los assameses nos dejan tranquilos.

—¿Los ves?

—Siguen escondidos entre los kalam.

—¿Piensas que nos espían?

—Estoy seguro. Trataremos de engañarles, descendiendo por el otro lado de la colina.

Se dejaron resbalar a lo largo de la pared rocosa, que tenía una notable pendiente y se reunieron con sus compañeros, acampados entre las plantas.

—Todo va bien, al menos por ahora —dijo Sandokán a Surama—. Espero llegar al pueblo en un par de horas, teniendo en cuenta las dificultades que encontraremos en la selva. Si disponemos de los elefantes, haremos correr a los sikhs, suponiendo que nos persigan.

—¿Y Yáñez? —preguntó la joven con angustia.

—Ya comprenderás que de momento no podemos hacer nada por él. Su liberación requiere cierto tiempo. Pero no te inquietes, no corre ningún peligro porque el rajá, convencido de que es un inglés, no se atreverá a tocarle ni un pelo. Todo lo más, le hará conducir a la frontera bengalí.

—¿Y cómo podremos encontrarle?

—¡Oh! Será él quien venga a nuestro encuentro, cuando le llegue la buena noticia de que los tigres de Mompracem y tus montañeses han tomado la capital de tu futuro reino. ¡Ah! Me olvidaba de pedirte una preciosa información: ¿el Brahmaputra atraviesa tus montañas?

—Sí.

—¿Tiene barcas aquella gente?

Bangles y también grandes gonga.

—No esperaba tanto —dijo Sandokán.

Se tendió bajo un baniano silvestre, encendió su pipa y se puso a fumar con estudiada lentitud, manteniendo la mirada fija en los kalam, entre los cuales debían de hallarse aún los assameses, que no podían alejarse debido al incendio que obstaculizaba su retirada hacia el río. Los demás le habían imitado, unos fumando y otros mascando arecas.

Ya había pasado una hora, y tal vez más, cuando Sandokán vio unas sombras humanas que se deslizaban entre los kalam, reuniéndose junto a una doble fila de matas, que se extendían casi ininterrumpidamente hacia la base de la altura.

—En pie, amigos —ordenó—. Ha llegado el momento de desalojar.

—¿Qué sucede ahora? —preguntó Surama.

—Tus futuros súbditos se preparan a hacernos salir del nido —contestó Sandokán—, y yo no quiero esperarles aquí. Preparad las piernas, porque se trata de hacer una verdadera carrera. Manteneos entre las plantas, hasta que hayamos alcanzado la pendiente opuesta.

Deslizándose entre los sarmientos y los matorrales y manteniéndose amparados por las anchas hojas de los banianos, la columna giró en torno a la roca y llegó sin ser vista a la pendiente septentrional, que se presentaba cubierta de soberbios mangos y arecas de troncos retorcidos, que formaban grupos gigantescos, estrechamente enlazados entre sí por un infinito número de plantas parásitas que habían alcanzado unas longitudes extraordinarias.

La vanguardia tuvo que reanudar su fatigoso trabajo, para practicar un paso a través de aquella muralla de vegetación, que no presentaba aberturas.

Siempre prudente, Sandokán había reforzado su retaguardia, ya que el peligro no podía venir más que de la otra ladera.

Tal vez en aquel momento, los assameses habrían ya cruzado la distancia que les separaba de la colina y estaban subiéndola, seguros de sorprender a los fugitivos aún acampados.

Pero si ellos subían aprisa, malayos y dayaks descendían no menos rápidamente, echando rabiosamente abajo aquel caos de plantas. Los hombres de vanguardia se renovaban cada cinco minutos, para que hubiera siempre trabajadores frescos.

La fortuna protegía, sin duda, a la columna porque esta pudo alcanzar por fin la selva que Sandokán y Tremal-Naik habían descubierto desde lo alto de la roca, sin que por ninguna de las dos partes se hubiese hecho un disparo.

Contrariamente a lo que en un principio habían creído, aquel bosque era poco espeso. Estaba compuesto de tecas y de nagassi, o sea árboles del hierro. Estos árboles conservan cierta distancia entre ellos, y no permiten desarrollarse mucho a las matas que nacen bajo sus hojas. Por tanto, la marcha podía ser de nuevo rapidísima, como en el último trecho de la jungla.

