Aunque el golpe —completamente inesperado— había sido terrible, Sandokán y Tremal-Naik no tardaron en recuperar su sangre fría. Eran hombres de demasiado temple para permanecer mucho tiempo bajo la impresión de un desastre, por grave que este fuera. Después de avisar a Surama de todo lo ocurrido y de tranquilizarla, reunieron fuera de la pagoda a todos sus hombres para ponerse de acuerdo sobre lo que se debía, hacer.
De aquel consejo salió una sola idea, compartida por todos. Salvar lo antes posible a Yáñez, antes de intentar el golpe supremo, destinado a derribar al rajá y privarle de la corona.
Desgraciadamente, les amenazaba un gravísimo peligro; peligro que no estaban seguros de poder evitar. Bindar, después de anunciar la captura del portugués, les había dado también la noticia de que su refugio había, sido descubierto y que las tropas del rajá se preparaban a rodear la jungla. Por tanto, lo primero era escapar del peligroso cerco.
Así que, apenas terminado el consejo, Sandokán envió una docena de hombres en todas direcciones, para evitar que les sorprendieran, y llamó a Bindar que estaba recuperando fuerzas en el interior de la pagoda.
—¿Has visto tú, con tus propios ojos, las tropas del rajá que avanzan hacia la jungla?
—He descubierto tres grandes poluar, cargados de sikhs y de guerreros assameses, que echaban las anclas en el pantano de los cocodrilos, y dos bangles también tripuladas por soldados, remontando el río con la evidente intención de desembarcar más a oriente.
—¿Cuántos hombres supones que puede haber a bordo de esos cinco veleros?
—No menos de doscientos —contestó el indio.
—¿Has visto piezas de artillería a bordo?
—Los poluar llevaban un cañón cada uno; las bangle solamente espingardas.
—¿Estás seguro de que esos hombres pretenden apoderarse de nosotros, o puede tratarse de una expedición contra alguna tribu rebelde?
—No hay habitantes por esta zona, sahib, en un trozo muy grande. Aquí se suceden junglas y pantanos en varias decenas de millas y sólo hay un pueblo: el de Aurang, que es demasiado pequeño para rebelarse a la autoridad del rajá, o para negarse a pagar los impuestos. No, sahib, esos guerreros tienen intención de atacarnos.
—¿Dónde está ese pueblo?
—A oriente de la jungla.
—¿Encontraríamos elefantes allí?
—El jefe tiene un parquecillo donde cría media docena de ellos.
—¿Nos los vendería, pagándolos bien?
—Sin duda, sahib. No los hace amaestrar por puro capricho.
—¿Podrías tú llegar hasta el pueblo?
—Una quincena de millas no me asustan.
—¿Qué quieres hacer con esos animales? —preguntó Tremal-Naik, quien asistía a la conversación, junto con Surama y Kammamuri.
—Ya sabes que siempre tengo ideas raras —contestó el Tigre de Malasia.
—Y siempre de éxito seguro —añadió el maharato.
—Necesito por lo menos cuatro elefantes —prosiguió Sandokán dirigiéndose a Bindar—. ¿Has cobrado aquellas rupias?
—Sí, sahib.
—¿Crees que los hombres que han remontado el río habrán rodeado ya la jungla por la parte de oriente?
—Es imposible; por ese lado es muy grande, y aunque ya hubieran desembarcado estaría seguro de pasar entre sus centinelas sin que me descubrieran y dispararan contra mí.
—Amigo, tienes en tus manos la suerte de todos nosotros —dijo Sandokán, con voz grave—. Parte en seguida, indícanos el camino que debemos seguir para llegar al pueblo, compra los elefantes y no te preocupes por nosotros. Esta noche, levantaremos el campo y atravesaremos la jungla a pesar de los sikhs y los guerreros assameses. ¡Ah!, se me olvidaba una cosa importantísima: ¿sabes dónde encontrar a Kabung?
—Sí, en la casa del chitmudgar que el rajá había puesto a disposición del sahib blanco.
—Me basta.
