24. La rendición de Yáñez

Una vez derribado el obstáculo, el elefante se retiró precipitadamente unos veinte pasos, luego se volvió, presentando a los sitiados su formidable trompa, que sostenía una barra de hierro maciza.

Sentado entre sus orejas estaba un cornaca, armado de un pincho para empujarlo al ataque.

Detrás y a los costados se agrupaban treinta o cuarenta sikhs; pero debía de haber más en el patio, a juzgar por los gritos y órdenes que se oían.

La puerta era tan amplia que el elefante podía pasar sin esfuerzo a la sala, que tal vez en otros tiempos había servido de cuadra para los colosales paquidermos.

Antes de que el animal subiera el primer escalón, una veintena de sikhs se pusieron ante él, disparando al tuntún entre los divanes y las sillas, con la esperanza de hacer descargar las carabinas a los sitiados; pero estos, a cubierto de las balas de los adversarios, se guardaron muy bien de caer en la trampa.

No recibiendo respuesta, los sikhs, tras gastar sin ningún resultado un centenar de cartuchos, cedieron el sitio al paquidermo, que avanzó valientemente, obstruyendo teda la puerta con su corpachón.

Era el momento esperado por Yáñez.

—Otra barricada —murmuró—. No le dejemos pasar del todo.

Arrodillado tras un diván, levantó la carabina y disparó los dos tiros, uno detrás de otro, siendo imitado inmediatamente por sus hombres.

El elefante, tocado en las junturas de las costillas —sus dos puntos más vulnerables— y acribillado por los proyectiles de los malayos, trató de retroceder para salir de aquel aprieto; pero las fuerzas le faltaron de repente, y se derrumbó de golpe, obstruyendo el paso con su enorme mole.

Fuera se alzó un coro de gritos de rabia, mientras el desgraciado animal, después de lanzar tres o cuatro bramidos, empezaba a agonizar. De sus ojos caían gruesas lágrimas, y su trompa, sacudida por un temblor convulsivo, soplaba sangre, indicio seguro de una muerte próxima.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—. Ha sido un golpe magnífico que los sikhs no se esperaban. Veremos cómo entran ahora. Se verán obligados a atacarnos por las dos puertecillas, y no será difícil defender esas aberturas. ¡Burni!

—¿Capitán?

—Coge dos hombres y ve a derribar el palco de los músicos. Hay que barricar las dos puertecitas.

Luego, se volvió a los dos malayos arrodillados a sus lados, espiando los últimos estertores del elefante, y les dijo:

—No perdáis de lista la puerta ni un solo instante, y disparad sobre el primero que intente entrar. Podréis distinguirlo fácilmente porque se verá obligado a pasar sobre el cuerpo del elefante. Y ahora, veamos cómo están las cosas.

Se levantó con precaución y asomó la cabeza entre dos divanes, lanzando una rápida mirada hacia la puerta. El elefante respiraba aún y detrás de su enorme cuerpo asomaban numerosas carabinas. Era evidente que los sikhs esperaban a que el pobre paquidermo hubiese exhalado el último suspiro, antes de aventurarse a pasar sobre él, por miedo a recibir algún golpe de trompa.

Burni y sus hombres acababan apenas de barricar las dos puertecillas, acumulando tras ellas mesas, grandes tablones y los últimos divanes, cuando una nota metálica salió de las fauces del paquidermo: la muerte iba ya a sorprender al desdichado animal.

—Es su último bramido —dijo Yáñez—. Estad preparados para rechazar el ataque. Los sikhs no tardarán en abrir fuego.

—Ya veo uno que trepa por el lomo del elefante —dijo Burni.

Un guerrero sikh, convencido ya de que el elefante estaba muerto, o por lo menos de que ya no era capaz de usar su terrible trompa, había trepado sobre el gigantesco cuerpo y avanzaba resbalando.