También era cierto, sin embargo, que si los assameses habían descubierto su pista —cosa nada difícil gracias al sendero abierto por las cimitarras—, podían, a su vez, apresurar la persecución; pero a Sandokán ya no le importaba gran cosa, porque estaba seguro de que Bindar tendría preparados los elefantes.

Distaban sólo media milla del pueblo, cuando Sandokán y Tremal-Naik oyeron resonar a sus espaldas unos cuantos disparos, seguidos de una nutrida descarga de carabinas.

—¡Ya les tenemos encima! —exclamó el primero, deteniéndose.

—La retaguardia ha contestado al fuego —añadió el segundo.

—Diez hombres conmigo; los demás, con Kammamuri, que continúen la marcha. Haced preparar los elefantes en seguida.

Diez malayos se destacaron de la columna y siguieron corriendo a los dos jefes, que ya volvían sobre el camino hecho, cargando las carabinas.

A trescientos pasos se encontraron con la retaguardia, mandada por Sambigliong.

—¿Os han atacado? —preguntó Sandokán.

—Sí; un pequeño grupo de exploradores, que ha escapado a todo correr a nuestra primera descarga.

—¿Tenemos heridos?

—Ninguno.

—¿Y cómo nos han alcanzado tan aprisa esos hombres?

—Corrían como gacelas.

—¿Estás seguro de que se han dispersado?

—Les hemos seguido unos trescientos metros.

—Apresuraos; el pueblo está a dos pasos, y tal vez encontremos los elefantes preparados.

Reunió los dos grupitos y partieron de nuevo corriendo, temiendo que el grueso de los assameses estuviera cerca.

Cuando alcanzaron la columna, esta estaba ya rodeando cinco elefantes colosales, montado cada uno de ellos por un cornaca, y provistos de las cajas destinadas a los hombres.

Bindar estaba con ellos.

—¡Ah, sahib! —exclamó el excelente muchacho—. ¡Qué preocupado he estado por ti al ver el incendio que devoraba la jungla y oír tantos disparos! Temía que hubieras sido derrotado y todos tus guerreros aniquilados.

—Nosotros no somos como los indios —se limitó a contestar Sandokán—. ¿Hay más elefantes en el pueblo?

—Sólo dos.

—¿Bastarán estos para transportarnos a todos?

—Sí, sahib.

Hizo subir a Surama al primer elefante y ordenó a sus hombres que ocuparan los demás y estuvieran preparados para saludar con una buena descarga a los atacantes, en caso de que se dejaran ver en el límite del bosque.

También Bindar trepó, con la agilidad de un mono, al primer elefante que ocupaban, además de la futura reina, Sandokán, Tremal-Naik, Kammamuri y tres malayos que se habían acomodado detrás de la caja, sobre el enorme lomo del animal.

—Adelante, cornacas, apresurad el paso. Veinte rupias de regalo, si les hacéis galopar como caballos espoleados —gritó Sandokán.

No hacía falta más para estimular a los conductores, que tal vez no ganaban tanto en un año de servicio.

Emitieron un largo y agudo silbido, empuñando al mismo tiempo sus cortos ganchos y en seguida los cinco colosales paquidermos se pusieron en marcha a paso rapidísimo, con el extraño balanceo que da la impresión a quien los monta de encontrarse en un barco sacudido en todas direcciones.

Bindar —que como se ha dicho montaba el mismo elefante que Sandokán— dio orden al cornaca de dirigirse hacia el Sureste, siguiendo la larga y estrecha frontera bengalí, que se interpone como una almohadilla entre el Bután y el Assam, envolviendo este último estado por septentrión y por levante, de forma que lo separa de los montañeses del Himalaya y de los de la vecina Birmania.

Makum, la antigua capital del pequeño principado, regido en otros tiempos por el padre de Surama, última ciudad de la frontera assamesa, debía ser la meta de su carrera.

Apenas dejaron atrás los arrozales, que se extendían en torno al pueblo en un trecho considerable, los cinco elefantes se hallaron en medio de las eternas junglas, que siguen la orilla derecha del Brahmaputra en centenares y centenares de millas, llegando casi ininterrumpidamente hasta los primeros escalones de la cadena del Dapha Bum y del Harungi.

