19. La liberación de Surama

Sandokán se halló en un espléndido dormitorio, de estilo greco-oriental, adornado con riquísimos divanes de seda blanca, bordada en oro, con alfombras turcas y persas y con grandes cortinas de seda azul ante las ventanas. Sólo la cama, maciza, con incrustaciones de madreperla —colocada en medio de la habitación— y algunos muebles ligeros eran de precedencia india.

Al ver entrar a Sandokán, Surama corrió hacia él, conteniendo apenas un grito. El mayordomo del favorito la había obligado a ponerse un amplio sari de seda rosada, con un ancho borde azul, que hacía resaltar aún más la belleza de la joven assamesa.

—Cierra bien la puerta —le dijo inmediatamente Sandokán en voz baja—. Nadie debe sorprenderme en tus habitaciones.

—Pero ¿cómo estás aquí, señor?

—Calla ahora; la puerta.

Surama bajó los pasadores, asegurándola bien.

—Ahora nadie podrá entrar sin mi permiso —dijo, volviendo junto a Sandokán—. Dime, señor: ¿y Yáñez?

—No te inquietes por él, Surama —contestó Sandokán, invitándola a sentarse en el diván que estaba más cerca del corredor que llevaba a su cuchitril—. Por el momento no corre ningún peligro, y no creo que haya estado mejor en toda su vida.

—¿Y Tremal-Naik?

—Seguro que en este momento está cenando y sin demasiados problemas.

—Pero tú…

—Espera un poco; debo explicarte que estoy aquí en calidad de invitado y no de prisionero. Ahora, contéstame a lo que voy a preguntarte. Ante todo: ¿vendrá alguien a estorbarnos?

—De momento, no. Tenemos un par de horas de libertad.

—No necesito tanto tiempo. ¿Te han maltratado?

—No, señor; todo lo contrario.

—¿Te han interrogado?

—Todavía no; sin embargo, hay en mi cerebro un recuerdo confuso.

—¿Cuál?

—Puedo haberlo soñado.

—Explícame ese sueño, Surama —dijo Sandokán.

—Me parece haber visto unos hombres en torno a mi cama, y haber oído extrañas palabras; después me parece; que me dieron una bebida, un licor fuerte y muy amargo. Puede que haya algo de cierto en todo ello, porque cuando me desperté en esta cama, tenía la cabeza confusa y me temblaban los miembros como si hubiera bebido bâng.

—¿Qué es eso?

—Una mezcla de opio.

Sandokán frunció la frente.

—¿Estás segura, Surama, de que no ha sido un sueño?

—No te lo sabría decir con certeza —contestó la hermosa assamesa—. Pero aquel temblor no me pareció natural.

—Ese es el peligro. Vosotros los indios poseéis drogas misteriosas que exaltan y obligan a hablar. Tremal-Naik me habló una vez de cierta youma

—No deben de haber utilizado esa planta porque produce una fiebre altísima, que dura varias horas. No; si es cierto que me dieron una bebida, debe tratarse de otra cosa.

—Piensa bien, muchacha; porque, si has hablado, puedes habernos comprometido, no sólo a ti misma y a mí, sino también a Yáñez.

—¿Y si, como te he dicho, hubiera sido un sueño?

—Si hubiera sido un sueño, no te habría quedado esa pesadez de cabeza.

—Es cierto.

—¡Si pudiéramos saber lo que has dicho! —murmuró Sandokán—. Tal vez Tremal-Naik puede encontrar el medio; él conoce muchos narcóticos.

—Estoy dispuesta a beber todo lo que quieras, Sandokán.

—De eso nos ocuparemos más tarde.

—¿Y cómo has sabido que me habían secuestrado?

—Cogí a aquel perro de faquir y le obligué a confesar. ¡Es el favorito del rajá quién te ha hecho secuestrar, probablemente para vengarse de la herida! Pero tampoco esto interesa por ahora. Yo le devolveré la jugarreta esta misma noche. Lo tengo todo preparado para tu evasión. ¿Adónde dan tus ventanas?

—A la galería del segundo piso.

—¿Tienes miedo a que te baje con una cuerda muy fuerte?

—Estoy dispuesta a hacer todo lo que quieras.

—¿Se acuestan temprano en esta casa?

—A las once todas las luces están apagadas —contestó Surama.

—Estate preparada a medianoche. ¿Duerme alguna criada aquí?

—Sé que hay dos en la habitación contigua.

—¿Vienen a tu habitación antes de acostarse?

—Sí, para acompañarme a la cama.

