Como había dicho Bindar, bajo el último tejado se abrían dos ventanas, más bien angostas, pero suficientes para dejar pasar a un hombre, resguardadas por simples esteras de cocotero.
Sandokán, que se había reunido con Tremal-Naik, Kammamuri y Surama, las examinó un momento, sacó de la faja el kris y de una sola cuchillada rasgó el grueso tejido, introduciendo la cabeza, a través del desgarrón.
—¿No hay nadie? —preguntó el bengalí.
—Parece que los gritos y los disparos no han estropeado el sueño a los habitantes de esta casa —contestó Sandokán—. ¿Quién tiene una antorcha?
—Yo, sahib —contestó Bindar.
—Enciéndela, muchacho previsor.
—Aquí está, patrón.
El Tigre de Malasia arrancó del todo la estera, cogió la antorcha, cargó una pistola y entró en un cuchitril, lleno de viejos muebles en desuso.
—Que todos me sigan —ordenó—, y tened dispuestas las armas.
De un simple empujón abrió una puerta y, habiendo encontrado una escalera, empezó a bajar por ella, tan tranquilo como si estuviera en su propia casa.
Había muchas puertas a derecha e izquierda, pero estaban todas cerradas y no se oía ningún ruido.
—Se diría que la casa está desierta —murmuró Sandokán.
Se engañaba, porque cuando iba a bajar el primer peldaño de otra escalera, dos criados indios, dos sudras, se le pusieron delante, enarbolando amenazadoramente unos nudosos bastones, y gritando:
—¡Detente!
—Despejad —contestó Sandokán, apuntando su pistola hacia ellos—. Somos cuarenta, y todos armados.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó el más viejo—. ¿Cómo has entrado sin permiso del amo?
—Sólo queremos marcharnos, sin molestar a nadie.
—¿Sois ladrones?
—Ninguno de mis hombres ha tocado las cosas de tu dueño. Vamos, saca la llave y ábrenos la puerta. Tenemos prisa.
—No puedo abrir sin orden del amo.
—¿Hace falta orden suya? Lo veremos.
Se volvió hacia los malayos y les dijo:
—Atad y amordazad a estos dos.
Aún no había terminado de decirlo cuando ya los malayos se habían echado sobre los sudras, desarmándolos y amordazándoles.
—¡La llave, si no queréis que os haga echar escaleras abajo! —dijo Sandokán con voz imperiosa—. Os he dicho que tenemos prisa.
Los dos indios, asustados, no se atrevieron a negarse de nuevo, y les tendieron la llave. Sandokán continuó el descenso, seguido por todo el grupo y abrió la puerta, no sin cierta dificultad. Nadie más se había dado cuenta de la invasión, porque no vieron ningún otro criado.
—Por fin libres —dijo Sandokán—. Como has visto, mi querido Tremal-Naik, la cosa no podía ser más fácil.
—Sigues siendo el hombre extraordinario que toda Malasia ha temido y admirado.
—Venid todos.
No había amanecido aún y la calle estaba desierta, de forma que pudieron alejarse sin que nadie les molestara hasta alcanzar las callejuelas de un barrio extremo que terminaba en las orillas del Brahmaputra.
A lo lejos, el cielo se teñía de rojo. Eran los reflejos del incendio que devoraba el palacio de Surama.
Al verlos, la joven princesa no pudo retener un largo suspiro, que no escapó a Sandokán, que caminaba a su lado.
—Lamentas perder tu casa, ¿verdad? —preguntó el pirata.
—No lo niego.
—No pasará mucho tiempo antes de que tengas una más bella: el palacio del rajá.
—¿No has perdido la esperanza, señor?
—No habría dejado Malasia —contestó Sandokán—, si no hubiera estado seguro de llevar a buen término la empresa. Entre Tremal-Naik, Yáñez y yo derribaremos a ese borrachín que reina en el Assam y le arrancaremos la corona que él conquistó con un simple disparo de carabina. Él te envió a hacer de bayadera; nosotros le enviaremos a él a hacer… de brahmán o de gurú.
