Mientras Sandokán trabajaba tenazmente y con buena fortuna para liberar a Surama, Yáñez descansaba —por lo menos en apariencia— en la corte del rajá, pasando el tiempo en beber, comer y fumar todos los cigarrillos que podía; en admirar a las bellísimas bayaderas —que cada noche trenzaban sus danzas en el gran patio de palacio, al son de toda ciase de tambores— y a los luchadores, de los que los príncipes indios tienen siempre un buen número.
Sin embargo, no perdía de vista al griego y no dejaba de informarse, cada mañana y con todo detalle, de la curación de su adversario, aunque sabía que el mayor peligro se escondía en el cerebro de aquel aventurero.
Pero una cosa le atormentaba: una cierta frialdad observada en el rajá. Después de la famosa representación teatral y de su duelo, el príncipe no había vuelto a ocuparse de él, ni le había hecho llamar, como si en todo el reino hubieran desaparecido los animales feroces.
Esto aburría mucho a aquel hombre de acción, a quien no gustaban nada la ociosidad y negligencia indias.
—¡Por Júpiter! —exclamaba cada mañana, saltando de su espléndido lecho dorado y esculpido—. ¿Pero qué cazador soy yo? ¿Es posible que las fieras ya no se coman indios en el Assam? Sin embargo, los tigres no deben faltar en un país que tiene tantas selvas.
Llevaba tres días de ociosidad, sin saber en qué emplear su tiempo cuando en la mañana del cuarto, se presentó ante él un oficial del rajá, diciéndole:
—Milord, el rajá necesita a su gran cazador.
—¡Por fin! —exclamó el portugués, que aún estaba en cama—. ¡Así que el príncipe ha recordado que tiene a su servicio a un destructor de animales feroces! Ya empezaba a aburrirme. ¿De que se trata?
—Los habitantes de un pueblo, que está junto a las orillas del río, se lamentan porque un rinoceronte destruye de noche sus cosechas. Todas las plantaciones de añil, que constituían su mayor riqueza, se han perdido.
—Lo lamento por esos desgraciados cultivadores; pero serán vengados. ¿Dónde hace sus correrías ese animal?
—A veinte millas de aquí.
—Le dirás al rajá que iré a matarlo y le traeré su cuerno. Haz preparar caballos y elefantes.
—Todo está dispuesto, milord.
—Pues también mi carabina lo está —contestó Yáñez—. Y el favorito del rajá, ¿cómo sigue?
—Anoche se levantó unas horas.
—¡Por Júpiter! Ese hombre tiene la piel más dura que el rinoceronte que voy a cazar —murmuró el portugués—. Si otra vez se me mete entre los pies, le atravesaré de parte a parte.
Saltó de la cama, llamó a su mayordomo para darle unas órdenes, y se vistió rápidamente.
—Quién sabe si saliendo de palacio podré tener alguna noticia de Surama y de Sandokán —dijo cuando estuvo solo—. Y quién sabe si después de una caza así el rajá se acordará de mí con más frecuencia. El griego trabaja en la sombra y yo haré otro tanto. Ya veremos quién sale de esta batalla con las costillas rotas. Mi popularidad aumenta y cuando esté bien asegurada, tendré ventaja sobre ti y sobre el príncipe, tu protector. Sólo es cuestión de paciencia, como dice siempre Sandokán.
Cogió su carabina, la misma con la que había abatido al terrible tigre negro, llamó a les malayos —entre los que se hallaba Kabung, que se había guardado de contarle el secuestro de Surama— y bajó al patio, en el que estaban preparados doce caballos, dos elefantes, muchos perros y una veintena de sikhs, que debían ayudarle en la peligrosísima cacería.
Pero quedó un tanto sorprendido al encontrar, en lugar de un mayordomo o un conductor de sikkari, a un alto oficial del rajá, que le dijo sin preámbulos:
—Milord, la dirección de la caza me corresponderá exclusivamente a mí.
—¡Oh! —exclamó Yáñez, cruzándose de brazos—. ¿Y a mí qué me corresponde?