—¿Tienes alguna botella de licor que ofrecerles?

—Tengo incluso vino europeo; el chitmudgar se ocupa de que no me falte nada.

Sandokán rebuscó en su faja y sacó una cajita de metal que contenía varios tubitos de distintos colores. Cogió uno, lo examinó atentamente, y lo tendió a Surama, diciendo:

—Disuelve en una botella de licor o de vino el polvo que hay aquí; luego ofrecerás a cada una de las criadas un vasito de la mezcla, no más. El narcótico es fuerte y en dosis superiores puede hacer dormir para siempre a quien lo toma. Ahora, otra pregunta y te dejaré sola.

—Habla, señor —dijo Surama, escondiéndose el tubito en el pecho.

—¿Crees que los montañeses de tu padre te han olvidado?

—Si me presentara ante ellos y les dijera que soy Surama, la hija del famoso guerrero, estoy convencida de que tomarían las armas para ayudaros a Yáñez y a ti en esta difícil empresa. ¿Crees que podrás llevarme junte a ellos?

—Puede ser necesario para ponerte a salvo —contestó el Tigre de Malasia—. ¿Cuánto emplearía un elefante en llegar hasta las montañas?

—No más de cinco días.

—Ya sé bastante. Adiós, Surama; procura estar dispuesta a medianoche.

Estrechó la mano de la futura princesa del Assam y volvió de puntillas a su cuartito.

—Todo va viento en popa —murmuró—. Si no hay novedades, mañana estaremos a salvo en la jungla de Benar. Luego veremos qué conviene hacer.

Se tendió en su camastro, poniendo antes una botella de arac sobre una banqueta, encendió la pipa y espere tranquilamente que llegara el momento de actuar y que se presentara el joven sudra.

Era cerca de medianoche, cuando un ligero golpe en la puerta le hizo saltar del lecho.

—Será él —murmuró—. Es un buen muchacho que hará una discreta fortuna.

Abrió sin hacer ruido y vio ante él al criado del mayordomo.

—¿Algo nuevo? —preguntó Sandokán.

—Todos duermen.

—¿Están apagadas todas las luces?

—Sí, sahib.

—¿Has visto a alguien paseando por la plaza?

—A un grupo de hombres.

—Son mis amigos. Coge la cuerda.

—Está aquí, sahib.

—Sígueme y no temas. Desde este momento, estás a mi servicio.

—Gracias, patrón.

Sandokán abrió la puerta que conducía al corredor y golpeó repetidamente la puerta de la estancia de Surama, quien abrió en seguida.

La joven assamesa había bajado la mecha de la lámpara para hacer creer que dormía, y se había echado por la cabeza una ancha faja de seda, que la ocultaba casi por completo.

—Aquí estoy, señor —dijo a Sandokán—. Dispuesta a bajar.

—¿Y tus criadas?

—Duermen profundamente.

—¿Han bebido el narcótico?

—Hace más de una hora.

—No se despertarán antes de mañana por la noche —dijo Sandokán—. Así estamos seguros de que no nos molestarán.

Abrió usa ventana y pasó por la galería, acercándose a la barandilla.

Aunque la oscuridad era profunda, descubrió en seguida unas sombras humanas paseando silenciosamente ante el palacio del favorito.

—Serán Tremal-Naik y mis malayos —murmuró—. Esperemos que todo vaya bien.

Desenrolló la cuerda, ató un extremo a una columna de madera de la galería y echó el otro al vacío, emitiendo al mismo tiempo un ligero silbido que imitaba perfectamente al de la temible cobra.

Una señal idéntica respondió poco después:

—Es él —dijo Sandokán—. ¡Manos a la obra!

Volvió hacia la ventana, cogió a Surama entre los brazos y se dirigió a la cuerda, diciendo al sudra:

—Baja tú primero.

—Sí, patrón.

—Y ve deprisa. El muchacho pasó sobre la baranda y desapareció.

—Tú cruza las manos en torno a mi cuello —dijo después Sandokán a la bella assamesa—. Y dame tu faja para que te ate a mí.

—No será necesario —observó la princesa—; mis brazos son fuertes.

—Nunca se sabe lo que puede pasar.

Cogió el chal, apretó a Surama contra su pecho y, a su vez, subió a la barandilla, no sin ponerse antes entre los dientes el kris malayo.

—Aprieta fuerte —dijo—. No me estrangularás con tus manitas.

Aferró la cuerda y empezó el descenso. Viejo lobo de mar, no encontraba dificultad alguna en aquella maniobra para la que le ayudaba además su musculatura de acero.