Burni, que no le perdía de vista, se incorporó, apuntó unos instantes, manteniéndose semiescondido tras un diván, y disparó un tiro que retumbó en la inmensa sala. El indio rodó hacia uno de los lados de la puerta, dejando caer el fusil que llevaba en la mano, sin hacer un gesto ni lanzar un grito.

—Ahí va uno que no gritará más —dijo Yáñez fríamente—. Si todas las balas fueran tan certeras, con las municiones que tenemos, no le quedaría ni un sikh a este maldito rajá.

Otros dos sikhs habían ocupado el puesto del primero. Viendo alzarse tras los divanes una nubecilla de tumo, dispararon casi simultáneamente, creyendo alcanzar al que acababa de matar a su compañero: pero Burni se había escondido detrás de la barricada.

—Ahora yo —dijo Yáñez—. Os enseñaré cómo tira el gran cazador.

Dos disparos siguieron a aquellas palabras. La carabina de gran calibre del portugués había fulminado también a los nuevos asaltantes, haciéndoles rodar uno a la derecha y otro a la izquierda del elefante.

Aquellos tres magníficos disparos desencadenaron un clamor ensordecedor y, al mismo tiempo, detuvieron el ataque. El gran cazador del rajá, a quien ya admiraban por su extraordinaria audacia, empezaba a aterrorizar incluso a aquellos valientes guerreros, a quienes todos los indios consideraban invencibles.

—¡Si pudiera advertir al Tigre de Malasia!… —exclamó Yáñez—. Pero ¿dónde estará? Debe de estar comprometido en algún asunto grave, porque, si no, hubiera mandado noticias. ¡Le irá mal! ¿Cómo va acabar todo esto? Bueno, no nos desesperemos y tratemos de resistir lo más posible. En este momento son inútiles las lamentaciones. Una fortísima detonación sacudió la inmensa sala y un gran trozo de techo se precipitó al suelo, a escasa distancia de los sitiados.

Los sikhs, no atreviéndose a atacar directamente a los malayos, habían colocado una pieza de artillería en el extremo del patio de honor, y empezaban el fuego.

La frente de Yáñez se nubló.

—Esto no me lo esperaba —murmuró—. Esperemos que no empleen granadas.

Una segunda detonación, más aguda que la primera, y un proyectil después de atravesar al elefante casi a nivel de la espina dorsal, pasó silbando sobre la barricada de los divanes y fue a hundirse profundamente en la pared opuesta.

—¿Hasta cuándo podremos resistir? —se preguntó Yáñez.

Resonó un tercer disparo en el patio y se produjo un horrible espectáculo: el elefante había sido alcanzado por una granada y esta, al estallar dentro del cuerpo, desgarró su masa de una forma espantosa, lanzando enormes trozos de piel y carne contra los quicios de la puerta y salpicando de sangre las paredes vecinas, las puertas de bronce, los divanes y hasta las sillas.

Aún no se había extinguido el eco de la detonación, cuando diez o doce sikhs se lanzaron sobre el cuerpo mutilado del paquidermo, gritando ferozmente y disparando en todas direcciones.

Los malayos alzaron las carabinas para responder al ataque; pero Yáñez les detuvo:

—No, a tiro hecho.

Los sikhs, superado el corpachón del elefante, corrían sobre las dos puertas de bronce que, como hemos dicho, habían caído sobre los divanes, y ya iban a atravesarlas cuando una voz seca, cortante, se dejó oír:

—¡Fuego, malayos!

Una descarga terrible, casi a quemarropa, alcanzó al minúsculo grupo de vanguardia.

Seis sikhs cayeron en medio de los divanes, más o menos fulminados. Los demás, que tenían las carabinas descargadas, saltaron a toda prisa sobre el elefante, atravesaron el sangriento desgarrón y escaparon a todo correr.

—Estos montañeses son testarudos —dijo Yáñez—. Pero yo en su lugar sería más prudente, sabiendo que tengo delante hombres de una puntería tan segura.

—En guardia, capitán —exclamó Burni.

—¿Vuelven?