Estaban ya bajo los tupidos tamarindos que daban sombra a la orilla del río. Sandokán se detuvo, dirigiéndose hacia la servidumbre de Surama, agrupada tras él.
—Ha llegado el momento de dejar a vuestra dueña —dijo—. Cada uno de vosotros recibirá cincuenta rupias de regalo, que os entregará Bindar en la posada, mañana por la mañana. Apenas se os necesite, volveréis a vuestro trabajo.
—Gracias, sahib —dijeron los sudras, conmovidos por anta generosidad.
—Dispersaos, y no olvidéis la cita.
Las mujeres besaron las manos de Surama, los hombres el borde de su vestido; luego se alejaron rápidamente, tomando distintas direcciones.
—Ahora veamos —continuó Sandokán—, ¿puedo contar con tu absoluta fidelidad, Bindar?
—Mi padre murió defendiendo al de la princesa y yo, que soy su hijo, estaría contento de poder hacer otro tanto —contestó con nobleza el assamés—. Manda, sahib.
—Ante todo, irás a presentar este libramiento de cincuenta mil rupias al banco anglo-assamés, y pagarás a los criados.
—Muy bien, sahib; te traeré fielmente el resto no más tarde de mañana por la noche.
—No hay prisa —dijo Sandokán—; tienes que hacer otra cosa, antes de reunirte conmigo en la jungla de Benar.
—Manda, sahib.
—Irás al palacio real, y tratarás de ver a Yáñez o a alguno de sus hombres.
—¿Qué debo decir al sahib blanco?
—Contarle todo lo ocurrido y decirle dónde nos encontramos. Si te da una carta, alquila una barca y ven a reunirte con nosotros en la jungla. Sé prudente, y ten cuidado de que no te cojan.
—No me dejaré sorprender, señor —contestó Bindar.
—Ve, muchacho; tu fortuna está asegurada.
El assamés besó el borde del vestido de Surama, y se alejó velozmente, desapareciendo bajo los árboles.
—Vamos a la bangle —dijo Sandokán—. Espero encontrarla en el mismo sitio en que la dejarnos.
—Démonos prisa —añadió Tremal-Naik—. No estaremos seguros del todo hasta que nos hallemos en la pagoda de Benar.
—Si es que allí lo estamos.
—¿Tú lo dudas?
—¡Quién sabe! El griego no carecerá de espías, y tú sabes mejor que yo lo astutos e inteligentes que son tus compatriotas en estos cometidos.
—Eso es cierto —admitió el bengalí.
—Por eso haremos bien en no descuidar nuestra retaguardia. A la bangle, amigos; marchémonos antes de que salga el sol.
Se internaron entre los árboles, siguiendo la orilla habitada únicamente por marabúes, erguidos e inmóviles sobre sus patas, esperando que aumentara la luz para ir a limpiar las calles de la ciudad, porque esas aves voraces son los únicos barrenderos de los barrios hindúes; barrenderos económicos, pero no por eso menos útiles que los humanos, porque lo devoran todo: huesos, vegetales podridos, restos de cualquier tipo que despreciarían hasta los perros más hambrientos.
Las estrellas empezaban a palidecer cuando el grupo llegó al sitio en que habían dejado la bangle.
—¿Nada nuevo? —preguntó Sandokán a los dos malayos, que habían quedado de vigilancia.
—Sí; nos espían —contestó uno de ellos.
—¿Qué has observado?
—Algunos hombres vinieron a rondar cerca de la bangle.
—¿Muchos?
—Cinco o seis.
—¿Soldados del rajá?
—No: no eran soldados.
—¿No han regresado?
—Les hemos vuelto a ver hace un par de horas.
Sandokán miró a Tremal-Naik.
—¿Tú qué dices? —le preguntó.
—Que han advertido nuestra presencia, y que el rajá o el griego tratarán de hacer algo contra nosotros —contestó el bengalí.
—¿Atacarnos en la jungla?
—Empiezo a temerlo.