—Matar al rinoceronte.
—¿Y si lo matara usted mismo?
—Yo no soy el gran cazador de la corte —contestó secamente el oficial.
—¡Ah!
—¿Me ha comprendido, milord? Yo sólo tengo la dirección.
—Pero espero que me ponga delante a esa bestia.
—Deje hacer a los sikhs, milord.
Yáñez subió a uno de los dos elefantes de muy mal humor, y un tanto pensativo.
—No veo claro este asunto —murmuró—. El griego debe haber intentado algo. ¿Cómo es que el rajá ha cambiado tan aprisa con respecto a mí? Debajo de todo esto hay algo que se me escapa. Estemos en guardia. En una cacería es fácil errar el tiro y matar a un cazador en lugar de un animal… Diré a mis malayos que abran bien los ojos y que no pierdan de vista a los sikhs ni un solo instante. El peligro está ahí.
Se tendió sobre los cojines de la caja, encendió un cigarrillo y afectando una completa calma —que no sentía realmente—, hizo seña al cornaca para que pusiera en marcha al elefante, el cual empezaba a impacientarse.
La caravana atravesó la ciudad, desfilando entre dos hileras de personas, que observaban con curiosidad —no exenta de una cierta simpatía— al famoso cazador; luego, remontó la orilla derecha del río, dirigiéndose a los grandes bosques que se extendían hacia poniente, formados por tecas soberbias —de madera durísima e incorruptible—, por árboles de goma laca, nagassi —o sea árboles de madera hierro, porque sus troncos y sus ramas son tan duras que rompen las hachas más afiladas— y banianos imponentes.
El oficial del rajá, que dirigía el segundo elefante, se puso en cabeza del grupo, flanqueado por los sikhs que montaban bellísimos caballos de formas perfectas, de origen árabe sin duda, o por lo menos persa. Parecía haber olvidado la presencia del gran cazador de la corte, a quien correspondía el poco envidiable honor de abatir al terrible rinoceronte.
Durante cinco horas, la caravana siguió costeando orilla del río; de vez en cuando pasaba por míseros grupos de cabañas, formadas por ramas entrelazadas, mezcladas con fango rojizo o grisáceo; luego el oficial dio el alto en los alrededores de un pueblo bastante grande, que surgía entre vastísimas plantaciones de añil, gravemente dañadas en algunos sitios, como si una tropa de animales se hubiera divertido en hacer carreras por allí.
—¿Es este el sitio que frecuenta el rinoceronte? —preguntó Yáñez al cornaca montado a lomos del elefante.
—Sí, señor —contestó el indio—. Ese horrible animal ha destruido tanto añil que seiscientas rupias no bastara para compensar a estos pobres campesinos. Pero usted matará, ¿no es cierto, señor?
—Haré lo posible.
—Nos detenemos aquí, señor.
Los habitantes del pueblo, guiados por su jefe, que era un apuesto anciano aún robusto, salieron al encuentro de la caravana, dando la bienvenida a todos y poniéndose su disposición.
Previamente advertidos por un correo enviado por el rajá, habían preparado una especie de campamento rodeado por una empalizada de bambúes entrelazados y atados: alzando en el centro del mismo ocho o diez cabañas de ramas, cubiertas de follaje.
Sin preocuparse del oficial, Yáñez escogió la más cómoda y grande, y se instaló en ella con sus seis malayos. En su calidad de gran cazador, creía tener derecho a ello.
Los cocineros sirvieron a cazadores y sirvientes una comida fría y abundante, regada con excelente toddy, luego el jefe del pueblo, acompañado por el oficial del rajá, preguntó a Yáñez:
—¿Eres tú, sahib, el encargado de librarnos de aquel animal tan malo?
—Sí, amigo —contestó el portugués—, pero para que pueda hacerlo debes darme algunas indicaciones y también un guía.
—Yo te daré lo que quieras, señor: y también un premio.
—Ese lo darás a los perjudicados. ¿Dónde crees que tiene su cubil el rinoceronte?