En pocos instantes llegó a la galería inferior. Por desgracia sus pies chocaron contra el ligero techo que lo cubría, haciendo caer un trozo de alero.

Una sorda imprecación se le escapó a pesar suyo.

Aquel trozo de lata o de zinc, produjo mucho ruido al caer sobre las piedras de la plaza.

Sandokán apoyó los pies contra la pared y se deslizó vertiginosamente, sin fijarse en si se despellejaba las manos.

Sólo distaba unos metros del suelo, cuando desde la galería se oyó una voz que gritaba.

—¡A las armas! ¡La prisionera huye!

Luego sonó un disparo de pistola.

Afortunadamente la bala no tocó a Sandokán ni a Surama.

Varios hombres, sirvientes y guardias, se precipitaron a la galería gritando:

—¡Quieta! ¡Quieta!

Después, encontrando la cuerda que colgaba por la galería, se cogieron a ella, dejándose deslizar hasta el suelo; pero Sandokán, llevando con él a Surama, estaba ya a salvo entre sus fieles malayos.

—¡Vamos! —gritó Sandokán, tras soltar el chal que sujetaba a Surama, y cogiendo de nuevo a esta entre sus brazos—. ¡Al palacio!

La puerta del bungalow del favorito se había abierto y diez o doce hombres, aún semidesnudos, provistos de armas blancas y de fuego, corrieron tras los fugitivos, gritando sin cesar:

—¡A las armas! ¡A las armas!

Sandokán corría como un ciervo, flanqueado por Tremal-Naik y Kammamuri y con los malayos protegiéndole la espalda.

La caza había comenzado furiosa, implacable; pero aunque los hindúes tienen fama de ser corredores incansables, encontraron en sus adversarios unos campeones dignos de ellos.

De vez en cuando algún disparo que hacía correr a las ventanas a los habitantes de las casas vecinas. Unas veces disparaban los perseguidores y otras los perseguidos, sin graves pérdidas por ninguna de las dos partes, porque la carrera no les permitía apuntar bien.

A pesar de ello, una viva inquietud empezaba a atormentar a Sandokán. Los gritos y los disparos hacían acudir más y más personas, y el grupo de los servidores del griego se engrosaba con rapidez. ¿Conseguirían ponerse a salvo en el palacio sin que los descubrieran? A Tremal-Naik debió asaltarle el mismo pensamiento, porque, sin dejar de correr, preguntó a Sandokán:

—¿No nos sitiarán?

—Antes de doblar la esquina de la última calle, haremos una descarga. Es preciso que no nos vean entrar en el palacio. ¡Dadle a las piernas! Tratemos de distanciarnos.

Habían recorrido siete u ocho calles sin encontrar ninguna guardia nocturna. Con un supremo esfuerzo llegaron a la esquina del palacio, sacando una ventaja de más de doscientos pasos.

—¡Formad frente! —gritó Sandokán a los malayos—. ¡Cargad! ¡Fuego de andanada!

Los tigres de Mompracem, a los que no asustaba encontrarse ante cincuenta o sesenta adversarios, apuntaron sus carabinas e hicieron una descarga; luego sacando sus cimitarras cargaron furiosamente sobre el enemigo, con salvajes aullidos.

Viendo que causaban numerosas víctimas en sus filas, los indios volvieron la espalda sin esperar el ataque impetuoso, irresistible, de los malayos.

—¡Kammamuri, haz abrir la puerta del palacio, antes de que regresen esos bribones!

—¡Ya está abierta, señor! —gritó Bindar.

—¡A mí, malayos!

Los piratas, que se habían lanzado tras los fugitivos, rugiendo como bestias feroces, se replegaron a la carrera, penetraron en el amplio peristilo del palacio de Surama, y cerraron la puerta, barricándola a toda prisa.

—Espero que no nos haya visto nadie —dijo Sandokán, depositando en el suelo a Surama y aspirando una larga bocanada de aire.

—Gracias, Sandokán —dijo la joven—. Ya son muchas las veces que os debo la vida, a ti y al sahib blanco.

—Deja eso, y veamos qué sucede. Entre tanto, haz armar a toda tu gente. Temo que esta noche habrá lucha.

Subió la escalinata, con Tremal-Naik y Kammamuri, y se asomó a una ventana del segundo piso.

—¡Saccaroa! —exclamó—. Nos han encontrado. Aquí corremos el peligro de que nos cojan. ¡Ah! Por Mahoma que les prepararé una buena jugada antes de que lleguen los soldados del rajá.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Tremal-Naik.