—Sandokán —dijo Surama, que aún tenía lágrimas en los ojos—. ¿Qué quieres hacer? No abandonarás a mi prometido, ¿verdad?
Un terrible relámpago cruzó los ojos del formidable aventurero.
—Aunque supiera que iba a perder los dos brazos, te juro, Surama, que liberaría a Yáñez; ya sabes que le quiero más que a un hermano. Y además vengaré a mis hombres, caídos bajo las patas del elefante verdugo. Cuando hayamos escapado del cerco, ajustaré las cuentas al rajá y al griego.
—¿Y para qué quieres esos elefantes? —preguntó Tremal-Naik.
—Antes de volver a Gauhati, quiero ver las montañas donde nació Surama. Necesito más fuerzas a mano; una fuerza terrible para arrojarla contra aquellos dos miserables. A los sikhs ya los tengo de mi lado; cuando quiera, el demjadar se encargará de ponerlos a mi disposición; pero no me bastan para derribar un trono. Si consigo quinientos o seiscientos montañeses, verás cómo tomamos la ciudad por asalto, y cómo todo el Assam gritará: ¡Viva nuestra reina! Ahora hagamos nuestros preparativos.
—¿Y los prisioneros?
—Vendrán con nosotros, de momento.
Dos horas antes de la puesta del sol, tal como había sido convenido, los diez hombres enviados de exploración regresaron a la pagoda. Traían noticias poco tranquilizadoras.
En efecto: habían desembarcado muchos hombres en el pantano de los cocodrilos, y habían acampado en el límite de la jungla.
—Bindar no se ha equivocado —dijo Sandokán—. Se preparan a operar contra nosotros. Pues bien, ocuparán la pagoda vacía.
Malayos y dayaks cargaron los fardos, que contenían alfombras, cortinas, mantas, municiones y algunos víveres, y se pusieron en marcha en doble columna, llevando en medio a los prisioneros y a Surama.
Abrían la marcha Tremal-Naik y el Tigre de Malasia con seis hombres escogidos entre los mejores tiradores, mientras Kammamuri y Sambigliong con otros cuatro, también escogidos, la cerraban para cubrir la retaguardia de la columna.
Caían rápidamente las tinieblas, y poco a poco se apagaban los gritos de las numerosas aves, acomodadas en las cimas de los altísimos bambúes, mientras en lontananza empezaban a oírse los lúgubres aullidos de los perros salvajes.
A medida que la pequeña columna se alejaba de la pagoda, el camino se hacía más difícil, porque en aquella dirección no existían senderos. Gigantescos grupos de bambúes obstruían de vez en cuando el paso, obligando a los hombres de vanguardia a trabajar con las cimitarras para practicar una abertura. Por suerte, encontraban algunos claros bastante grandes; pero también por ellos los fugitivos se veían obligados a avanzar con infinitas precauciones, porque el suelo estaba erizado de unas hierbas, cortantes y rígidas como sables, llamadas kalam, de puntas tan agudas que agujerean las suelas de los zapatos.
Como consecuencia de todos aquellos obstáculos, la marcha se hacía lentísima, cuando Sandokán hubiera deseado que fuera veloz, temiendo, no sin razón, que las tropas desembarcadas en el pantano de los cocodrilos querrían también aprovechar las tinieblas para atravesar la jungla, con la esperanza de sorprender dormidos a los habitantes de la pagoda.
Pasada una hora, la columna había recorrido apenas dos millas, y el límite oriental de la jungla estaba aún muy lejos.
—Y, sin embargo, hay que llegar antes de que amanezca, si queremos pasar inadvertidos —dijo Sandokán a Tremal-Naik—. Los indios que han remontado el río pueden haber desembarcado ya y estar al acecho. Nuestra salvación reside en nuestra rapidez y en los elefantes, si Bindar consigue procurárnoslos. Con esos animales, dejaremos atrás a sikhs y assameses.