—En la selva que costea el pantano de los cocodrilos.
—¿Está lejos?
—A varias horas de marcha.
—¿No se deja ver de día?
—Nunca, sahib. Sólo muy entrada la noche deja la selva para venir a devastar nuestras plantaciones.
—¿Tú lo has visto?
—Sí, hace tres noches le disparé dos veces mi carabina, pero probablemente no le toqué.
—¿Es grande?
—Nunca había visto uno tan enorme.
—Está bien. Déjame reposar hasta el atardecer y avisa al hombre que debe acompañarnos que esté preparado.
—Seré yo quien te acompañe al sitio que frecuenta la mala bestia.
—Una palabra, milord —dijo el oficial del rajá—, ¿cómo piensa cazarlo?
—Lo esperaré emboscado.
—Así no conseguirá nada, porque al primer disparo, esos primales atacan, para escapar a continuación; y ya sabe que una sola bala no es suficiente para derribarlos. El rajá ha puesto a su disposición uno de sus mejores caballos, para que pueda perseguir al animal, después del disparo.
—Lo utilizaré —contestó Yáñez—. Ahora, dejadme tranquilo, porque no sé si esta noche tendré tiempo para dormir.
Esperó a que el jefe del poblado y el oficial se hubieran alejado, y, volviéndose a sus malayos, que estaban sentados en el suelo, a lo largo de las paredes, les dijo:
—Ocurra lo que ocurra, no me dejéis solo en la selva. No temáis al rinoceronte; yo me ocupo de matarlo.
—¿Temes alguna traición, capitán? —preguntó Kabung.
—Estoy segurísimo de que el maldito griego tratará de vengarse por todos los medios posibles de la herida que le he hecho. Por eso recelo de todo y de todos. En una cacería en medio de la selva, alguna vez se mata a un cazador en lugar del animal.
—No perderemos de vista a los sikhs, capitán Yáñez.
Al primer movimiento sospechoso, les caeremos encima como tigres y ya veremos cuántos consiguen escapar a nuestras cimitarras.
—Que uno de vosotros monte guardia fuera de la cabaña y reposemos un poco.
Se tendió sobre una estera y cerró los ojos, invitado por el gran calor reinante y por el profundo silencio, porque también los elefantes y los indios se habían dormido.
Hacia el atardecer, le despertaron los ladridos de los perros, los relinchos de los caballos, los bramidos de los elefantes y los gritos de los cornacas y los sikhs.
Los malayos ya estaban en pie, puliendo sus carabinas y sus pistolas.
—La cena —pidió Yáñez—. Después iremos a buscar a ese señor coloso.
Los cocineros habían preparado la cena y sólo esperaba la orden del gran cazador para servirla.
Yáñez comió rápidamente, cogió su magnífica carabina de doble cañón, cargada con balas revestidas de cobre; verdaderos proyectiles de caza mayor, y salió.
Los hombres elegidos para acompañarle eran sólo seis y sujetaban por las bridas unos espléndidos caballos, entre los cuales había uno completamente negro que parecía tener fuego en las venas y que estaba ricamente enjaezado con estribos cortos, a la oriental.
—¿El mío? —preguntó Yáñez al oficial.
—Sí, milord —contestó el indio—. Pero no lo monte; por ahora.
—¿Por qué?
—Los caballos deben llegar completamente frescos al lugar de la caza. Los rinocerontes corren veloces como el viento cuando cargan, ¡y ay del caballo que en aquel momento estuviese cansado!
—Tienes razón. ¿Y el guía?
—Nos espera más allá de las plantaciones.
—Partamos, pero sin perros; nos espantarían la caza.
—Eso pensaba yo, si pretende mantenerse al acecho.
Dejaron el campamento y tomaron un sendero que atravesaba las plantaciones de añil; los campesinos, alineados en los márgenes de los campos, les seguían con la mirada.
La noche era espléndida y propicia para una buena caza. Una fresca brisa, que descendía de las altiplanicies gigantas del Bután, soplaba a intervalos, susurrando entre las plantitas de añil; la luna surgía majestuosa tras los lejanos picos de la frontera birmana. En el cielo florecían millones y millones de estrellas, proyectando una luz suavísima.