—¡Bah! Allí tenemos fuerzas suficientes para oponer una terrible resistencia. Si quieren seguirnos, que lo hagan: estaremos preparados para darles una lección tal que no la olvidarán fácilmente.
Subieron a la bangle, los malayos cogieron los remos y empezaron a remontar la corriente del Brahmaputra.
Sandokán se situó a proa, como de costumbre, con Tremal-Naik y Surama. Los vigilantes ojos del pirata observaban atentamente la orilla, porque después de lo que le habían contado los centinelas, sentía cierto recelo.
En efecto, la bangle no había recorrido aún doscientos metros, cuando vio salir de una pequeña ensenada, escondida por gigantescos tamarindos, una barca ligera, de las que los indios llaman mur-punky, que se parecen por la forma a las balleneras, aunque tienen la proa un poco elevada y acornada con una gran cabeza de pavo real.
—¡Ah, canallas! —exclamó—. Me esperaba esta persecución.
—¿Nos dejaremos atrapar por esos hombres? —preguntó Surama.
—Aún no hemos llegado a la jungla de Benar —contestó Sandokán—. Y quién sabe lo que puede ocurrir antes de que emboquemos el canal que lleva al pantano de los cocodrilos. Quizá ofrezca una cena apetitosa a esos feos animales, a pesar de que los detesto.
—Esos hombres pueden convertirse algún día en súbditos míos.
—Siempre tendrás bastantes —contestó fríamente Sandokán—. Si yo hubiese dejado escapar a todos mis enemigos, no me habría convertido en el Tigre de Malasia, ni hubiera podido permanecer tantos años en Mompracem. Por otra parte, no puedo coger muchos prisioneros; ya tengo dos en la jungla, y uno de ellos podría ocasionarme graves trastornos.
—¿Quién?
—El faquir que te secuestró, mi querida Surama. Si consiguiera escapar, no tendríamos más recurso que refugiarnos en Borneo, y entonces se habría perdido tu corona ¡Corren tras nosotros! Ahora veremos, señores: aún tenemos pólvora y balas.
El mur-punky, tripulado por ocho remeros y un timonel, se deslizaba rápidamente tras la estela de la bangle. Era dudoso que se tratara de simples remeros, porque, aunque sólo empezaba a clarear, la vista aguda de Sandokán descubrió la punta de varios fusiles, apoyados en las dos bordas.
Es cierto que podían ser cazadores en busca de patos y ocas, aves que abundan siempre en las orillas de los grandes ríos de la India, especialmente en los que bañan las tierras orientales de la inmensa península.
Pero, de repente, la ligera chalupa se salió de la estela, desviándose hacia la derecha, y con un esfuerzo de sus remeros pasó a la bangle —la cual, por su pesada construcción y sus anchos costados, no podía vencerla en velocidad—. Pero, con no poca sorpresa de Sandokán y Tremal-Naik se dirigió hacia la orilla izquierda, donde —bajo las inmensas frondas de los tamarindos que costeaban el río— se divisaba una masa negra.
—¿Qué significará esta maniobra? —se preguntó el pirata, frunciendo el ceño.
—¿Nos habremos equivocado? —dijo Tremal-Naik.
—Despacio, amigo —contestó Sandokán—; y ante todo, ¿qué será esa sombra grande, escondida bajo las plantas?
—Da orden al timonel de que se acerque a la orilla. Quiero ver claro este asunto.
—¡Eh! Mira Tremal-Naik: el mur-punky la ha abordado.
—¿Será una bangle? En tal caso, no tendríamos que asustarnos. Los hombres del mur-punky podrían ser marineros que regresan a bordo de su barco.
—¡Hum! —exclamó Sandokán—. Esto no me gusta nada. ¡Eh, Kammamuri más a sotavento!
La bangle se desvió hacia la orilla izquierda mientras los malayos disminuían la marcha y pasó ante la masa oscura, a treinta o cuarenta metros de distancia.
Un doble grito de estupor escapó de los labios del pirata y del bengalí:
—¡El poluar!