La selva que debían atravesar no era tan espesa como la de Benar; sin embargo, también esta tenía inmensas extensiones de bambúes de extraordinarias dimensiones, óptimas para servir de emboscada a hombres y animales; infinitas llanuras de kalam y matorrales; tampoco faltaban los árboles como taras, pipal, palas y espléndidas palmas, que extendían desmesuradamente sus hojas dentadas o franjeadas.

Sandokán —que se esperaba de un momento a otro alguna desagradable sorpresa por parte de los assameses, que podían haberse dado cuenta de la nueva dirección seguida por los fugitivos—, recomendó a sus hombres que no dejaran las carabinas y vigilaran con atención la maleza.

Estaba seguro de tener más complicaciones, aunque los elefantes avanzasen con la velocidad de caballos lanzados al galope.

Más adelante las cosas cambiarían sin duda ya que, por muy buenos corredores que fueran sus enemigos, no podrían resistir mucho tiempo la endiablada carrera de los elefantes; pero de momento podían esperar alguna mala pasada.

—¿Temes otra sorpresa, verdad? —le preguntó Tremal-Naik, sin dejar de observar atentamente los espesos grupos de bambúes junto a los que pasaban los elefantes, abriéndose paso a golpe de trompa, cuando se los encontraban delante.

—Siempre tengo mis dudas; además me parece imposible que esos hombres hayan interrumpido la persecución tan bruscamente. Han debido de vernos, y temo algún intento por su parte entre esta maleza.

En aquel momento con sorpresa de todos los paquidermos, que hasta entonces corrían cada vez más empezaron a caminar despacio.

—¡Eh, cornaca!, ¿qué le ocurre a tu elefante-guía? —preguntó Tremal-Naik, que se dio cuenta de inmediato—. ¿Olfatea la proximidad de un tigre, tal vez? Nosotros podemos matar aunque sea media docena.

—Pésimo terreno, señor —contestó el conductor, inclinando la cabeza.

—¿Qué quieres decir…?

—Que las últimas lluvias han puesto el terreno demasiado fangoso, y las patas de nuestros animales se hunden hasta la rodilla. No me esperaba semejante sorpresa.

—¿No podemos desviarnos?

—Más allá, el terreno no será mejor. Hay arcilla bajo la hierba y las aguas tardan en filtrar.

Sandokán y Tremal-Naik se levantaron a mirar el terreno. Aparentemente parecía seco en la superficie, pero mirando las anchas huellas dejadas por los elefantes, se podía comprender fácilmente que debajo existía una reserva de agua, porque los huecos se habían llenado en seguida de un líquido fangoso, y muy pegajoso al parecer.

—Trata de hacer correr a tu elefante todo lo que puedas, cornaca —dijo Sandokán.

—Haré lo posible, señor.

Los cinco paquidermos no parecían muy contentos de haber encontrado aquel terreno, que contenía su impulso. Bramaban sordamente, agitaban la trompa y las grandes orejas y sacudían sus macizas cabezas, manifestando su malhumor.

Sin embargo, aunque algunas veces se hundían hasta la rodilla y encontraban algunas dificultades para sacar sus patazas de aquel fango pegajoso, hacían prodigiosos esfuerzos para no retrasar demasiado su carrera, como si hubieran comprendido que la salvación de los hombres que les montaban dependía de su velocidad.

Por desgracia, el terreno se hacía menos consistente a medida que avanzaban. El agua y el fango salpicaban por todas partes, manchando las rojas gualdrapas de los paquidermos.

Bajo los bambúes había mayor cantidad de líquido: allí los elefantes no podían saber dónde posaban las patas; avanzaban a paso casi de hombre y no cesaban de bramar, señalando así su presencia, cuando Sandokán hubiera deseado el más escrupuloso silencio.

Había transcurrido una media hora desde que dejaron el pueblo, cuando Bindar —que estaba tras el cornaca, con una mano apoyada en el borde de la caja y una carabina en la otra— dejó escapar una exclamación. Casi al mismo tiempo, el elefante se detuvo, alzando rápidamente la trompa y olfateando el aire.

—¿Qué ocurre. Bindar? —preguntó Sandokán, levantándose precipitadamente.