Yáñez marchaba en cabeza del grupo con su eterno cigarrillo entre los labios, la carabina bajo el brazo y seguido por sus malayos. El oficial, por su parte, guiaba a los sikhs, quienes conducían los caballos.
Más allá de las plantaciones, el grupo encontró al viejo.
—¿Lo has visto? —le preguntó Yáñez.
—No, sahib, pero he sabido dónde está su cubil. Un cazador de nilgais me lo ha indicado.
—¿Habrá salido ya a pastar?
—No, todavía no.
—Mejor así: le sorprenderemos en su cubil.
Reemprendieron la marcha, dirigiéndose hacia una selva que extendía su sombra hacia poniente y parecía inmensa.
Les bastó una hora para alcanzarla, ya que los indios, lo mismo que los abisinios, son caminantes ligeros e infatigables.
Aquella selva era un caso verdaderamente raro porque se componía casi exclusivamente de higueras de Indias, plantas colosales de una extraordinaria longevidad, con las hojas ovales, lanceoladas, coriáceas, mezcladas con frutos pequeños, de sabor dulzón que tienen poco que ver con nuestros higos europeos; de los troncos de estas plantas. Los indios extraen, mediante una simple incisión, una especie de leche no bebible, pero que sirve para preparar una especie de goma-laca, que no tiene nada que envidiar a la que usan los chinos y japoneses.
El viejo jefe hizo una breve parada en el límite del bosque, manteniéndose a la escucha; luego, en vista de que sólo se oían los aullidos de algunos lobos indios, se internó resueltamente entre los millares de troncos, diciendo a Yáñez.
—Todavía no ha dejado su cubil. Si hubiese salido se oiría, porque cuando hace sus correrías por los bosques, se oye siempre su niff-niff.
—Mejor así —contestó Yáñez.
Tiró el cigarrillo, cargó la carabina, hizo seña a los malayos de que hicieran lo mismo, y siguió al guía que se internaba con paso seguro bajo las inmensas bóvedas de las higueras, llevando en la mano un viejo fusil, que de poco le hubiera servido contra aquellos colosales animales, que tienen una piel casi impenetrable aun para los mejores proyectiles.
A medida que avanzaban los cazadores, la selva se hacía más espesa. Además crecían numerosos matorrales envueltos en una verdadera red de Calamus y de Nepente[38]
Habrían recorrido una buena milla, cuando el viejo indio les hizo seña de detenerse.
—¿Estamos? —preguntó Yáñez en voz baja.
—Sí, sahib: el pantano de los cocodrilos está cerca, y el rinoceronte tiene su cubil en sus orillas. Haz envolver las cabezas de los caballos en las gualdrapas para que no relinchen. El animal puede estar de buen humor y escapar en lugar de embestirnos.
Yáñez transmitió la orden a los sikhs; luego dijo al guía.
—¿Te daría miedo seguirme?
—¿Por qué, sahib?
—Deseo descubrir al rinoceronte sin tener detrás a los sikhs y a mis hombres. Ya dispararán después si yo no consigo abatirlo.
—Usted es el gran cazador del rajá, así que no tengo nada que temer.
—Esperadme aquí, y estad dispuestos a montar a caballo —dijo Yáñez a la escolta—. Si yo fallo, abrid fuego y apuntad bien. Si nos embiste, será difícil detenerlo en plena carrera. Vamos, amigo, llévame al cubil.
—Vamos, sahib.
Se alejaron en silencio, pasando con precaución entre las innumerables columnas de las higueras, con la mirada vigilante y el oído atento.
Reinaba un profundo silencio. Incluso los bighama, los lobos de la India, callaban en aquel momento. Hasta la brisa nocturna había cesado, y ya no hacía susurrar el follaje de los enormes árboles.
Recorridos otros trescientos pasos, el viejo indio, se detuvo de nuevo.