Se miraron el uno al otro, interrogándose con la mirada.
—¿Será realmente el que nos siguió cuando bajábamos el río? —preguntó finalmente Tremal-Naik.
—Cuando he visto un barco una sola vez, no lo olvido nunca —contestó Sandokán—. Ese es el poluar que nos persiguió.
—Y que se prepara a hacerlo de nuevo —añadió Kammamuri, quien había dejado el timón a un malayo—. Están desplegando velas.
—No podemos permitir que descubran nuestro refugio —dijo Sandokán, que se había puesto pensativo.
—¿Quieres atacarlo? —preguntó Surama—. Su tripulación es mucho más numerosa que la tuya.
—Tengo una idea —dijo Sandokán, tras unos instantes de silencio—. ¿Serías capaz de fabricarme una bomba, Kammamuri? Bastará un bote de lata, uno de los de las conservas. Aquí debemos de tener algunos.
—He hecho embarcar una docena llenos de bizcocho antes de abandonar la selva.
—Será suficiente con uno: un kilo de pólvora puede producir bastantes destrozos. Pero ata fuerte el bote, con alambre, si tienes, y ponle una buena mecha, que no tenga más de cinco centímetros de largo.
—¿Y con qué cañón la lanzarás a bordo del poluar? —preguntó Tremal-Naik.
—Iré yo a regalársela a esos señores —contestó Sandokán—. Tendremos que esperar la noche, porque el sol ya se alza; pero nosotros no tenemos prisa y nuestros compañeros de la jungla no se inquietarán por el retraso.
—No comprendo lo que estás tramando.
—Lo entenderás cuando me veas llevarlo a cabo. Ve a descansar, Surama; debes de estar muy fatigada. Te despertaremos a la hora de comer; y tú, Kammamuri, ve a fabricar la bomba, y pon entre la pólvora todas las bala; de carabina que puedas. Veremos como se las arregla el poluar.
Encendió la pipa y se dirigió a popa de la embarcación para vigilar los movimientos de aquellos misteriosos navegantes.
El pequeño navío, levadas las anclas y sueltas las dos velas cuadradas, abandonó la orilla y teniendo viento favorable, se puso detrás de la bangle, manteniéndose a una distancia de trescientos o cuatrocientos metros. A popa remolcaba el mur-punky.
De quererlo, hubiera podido pasar fácilmente la pesada barca de Sandokán, porque es un tipo de barco rapidísimo, incluso con viento escaso. Pero se veía que su tripulación no deseaba hacer mucho camino, porque de vez en cuando bajaba ora una, ora otra vela, para disminuir la marcha.
El sol se había alzado sobre las inmensas selvas de levante, y Sandokán y Tremal-Naik podían distinguir fácilmente a las personas que tripulaban el poluar.
Sólo eran diez o doce y parecían bateleros, porque vestían un simple dootèe anudado en torno a los costados, para poder subir más fácilmente a la arboladura; pero tal vez había otros escondidos en la bodega.
Una cosa llamó en seguida la atención del pirata y del bengalí: se trataba de un enorme tambor, uno de los que los indios llaman hauk, del que suelen servirse en las fiestas religiosas, por completo adornado de pinturas y dorados y rematado con penachos de plumas variopintas; dicho tambor estaba colocado entre los dos palos, casi en medio de la cubierta.
—Ese no es un instrumento de guerra —dijo Sandokán, a quien no escapaba nada—, ni hasta ahora he visto tambores de este tipo en los veleros indios.
—Tampoco yo —contestó Tremal-Naik—. Lo han colocado ahí por algún motivo y creo adivinarlo.
—¿Qué quieres decir?
—Que si se golpean vigorosamente, el sonido de esos instrumentos puede oírse a distancias increíbles.
—¿Así que serviría…?
—Para trasmitir señales.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Sandokán—. Se prepara algo contra nosotros. Ya son muchos los detalles que hemos observado.