—¡Surama! —gritó Sandokán, sin responder.

La joven assamesa subía en aquel momento la escalera.

—¿Qué deseas, señor? —preguntó acercándose a él.

—Tu casa queda aislada, según creo.

—Sí.

—¿Qué hay detrás?

—Una pagoda pequeña.

—¿Aislada también?

—No, se apoya en un grupo de edificios y bungalows.

—¿Es ancha la calle que separa tu casa de la pagoda?

—Unos diez metros.

—Haz traer en seguida cuerdas, todas las que encuentres. Te reunirás con nosotros en el tejado. ¡Bindar!

El indio, que estaba en la galería contigua, acudió a toda prisa.

—Aquí estoy, patrón —dijo.

—Da orden a mis malayos y a los criados de que tengan a raya a los asaltantes durante unos minutos. Que no economicen ni balas ni pólvora. Ve, y da orden de hacer fuego. Y ahora. Tremal-Naik, ven conmigo y con Kammamuri.

Subieron una segunda escalera hasta el último piso y por la claraboya pasaron al tejado, que era casi plano, con sólo dos ligeras pendientes.

—No esperaba tener tanta suerte —murmuró Sandokán—. Vamos a ver el camino de la pagoda.

Mientras avanzaban a gatas, delante del edificio se oían ensordecedores clamores. El número de asaltantes debía de haber crecido, a juzgar por el ruido que hacían. Pero el juego no había empezado aún por una ni otra parte. Tal vez Bindar no había juzgado prudente iniciar las hostilidades, para no irritar más a sus adversarios.

En pocos instantes, Sandokán y sus compañeros atravesaron el tejado, alcanzando el borde opuesto. Una calle de nueve o diez metros de anchura, separaba el palacio de una vieja pagoda, de proporciones modestas, rematada por una especie de terraza, erizada de barras de hierro que sostenían unos elefantitos dorados, con función tal vez de veletas.

—¿Qué altura tiene esta casa?

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Tremal-Naik.

—Pasar a aquel terrado —contestó el Tigre de Malasia.

El bengalí le miró con susto.

—¿Y quién podrá saltar a través de la calle?

—Todos.

—¿Pero cómo?

—¿Aún sabes usar el lazo? Un antiguo thug no olvida fácilmente su oficio.

—No te entiendo.

—Sólo se trata de pasar una buena cuerda por una de esas barras y formar después un puente volante con un par de cables.

—Entonces, déjame hacer a mí —intervino Kammamuri—. Estuve prisionero durante un año de los thugs de Rajmangal y aprendí a servirme del lazo a las mil maravillas. Esto para mí es un simple juego.

—¿Y dónde huiremos después? —preguntó Tremal-Naik.

—Hay casas detrás de la pagoda que podremos atravesar, pasando por los tejados. En algún sitio bajaremos.

—¿No nos perseguirán?

—Yo levantaré una barrera tal entre nosotros y los asaltantes, que les quitará la idea de perseguirnos.

—Eres un hombre maravilloso, Sandokán.

—¿Acaso no he sido pirata? —replicó el Tigre de Malasia—. En mi larga carrera he corrido muchas aventuras y…

Una descarga de carabinas le cortó la frase. Los malayos y la servidumbre del palacio habían abierto fuego para impedir que los asaltantes derribaran la puerta e invadieran las habitaciones de la planta baja.

—Si la resistencia dura diez minutos, estamos salvados —dijo Sandokán.

Se volvió, oyendo que se movían las tejas: Surama avanzaba con precaución, andando a gatas por el techo acompañada por dos criados y un malayo, que llevaba cuerdas de seda —arrancadas probablemente de los cortinajes—, y gruesas cuerdas de cáñamo quitadas de las galerías.

—¿Quién ha abierto fuego? —preguntó Sandokán, ayudando a levantarse a la valiente muchacha.

—Tus hombres.

—¿Hay algún sikh entre los asaltantes?

—Una docena, y han atacado en seguida la puerta.

—Escoge la cuerda, Kammamuri, y ten cuidado de que sea fuerte, porque tú has de pasar por ella.

—Déjame hacer, patrón —contestó el maharato.

Se inclinó sobre las cuerdas que estaban ante él, y cogió un cordón de seda, de unos quince metros de largo y grueso como un dedo, observándolo atentamente, en toda su longitud.

—Esto es lo que me conviene —dijo al cabo—. Puede sostener hasta a dos hombres.