—Déjame escuchar —dijo a Yáñez en voz baja—. El pantano de los cocodrilos está delante de nosotros.
—¿Oyes algo?
—La respiración del rinoceronte. Debe de estar escondido en medio de aquellos matorrales.
—¿No tendrá hambre esta noche?
—Habrá comido abundantemente por la mañana.
—Yo le obligaré a mostrarse.
Miró en torno y, descubriendo un trozo de rama, lo lanzó con todas sus fuerzas sobre los matorrales.
En seguida, se alzó entre las frondas una especie de ronzo silbido, seguido de un extraño grito.
Era el niff-niff del rinoceronte.
—Se ha despertado —susurró Yáñez, echándose la carabina al hombro—. Que se deje ver, y le meteré dos balas si el cerebro.
Transcurrieron unos instantes sin que el animal se mostrara.
También el indio, aunque tenía poca confianza en su viejo fusil, estaba preparado para disparar.
De pronto, las matas se agitaron violentamente, como a una repentina tormenta hubiese estallado en su seno; luego se abrieron de golpe y apareció un enorme rinoceronte, lanzando furioso su grito de guerra.
Una tras otra, resonaron tres detonaciones, seguidas de inmediato por un agudo grito del indio.
—¡Huye, sahib…!
Aunque debía de haber recibido alguna bala, porque Yáñez no erraba nunca sus disparos, el rinoceronte cargaba enloquecido, con el ímpetu furibundo característico de estos animales.
Al verlo, el portugués volvió la espalda, lanzándose a todo correr hacia el lugar en que se encontraban los demás.
Por suerte, los innumerables troncos de las higueras de las Indias —que en algunos lugares crecían tan unidos que impedían el paso de los grandes animales— habían frenado el terrible impulso del coloso, dejando tiempo a los fugitivos de reunirse con sus compañeros.
—¡A caballo! —gritó Yáñez.
Un sikh le llevó prontamente ante el caballo que le había destinado el rajá. El portugués subió de un salto a la silla sin servirse de los estribos.
Al ver aparecer entre los troncos al rinoceronte, corriendo desenfrenadamente, malayos y sikhs hicieron una descarga y se dispersaron en varias direcciones, transportados a su pesar por los espantados caballos, que no obedecían ni a las riendas ni a las espuelas.
El oficial del rajá fue el primero en escapar, sin perder tiempo en hacer fuego.
Yáñez hizo dar un terrible salto a su negra cabalgadura para evitar el choque del formidable coloso, mientras el viejo indio, más afortunado, se ponía a salvo en una higuera, con una agilidad de mono.
El rinoceronte, enfurecido por las heridas recibidas, siguió su carrera otros doscientos o trescientos pasos; luego, dando media vuelta, volvió atrás, lanzando por segunda vez su grito de guerra: ¡niff-niff…!
Si los otros habían escapado, Yáñez permanecía en el lugar de la caza, pero no por su voluntad sino por capricho de su caballo, que parecía haber enloquecido de repente. Daba terribles saltos de carnero, como si el peso del caballero le destrozara el lomo, se encabritaba, relinchando calorosamente, y lanzando coces en todas direcciones. Pero el portugués no se dejaba descabalgar y apretaba nervosamente las rodillas, sin ahorrar ni tirones de riendas, golpes de espuela, y blasfemando como un carretero.
—¡Vamos, escapa! —aullaba—. ¿Quieres que te destripe?
El caballo no obedecía y el rinoceronte volvía a la carga con la cabeza baja, disponiéndose a hundir su cuerno en el vientre del enemigo.
Un frío sudor bañaba la frente de Yáñez. Una terrible sospecha le acababa de atravesar el cerebro: que el griego le hubiera preparado una trampa para perderle en el momento más peligroso.
Miró rápidamente al aire: apenas a un metro sobre su cabeza se extendían horizontalmente las ramas de las higueras.
—¡Estoy salvado! —exclamó, poniéndose la carabina en bandolera.