—¡Bah!, esperemos a la noche, y también el tambor irá a hacer compañía a los peces del Brahmaputra. Como Sandokán no quería alejarse mucho del canal que conducía a la laguna, la bangle continuaba su marcha, sin apresurarse demasiado, siendo obstinadamente seguida por el poluar, que se esforzaba en mantener siempre la misma distancia, aunque la brisa matutina se había hecho más fuerte.
El río, que se deslizaba soberbio, en suave descenso, tendía a ensancharse, entre dos magníficas orillas cubiertas de palas, de palmas tara, de espléndidos mangos y de nim de enorme tronco y follaje oscuro y tupido.
De vez en cuando, aparecía algún arrozal —encerrado entre caballones de varios pies de altura, destinados a contener las aguas— cubierto de largos tallos de un hermoso verde, productores de una variedad de grano muy grande; pero muy pronto, la selva se imponía de nuevo, entre un caos de lianas que formaban bellísimas pérgolas.
Numerosas bandas de semnopitecos —un tipo de monos muy ágiles que los indios llaman langur, y son tan delgados que, aunque alcanzan un metro y medio de altura, no sobrepasan los diez kilogramos— se dejaban ver en los árboles y saludaban a los navegantes con agudos silbidos, lanzándoles al mismo tiempo fruta y ramitas, porque son muy insolentes.
Sobre los cañaverales de las orillas revoloteaban grupos de hermosos patos, de cigüeñas, de bozzagros y de marabúes, mientras gruesos cocodrilos de dorso rugoso y cubierto de plantas acuáticas dormitaban indolentemente, calentándose al sol.
A mediodía, Sandokán hizo dirigir la bangle hacia la orilla izquierda y echar el ancla, para que sus hombres pudieran comer.
El poluar continuó la marcha otros trescientos o cuatrocientos metros, tal vez para no despertar sospecha; pero después se desvió hacia la orilla derecha, anclando en una minúscula bahía, donde el agua era aún bastante profunda.
Por el humo que salía de la caseta de popa, Sandokán adivinó en seguida que también la otra tripulación preparaba la comida del mediodía.
—¿Aún tienes dudas sobre las intenciones de esos hombres? —preguntó a Tremal-Naik.
—No —contestó el bengalí, que parecía preocupado—: Si no encontramos el medio de desembarazarnos de esa embarcación, no nos dejarán en paz. Sin duda han recibido orden de espiarnos.
—Esperemos a esta noche.
Hicieron avisar a Surama y comieron en cubierta, tras tomar la precaución de hacer extender una vela sobre sus cabezas, para preservarse de una posible insolación.
Hacia las cuatro de la tarde. Sandokán dio orden de partida.
Apenas empezó a moverse la bangle, el poluar desplegó una de sus dos velas, tomando la misma ruta.
—¿No queréis dejarnos, eh? —dijo el pirata—. La bomba está dispuesta y ella se ocupará de detener vuestra carrera.
Las dos embarcaciones siguieron navegando en conserva, la una a remo y la otra a vela, manteniendo la misma distancia, que variaba entre los trescientos y los quinientos metros.
La región que atravesaban estaba desierta.
No se distinguían ni arrozales, ni cabañas ni tampoco otras barcas. La jungla, evitada por todos los habitantes del país —que no deseaban recibir la poco grata visita de tigres y panteras— no debía de estar lejos.
En efecto, hacia el atardecer la bangle —que había avanzado bastante a pesar de navegar lentamente—, pasó ante el canal que llevaba al pantano; pero Sandokán, viendo que el poluar seguía a sus espaldas, se guardó muy bien de dar orden de internarse en él.
Dejó que la embarcación remontara el río otras dos millas; luego, cuando ya reinaban las tinieblas, hizo anclar nuevamente, cerca de la orilla izquierda.
Igual que había hecho al mediodía, el poluar, prosiguió su marcha unos centenares más de metros y ancló, no en la orilla sino en medio del río, para vigilar mejor a la bangle.
—Cenad —dijo Sandokán a Tremal-Naik y a Surama.
—¿Y tú? —preguntó el bengalí.
—Comeré después del baño.