De vez en cuando algún animal, asustado por el ruido de las cimitarras y el caer de las gigantescas cañas, saltaba de entre los matorrales y huía precipitadamente. Pero no se trataba siempre de los nilgais o de los axis, los elegantes ciervos de las junglas indias, que escapaban ante la columna: alguna vez era una pantera que mostraba veleidades de resistencia, pero que, ante el centelleo de las cimitarras de la vanguardia, se decidía a batirse en retirada, aunque gruñendo con rabia.
Habían ganado otras tres millas y ya se delineaba en la lejanía algún árbol, cuando una débil detonación se propagó entre los bambúes de la jungla.
—La detonación viene de oriente, ¿no es cierto, Tremal-Naik? —preguntó Sandokán.
—Sí —contestó el bengalí que escuchaba con atención.
—Eso significa que los indios han llegado al principio de la jungla.
En aquel momento se oyó otro disparo, algo más nítido, y no ya hacia oriente sino por occidente.
—Las dos columnas se comunican —prosiguió Sandokán, cuyo rostro volvió a oscurecerse—. La que viene del pantano de los cocodrilos está mucho más cerca que la otra.
—Pero les llevamos una ventaja de tres o cuatro millas por lo menos —observó Kammamuri.
—Que perderemos si consiguen encontrar nuestras huellas —replicó Sandokán—. Mientras nosotros tenemos que abrirnos paso, ellos seguirán el camino que dejamos a nuestras espaldas. ¡Apresurémonos!
Reforzaron la vanguardia con otros cuatro hombres: dos de ellos, armados de bastones, flanqueaban el grupo lanzando furiosos bastonazos a diestra y siniestra, para hacer huir a las serpientes, que prefieren refugiarse en los matorrales más espesos, para sorprender más fácilmente a sus presas. Todas las junglas indias, tanto las del Norte como las del centro o el mediodía, están infestadas de serpientes —que en menos de cuarenta segundos fulminan al hombre más robusto—; de gulabi, llamadas también serpientes rosas; de serpientes de anteojos —las más terribles de su especie—, de cobras manila —de apenas un pie de largo, color azul y muy delgadas, pero peligrosas—, de colosales Rubdira mandali —que alguna vez alcanzan los diez u once metros de longitud— y de pitones —que poseen una fuerza tan prodigiosa que pueden triturar entre sus poderosas espirales a los formidables búfalos e incluso a los feroces tigres.
A medianoche Sandokán concedió un poco de reposo a sus hombres, tanto por consideración a Surama —que debía de estar cansadísima— como por enviar a Kammamuri y a dos dayaks a hacer una rápida exploración a retaguardia de la columna.
La investigación, realizada con extraordinaria rapidez por el maharato, no dio ningún resultado notable. Los guerreros desembarcados en la bahía de los cocodrilos debían de estar muy lejos aún.
Una detonación hacia oriente —más clara que antes—, decidió a Sandokán a levantar precipitadamente el campo. Una segunda contestó, unos minutos después, en dirección opuesta.
—Estrechan el cerco —dijo Sandokán a Tremal-Naik—. ¿Y si nos desviáramos hacia el Norte?
—¿Y el pueblo donde nos espera Bindar con los elefantes? —preguntó el bengalí.
—Iremos más tarde. Lo que ahora apremia es no dejarnos encerrar en un cerco de fuego.
—Probemos —concluyó en bengalí.
Rehicieron la columna y, tras recorrer el trozo de sendero abierto por la vanguardia, doblaron decididamente hacia el Norte.
La idea de Sandokán fue excelente, porque después de recorrer otros quinientos o seiscientos metros, la jungla empezó a aclararse, aun conservando tupidos matorrales.
La columna encontraba ahora más frecuentes espacios libres, donde sólo había hierba que no tenía la rigidez de los kalam y por donde podía avanzar con mayor rapidez, aunque aumentaba el peligro de los moradores.
Si ciervos y gamos escapaban, algún gigantesco búfalo o algún rinoceronte se precipitaban sobre la vanguardia y no volvían la espalda hasta después de recibir en su cuerpo media docena de balas de pistola.
A las dos de la mañana, Sandokán hizo un segundo alto. Estaba inquieto, y antes de volver hacia oriente —para no apartarse demasiado de la línea en que debía encontrar el pueblo—, quería tener por lo menos alguna noticia de las tropas indias, para decidir el camino a seguir.