Hizo rápidamente un nudo corredizo, fue hasta el borde del tejado, hizo girar la cuerda dos o tres veces sobre su cabeza —igual que los gauchos de la pampa argentina— y la lanzó.

—Ya está —dijo Kammamuri, volviéndose hacia Sandokán—. Sujetad fuerte el cordón.

—Antes mira si hay gente en la calle.

—Creo que no, patrón. Además, está muy oscuro y nadie nos verá.

Sandokán y Tremal-Naik se tendieron sobre las tejas, sujetando con fuerza el cordón, siendo imitados en seguida por los dos criados y el malayo.

—Valor, amigo —dijo el pirata.

—Me sobra —contestó el maharato, sonriendo—. Y además no padezco vértigo.

Se colgó del cordón, cruzando las piernas por encima para mayor precaución, y avanzó audazmente sobre la calle, sin pensar siquiera que podía caer en cualquier momento desde una altura de dieciocho o veinte metros, yendo a estrellarse contra el empedrado.

Sandokán y Tremal-Naik seguían con viva emoción aquella travesía de cuyo resultado dependía la salvación de todos ellos.

Hubo un momento terrible, cuando el valeroso maharato llegó a la mitad de la distancia que separaba el palacio de la pagoda. El cordón, aun siendo estirado con fuerza por los cinco hombres, había descrito un arco muy acentuado, crujiendo siniestramente bajo el peso de Kammamuri.

—¡Detente un instante! —gritó Sandokán.

El maharato que sin duda había oído también el crujido, anuncio tal vez de una inminente rotura obedeció en seguida.

Por suerte, la cuerda no cedió, ni crujió de nuevo. Al parecer los hilos de seda se habían estirado sin romperse.

—¿Quieres probar? —preguntó Sandokán.

—Esperaba tus órdenes —contestó Kammamuri, con voz perfectamente tranquila.

—Ve, amigo —dijo a su vez Tremal-Naik. El maharato reemprendió su marcha aérea, avanzando con precaución, y muy pronto llegó al terrado de la pagoda, lanzando un profundo suspiro de satisfacción.

—¡Las cuerdas, señor! —gritó de inmediato.

Sandokán había escogido ya las más gruesas y fuertes. Las anudó con facilidad. Las dos cuerdas, anudadas una sobre otra, a una distancia de metro y medio, y aseguradas a dos barras de hierro, permitirían el paso, sin demasiado peligro.

—Ocúpate de hacer pasar a la gente, Tremal-Naik —dijo Sandokán—. ¿Tienes miedo, Surama?

—No, señor.

—Pasa la primera.

—¿Y tu? —pregunté Tremal-Naik.

—Voy a cubrir la retirada y a preparar la barrera que impedirá a los asaltantes perseguirnos.

Cruzó de nuevo el techo y bajó a las habitaciones del palacio.

La batalla entre hindúes, malayos y servidores del palacio aumentaba su intensidad, haciendo acudir desde las calles vecinas a nuevos combatientes.

Los malayos, escondidos tras los parapetos de las galerías, que habían cubierto con colchones, almohadones y jergones, disparaban furiosamente, haciendo retroceder a los asaltantes a cada descarga y derribando a muchos, que quedaban en el suelo muertos o heridos.

Pero la muchedumbre, armada también con carabinas y pistolas, respondía con semejante vigor; incluso desde las casas vecinas se disparaba contra la galería, poniendo en serio peligro a los defensores.

Sandokán se precipitó entre sus hombres, gritando:

—¡Refugiaos en seguida en el techo! Dentro de pocos minutos el palacio estará ardiendo. Primero las mujeres y los sirvientes; vosotros los últimos para cubrir la retirada.

Dicho esto arrancó una antorcha que iluminaba la galería y prendió fuego a las esteras de cocotero, luego corrió a través de las espléndidas habitaciones que formaban el departamento privado de Surama, incendiando los cortinajes de seda de las ventanas, las colchas de las camas, las alfombras, los ligeros muebles lacados.

—Que nos persigan ahora —dijo, cuando vio que las llamas prendían y las estancias se llenaban de humo—. Cincuenta mil rupias no valen un dedo de Surama.

Volvió a la galería, seguido por las columnas de humo para comprobar que no quedaba nadie.

Indios y malayos, tras hacer una última descarga, habían huido precipitadamente: las esteras, las columnas de madera e incluso el pavimento ardían con prodigiosa rapidez, lanzando en torno siniestros resplandores.