—¿De qué baño?
—¿No le lo he dicho? Quiero desembarazarme de esos espías.
—¿Cómo?
—Tu útil Kammamuri me ha preparado una bomba verdaderamente espléndida. Cuando te conviertas en reina del Assam, tendrás que nombrarle general de granaderos, Surama.
—Haré cuanto deseen mis protectores —contestó la joven con amable sonrisa.
—Ahora pensemos en nuestro asunto —dijo Sandokán—. La noche es oscura y nadie me verá atravesar el río.
—¡Te devorarán! —exclamó Tremal-Naik, asustado.
—¿Quiénes?
—Hay cocodrilos y también escualos de agua dulce en las aguas del Brahmaputra.
Sandokán se encogió de hombros y, sacando de la faja su kris malayo, dijo con indiferencia:
—¿Y para qué sirve esta arma? Cuando el viejo pirata de Mompracem la tiene en la mano, se ríe de todos. Mi carne no es para ellos, tranquilízate.
—Deja que te acompañe.
—No. amigo. En estos asuntos, tiene que actuar un solo hombre.
—Aún no me has explicado tu proyecto.
—Es muy sencillo. Voy a colgar la bomba en los goznes del timón del poluar, enciendo la mecha y vuelvo tranquilamente a bordo de mi bangle. ¡Ya verás los destrozos que hace el kilo de pólvora! Estoy preparado, Kammamuri.
El maharato acudió llevando, con cierta precaución, la famosa bomba, que consistía en una simple lata, bien rodeada de alambre de cobre, arrancado a las bordas de la bangle, con una mecha de ocho o diez centímetros de largo y un gancho también del mismo alambre en uno de los extremos, para poderla colgar de los goznes del timón.
Sandokán la examinó atentamente, hizo con la cabeza un ademán, como de hombre satisfechísimo y, entrando en la caseta de popa, se desnudó rápidamente, se sujetó un dootèe en torno a las caderas y sujetó en él el kris.
—Ahora, Kammamuri, me ataras la bomba sobre la cabeza, añadiendo el pedernal y la yesca.
Kammamuri no se hizo repetir la orden.
—Haz echar un cabo —añadió Sandokán.
—Ten cuidado con los cocodrilos, señor —dijo Surama, que parecía conmovida—. Arriesgas tu vida, que es preciosa para mí.
—Y para los demás —replicó el fiero pirata—. Puedes estar tranquila, mi hermosa muchacha. La carne de los tigres de Mompracem es demasiado correosa…
Tendió la mano a la joven y a Tremal-Naik, recomendó el más absoluto silencio y se dejó resbalar a lo largo del cabo, sumergiéndose suavemente en la corriente del río.
Surama, Tremal-Naik y toda la tripulación siguieron ansiosamente con la mirada todos los movimientos del pirata, preguntándose con temor cómo terminaría aquel audaz intento, pero unos instantes después le perdieron de vista, en la oscuridad de las aguas bajo un cielo cubierto de vapores.
Sandokán nadaba silenciosamente, cortando sin ruido la débil corriente. Con frecuentes golpes de talón se mantenía con la cabeza bien alta, temiendo que una salpicadura pudiera mojar la yesca o la mecha.
El poluar estaba solamente a cuatrocientos metros: una distancia irrisoria para un natural del archipiélago de la Sonda. Ningún nadador puede competir con los malayos y borneanos de la costa; se puede decir que nacen en el mar y en él mueren.
A medida que se acercaba al pequeño velero indio, Sandokán actuaba con mayor prudencia. No temía encontrar cocodrilos o escualos de agua dulce, pero sí que hubiera centinelas a bordo y pudieran descubrirle.
De vez en cuando se detenía para escuchar, luego, tranquilizado por el profundo silencio que reinaba en el río y en el velero, reemprendía su silenciosa marcha, agitando los brazos y las piernas con extraordinaria prudencia, y cada vez con mayor suavidad.