—Sí, vuelven al ataque.

Detrás del elefante se veían de nuevo turbantes y cañones de carabina. Con toda seguridad, los sikhs se preparaban para un supremo intento.

Debían de estar furiosos por las pérdidas sufridas, por lo que resultarían más temibles que antes.

Un aullido feroz, el grito de guerra de aquellas intrépidas tribus montañesas, les advirtió que reanudaban el ataque.

En efecto, un momento después, una avalancha de hombres escalaba el elefante, protegiéndose con un fuego vivísimo, pero que no hizo ningún daño a los sitiados, que estaban protegidos en primer lugar por las puertas de bronce, que habían quedado inclinadas, y después por todo el montón de divanes y sillas.

—¡A ellos! —ordenó Yáñez a sus hombres.

Los malayos no se hicieron repetir la orden. Maravillosos tiradores, abrieron fuego a su vez, abatiendo un hombre a cada tiro que disparaban.

Los sikhs, aterrados por la precisión del incesante fuego, no se atrevían a avanzar, pero se mantenían obstinadamente sobre el dorso del paquidermo, respondiendo a cada, tiro con otro, mientras la pieza de artillería, situada en el patio, tronaba, enviando las balas sobre sus cabezas, tratando de hundir el techo para que aplastara en su caída a los defensores de la sala.

Por suerte para estos, la bóveda había sido muy bien construida, y sólo se desprendía algún ladrillo y grandes trozos de yeso, proyectiles que no inquietaban en absoluto a Yáñez ni a sus hombres.

El fuego era intenso y rapidísimo por ambas partes. Cada sikh que caía era reemplazado por otro, no menos obstinado ni menos valeroso que el compañero, quien tampoco tardaba en rodar muerto o herido.

Ya habían puesto fuera de combate a una veintena de hombres, cuando dieron la señal de retirada.

Aquella orden llego en buen momento, porque los malayos tenían dificultades para hacer frente a tantos adversarios, y se abrasaban las manos con los ardientes cañones de las carabinas.

Tampoco esta vez había obtenido resultados el fuego de los sikhs; sólo Burni había sido alcanzado de rebote por una bala, que le arrancó el lóbulo de la oreja derecha, provocando una hemorragia que no podía tener graves consecuencias.

—¿Cómo saldremos de esto, capitán? —dijo Burni—. ¿Qué internarán los sikhs?

—Están reunidos en torno al cañón —dijo Yáñez—. Amigos, si no os apartáis, recibiréis en pleno pecho una bala de grueso calibre.

Los malayos se alejaron a toda prisa, refugiándose tras los extremos de la barricada, que estaban fuera de la línea de la puerta. Apenas llegados a sus puestos, el cañón empezó a disparar, con tremendo estruendo.

La bala rebotó en las puertas de bronce, astillando la de la derecha, atravesó la barricada de los divanes, desfondando varios, y fue a hundirse en una pared.

—Tendrán trabajo para hundir las puertas de bronce, capitán —dijo un malayo.

—Pero cederán también estas. El cañón de los sikhs debe de ser excelente.

Otro disparo siguió al primero, y la bala volvió a rebotar, pero hundió otra buena parte de la barricada.

—Nos la destrozan —dijo Burni, sacudiendo tristemente la cabeza.

Los tiros se sucedían, haciendo temblar las vidrieras de la sala. Las balas rebotaban por todas partes, llovían sobre las puertas de bronce, las cuales cedían poco a poco, se hundían en las paredes, abriendo enormes agujeros.

Yáñez y los malayos, acurrucados tras los divanes, serios y pensativos, apretaban sus carabinas, sin disparar un solo tiro, sabiendo que serían cartuchos perdidos sin provecho, porque la masa del paquidermo les impedía ver a los artilleros.

El cañoneo duró una buena media hora; luego, cuando las dos puertas cayeron despedazadas, y la barricada se hundió, los atacantes suspendieron el fuego y se presentó un hombre, que subió a los restos del elefante llevando clavado en la bayoneta un trozo de seda blanca.