En aquel momento el rinoceronte cayó sobre el encolerizado caballo. Su cuerno desapareció por completo en el vientre del animal, luego de un cabezazo levantó caballo y caballero. Pero sólo cayó uno: el primero, porque el segundo, que había conservado una maravillosa sangre fría incluso en aquella terrible situación, se aferró desesperadamente a una rama, izándose de inmediato.
El caballo cayó al suelo con el vientre abierto por el golpe; se encabritó una vez más, y cayó de bragada lanzando un relincho sofocado.
El rinoceronte, con la brutalidad y ferocidad instintivas en los animales de su raza, cargó de nuevo sobre el pobre animal, hundiéndole el cuerno en el cuerpo por segunda vez; luego, presa de un acceso de furor indescriptible, se puso a patearlo rabiosamente, entre agudos silbidos.
Bajo su enorme peso, los huesos del caballo crujían y se despedazaban, y por los desgarrones producidos por las dos cornadas, salían al mismo tiempo chorros de sangre, intestinos y pulmones.
Yáñez, que había recuperado en seguida la calma, aperas se puso a horcajadas en la rama, cargó la carabina, mascullando:
—Ahora vengaré al caballo del rajá, aunque ese testarudo por poco me envía al otro mundo.
En aquel momento resonaron a poca distancia unos disparos; después, los seis malayos pasaron a unos ciento cincuenta metros de Yáñez, en un galope desenfrenado.
—Id, id, mis valientes —dijo Yáñez—. Yo me ocupo del rinoceronte.
Se acomodó lo mejor que pudo en la rama y apuntó la carabina.
La bestia, que parecía enloquecida, no había dejado aún a su víctima. La desgarraba a cornadas, revolcándose en la sangre; la pateaba, dejándose después caer sobre ella con todo su enorme corpachón, y no dejaba de lanzar gritos estridentes.
Una bala, que le alcanzó un poco por encima del ojo izquierdo, le calmó un momento.
Se detuvo, mirando hacia arriba con la boca abierta: era el momento que esperaba Yáñez.
Partió el segundo disparo de carabina, hiriendo al animal en el paladar y penetrándole en el cerebro. La herida era mortal, pero el animal no cayó. Por el contrario, empezó a galopar vertiginosamente en torno a los troncos de las higueras derribando varios.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez cargando de nuevo el arma—. Para estos animales haría falta una espingarda o mejor un cañón.
Esperó que pasara por debajo de él y disparó casi a quemarropa, alcanzándole entre la nuca y el cuello.
El efecto fue fulminante. El animal se incorporó sobre las patas posteriores para caer a continuación al suelo donde permaneció inmóvil. Había recibido cinco balas, y todas revestidas de cobre y de grueso calibre.
—Ya era hora de que murieras —exclamó Yáñez, dejándose resbalar tronco abajo—. He matado muchos animales, pero ninguno me ha hecho sudar ni pasar tan mal rato como este. Veamos ahora cuál ha sido tu jugada maese Teotokris del archipiélago griego. ¡Que me devore un tigre si en todo esto no está tu mano! El caballo estaba demasiado enloquecido.
Se acercó con precaución al rinoceronte, y tras cerciorarse de que estaba bien muerto y no existía el peligro de que volviera a ponerse en pie, dirigió su atención al caballo del rajá.
¡Desgraciado animal! Intestinos, corazón, pulmones, hígado yacían en torno suyo, arrancados por el cuerno brutal del coloso, y su cuerpo aplastado mostraba espantosas heridas, por las que aún brotaba la sangre abundantemente.
—Parece una tortilla —murmuró Yáñez—. Pero así y todo espero encontrar la razón de que tuviera el diablo en el cuerpo. En todo esto, hay alguna canallada.
Miró largo rato el cadáver; luego desabrochó la faja del vientre y levantó la silla.
—¡Ah, bribones! —exclamó.
En la parte interna, habían hundido tres puntas de acero un centímetro de largo.