A cincuenta pasos del poluar chocó con algo. Creyó por un instante que era atacado por algún saurio; pero su mano tocó un cuerpo blando, que desprendía un hedor nauseabundo de carroña.
—Un cadáver —murmuró, respirando.
Se aparró para dejar paso al muerto, y con cinco o seis brazadas llegó bajo la popa del velero. Aunque tuvo la precaución de no sacar las manos del agua, los hombres que estaban de vigilancia en el poluar notaron algo insólito, porque oyó una voz que decía:
—Diría, Maot, que algo ha rozado el borde del barco. ¿No has oído nada?
—Sólo el chirrido de los goznes del timón —contestó otra voz—. ¡Bah!, algún cocodrilo que ha chocado con nosotros.
—Será mejor comprobarlo, Maot. Me han dicho los sikhs que los tripulantes de la bangle no son indios.
—Mira, pues.
Sandokán se había ocultado prontamente bajo la popa, cogiéndose al timón.
Transcurrió medio minuto, después la misma voz de antes, dijo:
—No se ve nada en esta oscuridad, Maot.
—Te repito que habrá sido un cocodrilo. No faltan en este río. Dame un poco de betel y prosigamos la guardia a proa. Desde el castillo, veremos mejor.
Sandokán que escuchaba con atención, oyó un roce de pies desnudos que se alejaban.
—¡Estúpidos! —murmuró—. En vuestro lugar no me hubiera contentado con charlar como dos papagayos. ¡Con que ya sabéis que no somos indios! Razón de más para haceros saltar por los aires.
Esperó unos minutos; después, tranquilizado por el profundo silencio que reinaba en el poluar, cogió con una mano la bomba, se puso entre los labios el pedernal y la yesca, cuidando de que no se le mojara esta última, y colgó la bomba del segundo gozne.
Hecho esto, apretó las piernas contra el timón y con grandes precauciones, prendió fuego a la yesca, acercándola a la mecha.
Pero el leve ruido producido por la piedra al golpear contra el acero fue oído por los dos bateleros de guardia, porque Sandokán notó que se acercaban.
Se hundió, nadando a toda velocidad baje el agua, para no saltar junto con el velero.
A cincuenta metros salió a la superficie y fijó los ojos en el poluar.
Bajo popa caían diminutas chispas: era la mecha que ardía.
—Estáis servidos —murmuró, volviendo a sumergirse recorriendo de nuevo bajo el agua otros cincuenta o sesenta metros.
Cuando volvió a flote, salían del poluar gritos agudos:
—¡Al fuego! ¡Al fuego!
Casi en el mismo momento, un relámpago rasgó las tinieblas, siendo seguido de una detonación semejante a un cañonazo.
La bomba había rasgado la popa del velero y por la enorme abertura el agua entraba a torrentes. El timón estaba hecho pedazos.
Al estruendo, que se propagó largamente bajo las interminables bóvedas verdes que se extendían por las orillas del río, siguió un breve silencio; luego volvieron a oírse los gritos de la tripulación:
—¡El poluar se hunde! ¡Sálvese quién pueda!
Con unas cuantas brazadas, Sandokán alcanzó la bangle y, cogiendo el cabo —que no había sido retirado—, se izó hasta el puente.
Surama y Tremal-Naik acudieron de inmediato.
—¡Tigre de Malasia! —exclamó la primera—. Ya no dudo que llegaré a ser reina, poseyendo tal audacia el hombre que me protege.
—Eres un demonio —añadió el bengalí.
—Deja que me lo digan esos pobres diablos que se hunden —contestó Sandokán, sacudiéndose el agua.
El poluar se hundía rápidamente, inclinándose hacia popa. Muchos hombres saltaban al agua, mientras otros se refugiaban en la arboladura, lanzando gritos de terror, pero con la esperanza de que el río no fuera tan profundo en aquel lugar como para engullir todo el velero.
—Dejémosles aullar y vamos hacia el canal —dijo fríamente Sandokán—. Que se las arreglen como puedan. ¡A los remos, amigos!