Yáñez se había puesto en pie, preparado para fulminarlo, pero dándose cuenta a tiempo de que se trataba de un parlamentario, bajó la carabina, diciendo.

—¿Qué quieres?

—El rajá me manda para invitaros a la rendición. Vuestra barricada ya no os protege.

—Dirás a su alteza que nos protegerán nuestras carabinas, y que su gran cazador aún tiene los brazos firmes y la vista excelente, para ponerle fuera de combate a la guardia real.

—El rajá me ha enviado para proponerle condiciones.

—¿Cuáles son?

—Le concede la vida, con tal de que se deje conducir a la frontera de Bengala.

—¿Y a mis hombres?

—Han matado; no son blancos y pagarán con su vida.

—Entonces, ve a decir a tu señor que su gran cazador los defenderá mientras tenga un cartucho y un soplo de vida. ¡Fuera o disparo ahora mismo!

El parlamentario se apresuró a desaparecer.

—Amigos —dijo Yáñez, con voz perfectamente tranquila—, aquí se trata de morir: el Tigre de Malasia se ocupará de vengarnos.

—Señor —dijo Burni—, nuestra vida te pertenece, y la muerte jamás ha dado miedo a los viejos tigres de Mompracem. Caer aquí o en el mar es lo mismo, ¿verdad, camaradas?

—Sí —contestaron los malayos a una.

—Entonces, preparémonos a la última defensa —dijo Yáñez—. Cuando no podamos disparar más, atacaremos con las cimitarras.

A los cañonazos de antes, había, seguido un profunde silencio. Los sikhs celebraban consejo y estaban preparando la columna de ataque.

En lugar de exponerse al tiro de aquellas infalibles carabinas, habían arrastrado el cañón junto a la puerta, y como el elefante, destrozado casi por completo por las granadas, ya no impedía apuntar, se preparaban a ametrallar a los defensores de la sala.

—¡Esto es el fin! —dijo Yáñez, que se había dado cuenta de la maniobra—. Tratemos de morir como valientes.

Una andanada de metralla cayó sobre los restos de la barricada, fulminando a Burni que había avanzado para ver cómo iban las cosas.

Una segunda descarga derribó a otro de los malayos; luego el parlamentario volvió a mostrarse entre el corpachón lacerado del elefante, gritando por segunda vez:

—El rajá me envía para invitaros a la rendición. Si os negáis, os exterminaremos a todos.

La defensa era insostenible.

—Estoy dispuesto a rendirme —contestó finalmente el portugués—, pero a condición de que también a mis hombres se les conceda la vida.

—Mi señor te lo concede.

—¿Estás seguro?

—Me ha dado su palabra.

—Entonces, me entrego.

Saltó sobre los restos de la barricada, seguido por sus malayos, superó el elefante y bajó al escalón, deteniéndose ante el cañón aún humeante.

El patio estaba lleno de sikhs y en medio de ellos se encontraba el rajá con sus ministros, que llevaban antorchas.

Yáñez tiró al suelo la carabina, rechazó a los artilleros que trataban de sujetarle, y se dirigió al príncipe, con la cabeza alta, los brazos cruzados sobre el pecho, diciendo con acento sardónico:

—Aquí estoy, alteza. Los sikhs han vencido al cazador de tigres y rinocerontes, que exponía su vida por la tranquilidad de sus súbditos.

—Eres un valiente —contestó el príncipe, evitando la mirada llameante del portugués—. Pocas veces me he divertido como esta noche.

—Así que vuestra alteza, no lamenta la pérdida de los sikhs que han caído bajo nuestras balas.

—Les pago —contestó brutalmente el príncipe—. ¿Por qué no iba a distraerme?

—Esta es una respuesta digna de un rajá indio —contestó Yáñez irónicamente—. ¿Qué hará ahora conmigo?