Habiendo descubierto un baniano que por sí solo formaba un pequeño bosque, y cuya inmensa cúpula estaba sostenida por varios centenares de troncos, como el famoso ficus llamado cobir-bor por los indios, que es célebre en el Gujerat hizo esconder en medio de él a su columna y, llamando a dos hombres y a Tremal-Naik, salió de reconocimiento, tras recomendar a los acampados el más absoluto silencio.
—Volvamos sobre nuestros pasos —dijo al bengalí—. No debemos seguir a ciegas, sin saber si tenemos al enemigo a nuestros talones o si nos preparan alguna otra emboscada.
Habían echado a correr, siguiendo, el mismo camine recorrido antes, marcado por los bambúes abatidos y los kalam decapitados.
Un profundo silencio remaba en la jungla. No se oían ni rugidos de bighama, ni aullidos de chacales: era un detalle inquietante.
Si no hubiera habido extraños recorriendo la maleza aquellos eternos cazadores no hubieran estado callados El que guardaran silencio, significaba que tenían miedo.
Bastaron veinte minutos para que aquellos infatigables corredores llegaran al sendero abierto antes de cambiar de dirección.
No oyendo ningún ruido ni descubriendo enemigos, Sandokán se disponía a explorar brevemente aquella zona cuando Tremal-Naik, que estaba a su lado, le puso una mano sobre los hombros, empujándole casi con violencia sobre un grupo de banianos silvestres, que extendían en todas direcciones sus gigantescas hojas.
Apenas habían transcurrido dos minutos, cuando oyeron distintamente un agitarse y crujir de cañas; después, cuatro hombres armados de fusiles desembocaron en el pequeño calvero, que se abría entre los gigantescos bambúes y el grupo de banianos.
No eran sikhs sino sikkari, es decir batidores de las junglas, personas muy hábiles, realmente incomparables, para seguir pistas, tanto de hombres como de fieras.
Se detuvieron en seguida, examinando atentamente el terreno y removiendo las hierbas que lo cubrían.
—Han cambiado de dirección, Moko —dijo uno de los sikkari—. Ya no marchan hacia oriente.
—Eso veo —dijo el que se llamaba Moko—. Deben de haberse dado cuenta de que seguimos sus huellas y huyen hacia el Norte.
—Entonces escaparán al cerco.
—¿Por qué?
—Porque no tenemos tropas en esa dirección. Es mejor que uno de nosotros regrese junto a los sikhs que nos siguen, y los demás seguiremos sobre la pista.
Mientras uno partía corriendo, por el camino ya hecho, los otros tres siguieron su marcha, inclinándose de vez en cuando al suelo, para no perder de vista las huellas de la fugitiva columna.
Sandokán y Tremal-Naik esperaron a que se alejaran, luego se pusieron en camino a su vez, dando la vuelta al grupo de banianos por el lado opuesto.
—Debemos competir en velocidad y dejarles atrás —dijo el Tigre de Malasia.
—¿Y si en lugar de eso les tendiéramos una emboscada? —preguntó Tremal-Naik.
—Un disparo en este momento traicionaría nuestra presencia. Más tarde pensaremos en desembarazarnos de ellos. ¡Corramos, amigos!
Tremal-Naik, que había pasado su juventud entre las grandes junglas de las Sunderbunds, poseía una orientación natural, cosa común a muchos pueblos del Oriente, por tanto tenía la seguridad de conducir a sus compañeros al sitio donde acampaba la columna.
Sin embargo, por miedo a encontrar de nuevo a los sikkari se desvió hacia poniente, describiendo un amplio rodeo.
Aquella rapidísima carrera, posible porque todos tenían las piernas fuertes, aunque el malayo y el indio ya no eran jóvenes, duró unos veinte minutos.
—Dispuestos a partir de inmediato —ordenó Sandokán a sus hombres, en cuanto llegaron al campamento.
—¿Nos siguen? —preguntó Surama.