—Por eso estaba furioso el pobre animal —prosiguió el portugués—. Al saltar a la silla se le han hundido en la carne. Esto es una jugada del griego. Él esperaba que el rinoceronte me destripara. No, querido mío, también esta vez has errado el tiro. Yáñez tiene la piel más dura de lo que tú imaginas y, también debo decirlo, una suerte prodigiosa. Punto en boca; por ahora lo dejaremos correr.
Pero te juro, canalla, que un día te haré pagar tus traiciones y todas juntas. Ya me resultaba a mí sospechoso ese altísimo oficial, que debe de ser uno de tus hombres.
Cargó flemáticamente la carabina y disparó dos tiros al aire, con un cierto intervalo entre uno y otro.
Aún retumbaban las dos detonaciones bajo las infinitas bóvedas de follaje, cuando vio llegar, a corta distancia unos de otros, a sus fieles malayos, seguidos por el oficial del rajá.
—Ya está hecho —dijo Yáñez, con una cierta ironía, mirando al indio—. Como ves se ha despachado el asunto sin demasiado trabajo.
El oficial permaneció mudo unos instantes, mirándole con profundo estupor.
—¡Muerto! —dijo luego.
—No se moverá más —añadió Yáñez.
—Es usted el mejor cazador de toda la India.
—Es probable.
—El rajá estará contento de usted.
—Eso espero.
—Haré que los sikhs corten el cuerno, para que pueda ofrecérselo al rajá.
—Se lo presentarás tú; así puedes ganarte una propina.
—Como quiera, milord.
—Hazme traer otro caballo, pero que sea más dócil que el primero. Tu señor tiene alguno demasiado brioso. El oficial fingió no oírle y como en aquel momento llegaban los sikhs acompañados del viejo indio, hizo señal a uno de ellos de que desmontara.
Cuando Yáñez iba a montarlo se produjo una repentina agitación entre los sikhs, seguida casi de inmediato por gritos de:
—¡El jungli-kudgia! ¡El jungli-kudgia! Oyendo que las matas se abrían detrás de él, Yáñez se volvió rápidamente.
Un animal —que a primera vista parecía un bisonte indio— había aparecido de improviso, abriéndose paso entre lianas y nepentes.
—¡Fuego, amigos! —gritó.
—¡Deteneos! —exclamó el jefe del poblado.
Los seis malayos, que aún tenían cargadas las carabinas, dispararon simultáneamente, sin hacer caso del grito del viejo indio.
El rumiante, alcanzado por cinco o seis balas, se desplomó entre la hierba, sin lanzar un mugido.
—¡Desventura sobre los malditos extranjeros! —rugió el jefe, corriendo hacia el animal agonizante y levantando los brazos al cielo—. ¡Han matado la vaca sagrada de Brahma!
—¿Te has vuelto loco, jefe? —preguntó Yáñez—. Si es para sacarme unas cuantas rupias, estoy dispuesto a pagarte el animal.
—Una vaca sagrada no se paga —contestó el oficial del rajá.
—¡Idos todos al diablo! —gritó Yáñez, que perdía la paciencia.
—Temo, milord, que tendrá que ajustar cuentas con el rajá, porque aquí, como en toda la India, una vaca es un animal sagrado, que nadie puede matar.
—Entonces, ¿por qué tus hombres han gritado: el jungli-kudgia? Aunque no conozco profundamente la lengua hindú, ese nombre se da, si no me equivoco, a los terribles bisontes de la jungla, que no son menos peligrosos que los rinocerontes.
—Se habrán equivocado.
—Peor para ellos.
Mientras cambiaban estas palabras, el viejo indio seguía dando vueltas al cadáver de la vaca, manifestando la más violenta desesperación y vomitando una sarta infinita de injurias contra los matadores del animal sagrado.
—¡Acaba ya, pajarraco! —gritó Yáñez, cada vez más fastidiado—. Te he librado del rinoceronte que estropeaba tus plantaciones y no dejas de injuriarme. Eres el mayor canalla que he conocido en mi vida. Si no dejas quieta tu cochina lengua, te haré apalear por mis hombres.
—No lo hará usted —dijo el oficial del rajá, con voz dura.