—De eso se ocuparán mis ministros —contestó el rajá—. Yo no quiero tener problemas con el gobernador de Bengala. Pero te advierto que, hasta que decidan algo, tú serás mi prisionero.

—¿Y mis hombres?

—Los haré encerrar en una estancia apartada.

—¿Junto conmigo?

—No, milord; al menos por ahora.

—¿Por qué?

—Para mayor seguridad. Sois demasiado astutos para dejaros juntos.

—Sin embargo, debo advertir a vuestra alteza, que mis siervos son súbditos ingleses, porque han nacido en Labuán.

—Yo no sé qué es ese Labuán —contestó el príncipe—, pero tendré en cuenta lo que me dices.

Hizo un gesto con la mano y en seguida, cuatro oficiales cayeron sobre el portugués, cogiéndole de los brazos con fuerza.

—Llevadlo donde ya sabéis —dijo el rajá—. Pero sin olvidar que es blanco y, por añadidura, inglés.

Yáñez se dejó conducir sin oponer resistencia.

Apenas habían entrado en una de las salas de la planta baja, cuando los sikhs se abalanzaron, con un ímpetu de bestias feroces, contra los tres malayos a quienes arrebataron las carabinas y ataron fuertemente.

Casi en el mismo instante, por una de las amplias puertas que daban al patio, salió un elefante, montado por un cornaca barbudo, de aspecto feroz.

Colgado de la trompa llevaba un tajo, semejante al que usan los carniceros para cortar sobre él los cuartos de buey. Aquella bestia era el elefante verdugo.

En todas las cortes de los principados indios hay un animal de estos, amaestrado para enviar al otro mundo a todos los que hacen sombra a esos crueles soberanos.

Mientras los sikhs se retiraban para dejarle paso, el gigantesco paquidermo dejó en el centro mismo del patio el tajo, apoyando sobre este una de sus patazas, como si quisiera comprobar su solidez.

—Adelante el primero —dijo el rajá, que estaba cómodamente sentado en un sillón, con un cigarro entre los labios—. Quiero ver si estos hombres que se baten con el coraje de los tigres, son igual de valerosos ante la muerte. Cuatro sikhs cogieron a uno de los tres malayos y le arrastraron ante el elefante, haciéndole apoyar la cabeza en el tajo y sujetándolo con todas sus fuerzas. El gigantesco verdugo, a una orden del cornaca, retrocedió dos o tres pasos, levantó la trompa, emitiendo un largo bramido y avanzó hacia el tajo, levantó la pata izquierda y la dejó caer sobre la cabeza del pobre malayo.

El cadáver fue echado a un lado y cubierto con un amplio dootèe; luego, uno tras otro, fueron ajusticiados de la misma forma los otros dos malayos.

—Ahora Teotokris estará contento —dijo el rajá—. Vamos a descansar.

Empezaba a clarear.

Se levantó y entró en uno de los edificios laterales, seguido por sus ministros y oficiales, mientras los sikhs se disponían a llevarse a los camaradas que habían caído bajo el plomo de los tigres de Mompracem.

Apenas se habría acostado el príncipe, cuando un hombre entró apresuradamente en el palacio real, subiendo de cuatro en cuatro los escalones que conducían a las habitaciones de Yáñez.

Era Kabung, que volvía después de haber asistido al ataque del palacio de Surama y a la fuga de Sandokán y Tremal-Naik hacia el río.

El chitmudgar —que después de los primeros disparos en la sala, se había refugiado allí, sin atreverse a tomar partido por el gran cazador— oyó llamar repetidamente y corrió a abrir.

El pobre hombre, que había asistido desde una ventana que daba al patio a la rendición de Yáñez y a la ejecución de les tres malayos, estaba deshecho de dolor, y lloraba como un crío.

—¡Ah, mi pobre sahib! —exclamó viendo a Kabung—. ¿También tú quieres morir?

—¿Qué dices, chitmudgar? —preguntó el malayo, asustado por el llanto de aquel hombre.

—Tu señor ha sido detenido.