—He visto agitarse los bambúes —contestó el indio.

—¿Dónde?

—A nuestra izquierda.

—¿Habrá algún tigre? Me parece que el elefante está inquieto.

—Un bâgh no asustaría a estos cinco colosos, marchando uno junto a otro. Habrá olfateado otra cosa.

—¡Quieto, cornaca!

—El elefante no sigue avanzando —contestó el conductor.

—¡Preparad las armas! —ordenó Sandokán, alzando la voz.

Malayos y dayaks se pusieron en pie como un solo hombre, preparando sus carabinas.

Los demás elefantes, que se habían apretado contra el primero, manifestaban también cierta inquietud.

Transcurrieron unos minutos sin que sucediese nada extraordinario. Los bambúes no volvieron a moverse, pero los paquidermos no se tranquilizaban por completo.

Impaciente por seguir el camino, Sandokán iba a ordenar al cornaca que reemprendiera la marcha, cuando resonaron unas cuantas detonaciones entre un gran grupo de bambúes que se extendía a unos doscientos metros de los paquidermos.

—¡Los assameses! —exclamó Sandokán—. ¡Fuego allí en medio!

Primero los malayos y después los dayaks, con un intervalo de pocos segundos, hicieron una descarga, mientras el elefante-guía lanzaba un espantoso bramido, cayendo sobre sus compañeros.

Alguna bala debía de haberle alcanzado, porque los demás se mantuvieron impasibles, como bravos animales habituados al fuego.

Los assameses no contestaron. A juzgar por la agitación de las cañas debían de batirse en una precipitada retirada, temiendo tal vez sufrir una carga furiosa por parte de los paquidermos.

—¡Qué quince hombres vayan a explorar esas cañas! —gritó Sandokán—. Si el enemigo se resiste, replegaos hacia nosotros, disparando.

Echaron las escalas y un grupo de dayaks y malayos, conducidos por el viejo Sambigliong, se lanzaron a través de la tierra pantanosa, saltando entre las cañas y la hierba, cuyas raíces prestaban cierta resistencia.

Sandokán y los demás vigilaban entre tanto la espesura desde lo alto de las cajas, dispuestos a ayudar a sus compañeros.

El elefante-guía seguía lanzando formidables bramidos y retrocediendo, a pesar de las palabras cariñosas que le decía su conductor.

—Seguro que ha recibido una bala en el cuerpo —dijo Tremal-Naik a Sandokán.

—Me molestaría que le hubiesen herido gravemente —contestó el Tigre de Malasia—. Aunque es cierto que nos quedan otros cuatro.

Cornaca, ve a ver dónde le han tocado.

—Sí, señor —contestó el conductor, yendo rápidamente hacia la escala y deslizándose hasta el suelo.

Dio una vuelta en torno al paquidermo, observándolo atentamente, y se detuvo junto a la pata posterior izquierda.

—¿Y bien? —preguntó Tremal-Naik.

—Sangra por aquí, señor —contestó el cornaca—. Ha recibido una bala cerca de la articulación.

—¿Te parece grave la herida?

El conductor sacudió repetidamente la cabeza; después dijo:

—Durará mientras pueda. Estos colosos poseen una fuerza prodigiosa; pero son de una sensibilidad exagerada y difícilmente se curan.

—¿Puedes hacer un vendaje?

—Lo intentaré, señor; por lo menos para detener la sangre. Extraer el proyectil, que se ha metido debajo de la piel, sería imposible.

—Date prisa.

En aquel momento, regresaban Sambigliong y su grupo.

—¿Han huido? —preguntó Sandokán.

—Han desaparecido de nuevo.

—¡Canallas! No tienen valor para hacernos frente en campo abierto.

—Les veremos más adelante, si los elefantes no encuentran mejor terreno. Nos prepararán emboscadas hasta que podamos galopar.

—¿Continúa el fango?

—Continúa.

—Montad y tened preparadas las carabinas.

Malayos y dayaks treparon como ardillas por las escalas de cuerda, seguidos poco después por el cornaca del elefante-guía, quien había conseguido detener la hemorragia del animal.

—¡Adelante! —ordenó Sandokán—. Veremos que hacen esos condenados assameses.