—Este edificio arderá como un trozo de yesca —murmuró Sandokán—. Es el momento de ponerme a salvo.

Alcanzó la claraboya y saltó al tejado. La retirada había comenzado ordenadamente: hombres y mujeres atravesaban a toda prisa el puente volante, sujetándose a las dos cuerdas, mientras los malayos, inclinados sobre el borde del tejado, gastaban sus últimas municiones y lanzaban a la calle, sobre las cabezas de los asaltantes, montones de tejas.

En el terrado de la pagoda se iban reuniendo todos, y a continuación emprendían la travesía de los tejados, guiados por Tremal-Naik, Kammamuri y Bindar.

Cuando Sandokán vio libre el puente volante, hizo pasar a sus malayos y después cortó de un tajo las dos cuerdas, atadas en tomo a una chimenea, para que, en caso de que la casa no se quemara por completo, no se pudiera saber por dónde habían huido.

—Ahora, un ejercicio de buen marinero —murmuró Sandokán.

Antes de realizarlo, lanzó en torno una rápida mirada.

Por las claraboyas salían nubes de humo y chorros de chispas y de la calle llegaban los clamores feroces de la muchedumbre.

—Entrad a darnos caza —murmuró el pirata, con una sonrisa irónica.

Agarró una de las dos cuerdas, se dirigió al borde del tejado y, sin más, se lanzó, yendo a golpear los pies contra la cornisa de la pagoda que sostenía el terrado.

Ningún hombre, que no poseyera la agilidad y la fuerza extraordinarias de Sandokán, hubiera podido intentar semejante hazaña sin romperse por lo menos las piernas.

Pero el pirata, que sin duda poseía una musculatura de acero, sintió sólo un ligero aturdimiento, producido por el violentísimo choque.

Permaneció un momento inmóvil, para recuperarse un poco y, en seguida, empezó a izarse a fuerza de manos, hasta alcanzar el tejado.

Por los techos de las casas vecinas huían rápidamente los servidores del palacio, flanqueados por los malayos.

Surama iba en cabeza, ayudada por Tremal-Naik y Kammamuri.

Aun caminando con cierta precaución, Sandokán les alcanzó en pocos instantes.

—¡Por fin! —exclamó el bengalí. Empezaba a inquietarme por no verte llegar.

—Tengo la costumbre de llegar siempre —contestó el Tigre de Malasia.

—¿Y mi palacio?

—Se quema alegremente.

—Es una fortuna que se convierte en humo.

—El Tigre de Malasia la pagará —contestó Sandokán, encogiéndose de hombros.

—¿Nos persiguen? —preguntó Tremal-Naik.

—¿A través de las llamas? ¡Qué prueben a meter los pies en aquel horno!

—Desde luego yo no te seguiría. ¿Pero dónde iremos a parar nosotros?

—Espera que encontremos una calle que nos impida seguir adelante, amigo Tremal-Naik. Tengo un plan.

—Y cuando el Tigre de Malasia tiene un plan en la cabeza, se puede afirmar que lo llevará a cabo —añadió Kammamuri.

—Puede ser —dijo Sandokán—. No hagáis mucho ruido y no estropeéis muchas tejas. En este momento no podría resarcir a los perjudicados.

La retirada se efectuaba aprisa y en buen orden, pasando de un tejado a otro. Los hombres ayudaban a las mujeres a saltar los parapetos, que a veces eran tan altos que obligaban a los malayos a formar pirámides humanas, para facilitar las escaladas.

En dirección al palacio de Surama seguían oyéndose gritos y disparos y se veían salir por las claraboyas las primeras lenguas de fuego.

De las casas de enfrente y de detrás, salían de vez en cuando grandes gritos:

—¡Al fuego!, ¡al fuego!

Los fugitivos se apresuraban, temerosos de ser sorprendidos. Si las llamas se alzaban, alguien podía descubrirles y dar la alarma; cosa que Sandokán no deseaba en absoluto.

—¡Aprisa, aprisa! —decía.

De pronto, los hombres que iban en vanguardia se replegaron hacia el tejado que acababan de pasar.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sandokán.

—No se puede seguir adelante —contestó Bindar, que guiaba aquel grupo—. Tenemos delante una calle tan ancha que no podremos pasarla.

—¿Ves alguna claraboya?

—Hay dos en el terrado.

—Entonces, ¿de qué te lamentas, amigo? Tenemos escaleras para bajar a la calle. Haz hundir las claraboyas y vamos a hacer una visita a los habitantes de esta casa. Será demasiado mañanera, pero la culpa no es nuestra.