—¡El capitán! —exclamó Kabung, dando un salto.

—Y todos tus compañeros han sido ajusticiados.

Kabung retrocedió como si hubiera recibido una bala en medio del pecho.

—¡Pobre Tigre de Malasia! —exclamó con voz rota—. ¡Pobre capitán Yáñez!

Luego, reponiéndose rápidamente y aferrando al mayordomo por los brazos, le dijo:

—Cuéntame todo lo que ha ocurrido, todo.

Cuando fue informado del combate de la noche anterior, el malayo se pasó las manos por los ojos varias veces enjugando algunas lágrimas; luego preguntó.

—¿Crees que el rajá hará ajusticiar también a mi amo? Es preciso que lo sepa, antes de dejar el palacio.

—Yo no sé nada; pero a mi modesto entender, el rajá no se atreverá a levantar la mano contra un lord inglés. Tiene demasiado miedo al gobernador de Bengala.

—¿Dónde han encerrado a mi capitán?

—Si no me engaño, han debido de llevarle al subterráneo azul, que se encuentra bajo la tercera cúpula del patio de honor.

—¿Un lugar inaccesible?

—Por completo.

—¿Bien guardado?

—Sé que hay sikhs vigilando ante la puerta de bronce día y noche.

—¿Hay carceleros?

—Sí; dos.

—¿Incorruptibles?

—Eso no puedo saberlo.

—¿Bajo la tercera cúpula me has dicho?

—Sí —contestó el chitmudgar.

—¿Puedes hacerme salir sin que me vean?

—Sí, por la escalera reservada a los sirvientes, que lleva detrás del palacio.

—Una última pregunta.

—Habla, sahib.

—¿Dónde podré verte?

—Tengo una casita en el barrio de Kaddar, toda pintada de rojo; de forma que destaca entre todas las demás que son completamente blancas. Allí hay una mujer que me es muy adicta y a la que voy a ver dos veces a la semana. Podrás encontrarme allí hoy, después del mediodía.

—Eres un buen hombre —dijo el malayo—. Ahora, ayúdame a huir.

—Sígueme; apenas ha salido el sol, y los sirvientes no se habrán levantado aún.

Atravesaron una terracita que se extendía por la parte trasera del apartamento de Yáñez, se internaron por una escalinata abierta en el espesor de las paredes, y tan estrecha que sólo permitía pasar de uno en uno, y bajaron a los jardines del rajá, de una notable extensión, pero que a aquella hora tan temprana estaban desiertos.

El chitmudgar condujo al malayo hacia una puertecilla de metal, adornada con las habituales cabezas de elefante, y la abrió, diciéndole:

—Aquí no hay centinelas. Te espero en mi casita. He cogido afecto a tu amo, y haré todo lo que pueda para librarle de su prisión; te lo juro por Brahma, mi sahib.

—Eres el mejor de los indios que he conocido —contestó Kabung conmovido—. Si un día se ve libre, mi amo no te olvidará.

Se envolvió en el dootèe y se alejó apresuradamente, sin volverse atrás, dirigiéndose hacia la casa de Surama, con la esperanza de encontrar algún conocido en aquellos alrededores.

Ya veía las últimas columnas de humo que se alzaban sobre las ruinas del palacio, completamente devorado por el fuego, cuando un hombre que llegaba en dirección contraria con mucha prisa, le interceptó bruscamente el paso.

Ya demasiado exasperado por la catástrofe que había caído sobre su amo. Kabung iba a disparar un pistoletazo al insolente, cuando se le escapó un grito de alegría.

—¡Bindar!

—Sí, soy yo, sahib —dijo en seguida el indio—. Surama y el Tigre de Malasia están en camino hacia la jungla de Benar y venía a avisar a tu amo.

—Demasiado tarde, amigo —contestó Kabung con voz triste—. Él está preso y mis camaradas han sido asesinados. Parece que todo ha sido descubierto y que el perro griego es el vencedor. No pierdas tiempo, ve a advertir enseguida al Tigre de Malasia de cuanto ha ocurrido.