—Han descubierto nuestras huellas —contestó Sandokán—. Pero no te inquietes, muchacha. Escaparemos del cerco, aunque tengamos que romper las líneas.
La columna se formó de nuevo, poniendo en el centro a los prisioneros, y partió a paso rápido. Sandokán había doblado los nombres de retaguardia, temiendo un ataque de los sikkari de un momento a otro. No obstante, recomendó a Kammamuri que era su jefe, que les rechazaran con arma blanca, para no señalar con disparos al grueso de los assameses la dirección que seguían.
La jungla seguía clareando y tendía a cambiar. A las inextricables malezas, tan difíciles de atravesar, sucedían de cuando en cuando, grupos de árboles, en general palma y taras, pero rodeadas de matas muy tupidas, de extraordinaria extensión, que constituían óptimos refugios en caso de peligro.
La marcha se hacía cada vez más precipitada. Todos sentían por instinto que sólo de la velocidad de sus piernas dependía su salvación, y que jugaban una partida peligrosa en extremo, que podía representar incluso la corona de Surama. ¿Qué ocurriría si las tropas del rajá les aplastaban en la jungla? ¿Quién salvaría, entonces, a Yáñez? La catástrofe sería completa, señalando además el fin de los últimos y formidables tigres de la gloriosa Mompracem.
A las tres de la mañana, Kammamuri, que había estado todo el tiempo al mando de la retaguardia, y a notable distancia del resto del grupo, se reunió con Sandokán.
—Señor —dijo con voz jadeante por la larga carrera— los sikkari nos han alcanzado.
—¿Cuántos son?
—Seis o siete.
—Entonces, ¿ha aumentado su número?
—Eso parece, Tigre de Malasia. ¿Qué debo hacer?
—Tenderles una emboscada y acabar con ellos.
—¿Y si disparan?
—Haz lo posible por sorprenderles y matarles antes de que echen mano de sus carabinas.
Kammamuri partió de nuevo a toda velocidad, mientras la columna continuaba su retirada entre los matorrales y los árboles.
Transcurrieron otros diez minutos, tan largos como horas para Sandokán y Tremal-Naik; después unos gritos terribles y un chocar de armas rompieron el silencio que reinaba en la tenebrosa jungla; unos instantes después sonó un disparo.
—¡Maldición! —exclamó Sandokán, deteniéndose—. Este disparo nos traicionará.
A la detonación aislada había seguido una fuerte descarga de carabinas. Los sikhs y les assameses debían haber hecho fuego.
—¡Aún están lejos! —exclamó Sandokán, cuyo rostro se serenó de nuevo.
—Por lo menos una milla —contestó Tremal-Naik.
—Esperemos a Kammamuri.
No esperaron, mucho. El maharato llegaba corriendo, seguido por el resto de la retaguardia.
—¿Eliminados? —preguntó Sandokán.
—Todos, jefe —contestó Kammamuri—. Por desgracia, no hemos podido impedir que uno de los sikkari descargara su carabina.
—¿Ha herido a alguno de los nuestros? —preguntó Tremal-Naik.
—He tenido tiempo de desviar el cañón del arma.
—Vales tanto como un tigre de Mompracem —dijo Sandokán—. Continuemos la carrera. Tenemos algunas millas de ventaja y tal vez podamos aumentarla.
—O perderla —dijo en aquel momento Sambigliong.
—¿Por qué? —preguntó Sandokán.
—Los kalam empiezan de nuevo al otro lado de estos matorrales, y nos darán trabajo otra vez.
—¿Están secos?
—Quemados por el sol.
—Estupendo, en caso desesperado tendremos un arma valiosísima.
—¿Cómo? —preguntó Tremal-Naik.
En lugar de contestar, Sandokán se mojó la punta del pulgar y lo levantó, como hacen los marineros para saber la dirección del viento.
—La brisa sopla del Norte —dijo—. Cuando amanezca será más fuerte. Mahoma, Brahma, Siva y Visnú juntos nos protegen. ¡Ya podéis perseguirnos, mis queridos sikhs! ¡Adelante, amigos, yo respondo de todo!