—¿Quién me lo impediría, señor oficial? —preguntó Yáñez.
—Yo, que aquí represento al rajá.
—Para mí, que soy un lord inglés, no eres más que un empleado de la corte, inferior a mis criados.
—¡Milord!
—¡Vete al infierno! —dijo Yáñez, montando a caballo. Luego, volviéndose hacia sus malayos, que miraban ferozmente a los sikhs, dispuestos a atacarles al primer movimiento sospechoso, les dijo:
—Volvamos a la ciudad; estoy harto de este asunto.
—Milord —dijo el oficial—, los elefantes nos esperan.
—Échalos al río, yo no los necesito.
Hizo subir detrás de él al malayo que le había cedido el caballo y partió a galope, mientras el viejo indio le gritaba una vez más:
—¡Malditos extranjeros! ¡Qué Brahma os haga morir a todos!
Salidos del bosque, los tigres de Mompracem se metieron entre las plantaciones, sin preocuparse de si estropeaban más o menos el añil, y tomaron el camino de Gauhati.
Cuando entraron en la ciudad era aún de noche. Los guardias de centinela ante el palacio, se apresuraron a introducirle en el vasto patio de honor, donde, bajo los espaciosos soportales, dormían sobre simples esteras escuderos y lacayos, para estar preparados a cualquier llamada de su señor.
Yáñez les confió su caballo y subió a su departamento, despertando al chitmudgar.
—¡Es usted, señor! —exclamó el mayordomo frotándose los ojos.
—¿No me esperabas tan pronto?
—No, señor. ¿Ha matado ya al rinoceronte?
—Sí, le he derribado con cuatro disparos. Tráeme una botella y cigarrillos a mi habitación y espérame, porque he de pedirte algunas explicaciones importantes.
—Estoy a sus órdenes, sahib.
Yáñez se desembarazó de la carabina, mandó a los malayos a acostarse y se reunió con el chitmudgar, quien ya había encendido la lámpara y puesto sobre la mesa una botella de licor y una caja de cigarrillos indios, hechos con una hoja de palma arrollada y tabaco rubio.
Vació un vaso de ginebra añeja, se tendió en una butaca y contó sucintamente cómo se había desarrollado la caza, alargándose sólo en la muerte de la maldita vaca sagrada, que le había sacado de quicio.
—¿Qué dices tú ahora de todo este asunto?
—Es una cosa grave, milord —contestó el mayordomo que parecía preocupado—. Una vaca es siempre sagrada y quien la mata incurre en una grave falta.
—Me habían dicho que era un bisonte de la jungla, y yo he dado orden de disparar sin mirarla bien.
El chitmudgar sacudió la cabeza, murmurando:
—¡Asunto serio!, ¡asunto serio!
—Deberían haberla guardado en el pueblo.
—Tiene razón, milord; pero la culpa será suya.
—Aquel jefe es un auténtico bribón. ¿No le he matado al rinoceronte que devastaba las plantaciones del pueblo? ¿Y si en este asunto hubiese una intervención oculta del favorito del rajá? Las puntas de hierro estaban en la silla.
—No me sorprendería —contestó el mayordomo—. Yo sé que ese hombre le odia a muerte.
—Ya me he dado cuenta; además querrá vengarse de la herida.
—Seguro, milord.
—Entonces, se ha urdido una verdadera conjura. Primero ha intentado que me destripara el rinoceronte; luego ha enviado la vaca sagrada. ¿Estaría de acuerdo con el jefe del poblado?
—Es probable, señor.
—¡Por Júpiter!, no me dejaré enredar. Ahora voy a descansar, y si antes del mediodía el rajá envía a uno de sus sátrapas, contestarás que duermo y que no quiero ser molestado. Si insisten, lanza contra ellos a mis malayos. Ya es hora de mostrar a ese perro griego y al borrachín a quien sirve, que un lord no deja que se burlen de él. Puedes irte, chitmudgar.
Apagó la lámpara, se tendió en el lujoso lecho sin desnudarse y se durmió casi de inmediato.