—¿Y tú?

—Yo me quedo aquí a vigilar al griego. Tengo posibilidad de saber lo que ocurre en la corte. Mi presencia en Gauhati puede ser más útil que en cualquier otro sitio.

—¿Necesitas dinero? Acabo de cobrar por cuenta del jefe.

—Dame cien rupias.

—¿Y dónde podré encontrarte?

—En el barrio de Kaddar hay una casita roja, que pertenece al chitmudgar que habían puesto a disposición del capitán Yáñez. Iré a vivir allí. Ahora parte de inmediato, y avisa al Tigre. Él librará al capitán, con toda seguridad.

Bindar le entregó las cien rupias, y partió a todo correr dirigiéndose hacia el río, donde contaba con alquilar o comprar algún barquito.

Kabung prosiguió su camino para llegar al suburbio en el cual era menos probable que le descubrieran, ya que estaba lejos del palacio real.

No obstante, su primer cuidado fue entrar en la tienda de un ropavejero y cambiar sus ropas, demasiado vistosas, por otras musulmanas; luego, después de almorzar en un modestísimo albergue, continuó la marcha, internándose en las tortuosas callejuelas de la ciudad baja.

Salvo en los grandes centros, en los alrededores de los palacios reales y de las pagodas, las ciudades indias no tienen calles anchas.

La limpieza es una palabra poco conocida, de forma que las callejuelas, carentes de aire, siempre polvorientas por la escasez de lluvias, parecen verdaderas cloacas.

Un hedor nauseabundo se alza de tales laberintos, debido también en parte a que de vez en cuando se encuentran grandes fosos, donde se echan las inmundicias de las casas, el estiércol de las cuadras y los restos de los animales muertos. Mal iría si no existieran los marabúes, infatigables devoradores, que de la mañana a la noche hurgan entre aquellos estercoleros, embuchándose hasta casi reventar.

Hacia las tres de la tarde, y después de equivocar varias veces el camino, debido a su imperfecto conocimiento de la ciudad, Kabung consiguió descubrir, finalmente, la casita roja del chitmudgar.

Era una construcción minúscula de dos pisos, que parecía más una torre cuadrada que una verdadera casa. Se elevaba en medio de un jardincillo en el que crecían siete u ocho majestuosas palmas, que esparcían en torno una sombra deliciosa.

—Es un verdadero nido —murmuró Kabung—. Esperemos que el propietario ya haya llegado.

Empujó la verja de madera, que no estaba cerrada y se internó bajo las plantas.

El mayordomo estaba sentado delante de su casita, junto a una hermosa y joven india de piel aterciopelada, apenas un poco bronceada, con largos cabellos negros adornados con ramilletes de flores.

—Te esperaba, sahib —dijo el hindú, dirigiéndose solícitamente al encuentro del malayo—. Hace dos horas que he llegado. Esta es mi mujer, una buena muchacha que estará muy contenta de hospedarte, si, como creo, tienes intención de quedarte aquí. Por lo menos estarás seguro; especialmente ahora que has cambiado de aspecto.

—Es un ofrecimiento que acepto de buena gana, porque he citado aquí a los amigos de mi amo.

—Serán siempre bien recibidos, por mi mujer y por mí.

—¿Has conseguido noticias del capitán?

—Muy pocas. Sólo puedo decirte que sigue encerrado en el subterráneo de la tercera cúpula; sin embargo…

—Continúa.

—He encontrado la forma de poderle hacer llegar tus noticias, si crees que pueden serle útiles.

—¿Cómo? —preguntó el malayo con ansiedad.

—El rajá ha cambiado a los carceleros que había antes, y uno es pariente mío.

—¿Y se prestará a este juego tan peligroso?

—Es demasiado astuto para dejarse sorprender. Con unas rupias, estará a nuestra disposición.

—Dame un trozo de papel.

—Más tarde; ahora, comamos.