Los malayos, que habían asistido impasibles a aquel desastre, nada nuevo para ellos, cogieron las largas pagayas y la bangle descendió velozmente el río, ayudada por la corriente, más bien fuerte cerca de la orilla izquierda.
Durante unos minutos los fugitivos oyeron aún los gritos desesperados de los desgraciados que eran arrastrados al fondo junto con su navío, luego el silencio reinó de nuevo en el Brahmaputra.
Sandokán se apresuró a ponerse la ropa y se reunió con Surama y Tremal-Naik, que desde lo alto de la popa trataban aún de divisar el poluar.
—No me equivocaba —les dijo—. He tenido la prueba de que esos bateleros habían recibido orden de vigilarnos, y tal vez de capturarnos. A bordo había sikhs del rajá.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el bengalí estupefacto.
—Por una conversación de dos hombres, en el momento en que estaba colgando la lata del timón. Es un verdadero milagro que no me hayan descubierto.
—Entonces, ¿saben quiénes somos? —preguntó Surama.
—Tal vez no —contestó Sandokán—, pero se ha traslucido algo de nuestros proyectos. Tú has debido de hablar, Surama.
—Es posible, si me hicieron beber algún narcótico.
—Y eso me inquieta por Yáñez.
—¡No me asustes, señor! —exclamó la bella assamesa—. Ya sabes cuánto amo al sahib blanco.
—Mientras Yáñez no nos envíe un mensajero, no debes preocuparte. Esperemos a que vuelva Bindar.
—Pero tú sospechas que puede correr algún peligro.
—De momento no: además mi hermano es hombre capaz de arreglárselas sin mi ayuda. Igual que engañó a James Brooke, el rajá de Sarawak, sabrá burlar al rajá del Assam. Esperemos sus noticias.
La bangle, que descendía el río con gran rapidez, había llegado ya al canal que conducía al pantano.
Kammamuri, que había recuperado su puesto de timonel, condujo la embarcación por el paso, después de asegurarse de que ningún otro barco les espiaba.
Veinte minutos más tarde, echaban las anclas en medio del pantano.
Como la jungla era peligrosísima de noche, Sandokán envió a dormir a sus hombres, rendidos de fatiga; luego hizo lo mismo con Surama y él se tendió en el puente junto a Tremal-Naik, sobre una simple estera, después de colocarse al lado su fiel carabina.
Al día siguiente aseguraron la bangle —que les era muy necesaria—, escondiéndola bajo un enorme montón de cañas y ramas, atravesaron felizmente la jungla y llegaron a la pagoda de Benar.
Malayos y dayaks estaban reunidos, vigilando atentamente al faquir y al demjadar de los sikhs.
Durante la ausencia del Tigre de Malasia, ningún acontecimiento había turbado la calma que reinaba en aquella parte de la jungla.
Sólo habían aparecido por allí algún tigre y alguna pantera, pero no se atrevieron a atacar el campamento, demasiado formidable incluso para aquellas fieras.
En una de las celdas de los gurús, Sandokán hizo arreglar lo mejor posible un modesto alojamiento para Surama, ya que la vasta sala de la pagoda, en parte derruida, no presentaba una gran solidez: luego esperó pacientemente el regreso de Bindar.
Al anochecer del séptimo día, compareció por fin el fiel assamés. Había remontado el río en un pequeño gonga —una barquilla excavada en el tronco de un árbol—, y atravesó la jungla antes de que las fieras salieran en busca de presa. Era portador de una terrible noticia.
—Sahib —dijo apenas le condujeron hasta Sandokán, que estaba fumando bajo un tamarindo, disfrutando un poco del fresco nocturno, junto con Tremal-Naik—, ha ocurrido una catástrofe.
Sandokán y el bengalí se pusieron en pie de un salto, presa de una viva ansiedad.
—¿Qué quieres decir? —gritó el primero.
—El sahib blanco ha sido detenido y sus malayos decapitados.
Un verdadero rugido salió de labios del pirata.
—¡Él… preso!
—Y tú vas a ser atacado. La jungla será rodeada mañana.