De temperamento tranquilo, igual que su íntimo amigo Yáñez, Sandokán estaba entonces nerviosísimo. Su sangre ardiente de borneano le hervía en las venas, a pesar de que ya no era un muchacho.
Habituado a los ataques impetuosos, envejecido entre las cimitarras y el humo de las espingardas y los cañones de sus praos, el formidable pirata estaba desconcertado por no haber tenido ocasión de luchar. Caminaba aprisa, atormentando la empuñadura de su cimitarra, y refunfuñando. Tampoco Tremal-Naik parecía completamente tranquilo.
El temor de no poder liberar en seguida a Surama, o de no encontrarla en el palacio del favorito del rajá, debía de trastornar un tanto su extraordinario temple. Sin embargo, eran hombres que habían llevado a buen puerto otras empresas aún más difíciles, tanto en la India como en los mares de Malasia.
Eran las dos de la mañana cuando llegaron a la plaza de Bogra, en uno de cuyos extremos se alzaba el palacio del favorito del rajá, una especie de bungalow de elegantísima construcción, con techo piramidal, que se elevaba mucho, y bellísimas galerías alrededor, sostenidas por columnitas de madera pintadas con brillantes colores y dorados.
Dos vastas alas —destinadas a albergar servidumbre, caballos y elefantes— se extendían a sus costados.
—¡Así que es aquí dónde viene a descansar aquel bribón, y donde quizás se encuentra Surama! —exclamó Sandokán.
—¿Quieres que tomemos la casa por asalto? Tus malayos están dispuestos —dijo Tremal-Naik.
—Sería una gran imprudencia —contestó el pirata—. No estamos en Borneo y nos interesa actuar con la máxima prudencia.
—Entonces, ¿para qué hemos venido?
—Para estudiar un poco la casa. De día nos verían enseguida.
—Sin embargo, no sería difícil escalar la galería inferior —dijo Kammamuri.
—Tengo otra idea. Lo que necesito es saber si Surama está realmente aquí, y en qué estancia. Demos la vuelta al palacete y estudiemos sus puntos más accesibles. Luego volveremos a hablar del asunto.
El bungalow del griego estaba completamente aislado: también su parte posterior tenía galerías sostenidas por columnas y cerradas con ligeras esteras de cocotero para resguardarlas de los ardientes rayos del sol indio.
En las construcciones que se extendían a los costados bastante más bajas que el edificio central y defendidas por una alta empalizada, se oía el ronquido de los elefantes y el gruñido de los perros.
—Estos animales me preocupan —dijo Sandokán, después de dar una vuelta—. Tendré que ocuparme de los perros. ¡Bindar!
—¡Señor!
—¿Hay alguna posada en los alrededores?
—Sí, sahib.
—¿Estará abierta?
—Dentro de poco amanecerá, por tanto es posible que la servidumbre esté ya levantada.
—Llévanos allí; a menos que se trate de un lugar demasiado lujoso.
—Es un bungalow de los llamados de paso, sahib.
—Mejor así; nos alojaremos en él. Así podremos vigilar la casa del favorito del rajá y observar lo que ocurra.
Atravesaron la plaza sin encontrar a nadie, y tras dar la vuelta a una de las esquinas, se detuvieron ante lo que Bindar había llamado un bungalow de paso.
Esta especie de posadas son frecuentadas casi exclusivamente por viajeros que se detienen pocos días. Consisten en una casa de forma rectangular, de un solo piso dividido en varias habitaciones, con un pequeño baño cada una y amuebladas con mucha sencillez —sólo tienen una cama, una mesa y un par de sillas o enormes sillones de altísimo respaldo, con asientos de un metro de largo, de forma que las piernas pueden estirarse a la altura del cuerpo, y construidos con madera de rotang[36].
Se paga una rupia por estancia —tanto si dura dos o tres días como unos minutos—, y la comida tiene una tarifa especial.
El mayordomo —porque también en estos establecimientos se encuentra el inevitable chitmudgar— y los servidores estaban ya en pie, esperando a los viajeros que pudieran llegar.
—Alojamiento y comida para todos nosotros —dijo Tremal-Naik al importante individuo que dirigía la posada—. Nos detendremos unos días, y pondrás a nuestra disposición todas las habitaciones.
—Tú, sahib, serás servido como un rajá o un marajá —contestó el chitmudgar—. Mi bungalow es de primera clase.
—Y nosotros no miraremos el precio, con tal de que la comida sea buena —dijo Sandokán—. De momento, traemos algo de beber.
El mayordomo les introdujo en una salita donde había una mesa y cómodos sillones; hizo servir a los viajeros un vaso lleno del vino llamado toddy —claro, algo espumoso, agradable al paladar y muy saludable—, una caja llena de hojas —semejantes a las del pimentero o la hiedra— con un poco de cal, y unos pedacitos de areca, que tiñe la saliva y los labios de rojo: el betel indio.
—Ahora nosotros, Bindar —dijo Sandokán, después de vaciar un par de vasos de toddy—. En este asunto, has de desempeñar un papel muy importante.
—Mi padre era un fiel servidor del padre de la princesa, y su hijo lo será también —contestó el indio—. Manda, sahib, y yo haré cuanto quieras.
—Necesito que traigas aquí a beber a algún criado de casa del favorito.
—Eso no será difícil. Un indio no rehúsa nunca un buen vaso de toddy, especialmente cuando no ha de pagarlo.
—Entonces, irás a rondar por la plaza de Bogra, y harás morder el anzuelo al primer sirviente que salga. Puedes hacerlo de la mejor forma posible, y si se necesitan rupias, paga con liberalidad. Pongo cien a tu disposición.
—Con esa suma, compro la conciencia de veinte criados.
—Me basta con uno —dijo Sandokán—. Tráemelo aquí.
—Serás obedecido, sahib.
—Ve pues —y volviéndose a sus hombres y a Kammamuri, añadió—: Podéis ir a descansar: de momento bastamos Tremal-Naik y yo.
Cargó su cibuc, lo encendió y se puso a fumar flemáticamente, mientras su amigo enrollaba una hoja de betel en la que había puesto una pizca de cal y un trocito de areca, metiéndosela a continuación en la boca. Los indios afirman que se trata de una espléndida droga que conforta el estómago, fortifica el cerebro y cura el mal aliento, pero por otra parte ennegrece los dientes y hace escupir una saliva de color de sangre.
Transcurrida media hora, sin que hubiesen pronunciado una sola palabra, se abrió la puerta de la sala y apareció Bindar seguido de un joven indio que vestía un dootèe de seda amarilla y calzaba un tipo de zuecos que sólo suelen llevar los criados de las casas grandes, que sujetan con los dedos de los pies sin que les impidan caminar con comodidad y presteza.
—Aquí tienes lo que deseabas, sahib —dijo Bindar—. Está dispuesto a beber un vaso de toddy, si se lo ofreces.
Sandokán contempló atentamente al recién llegado y pareció contento del examen porque un relámpago de satisfacción brilló en sus negrísimos ojos, llenos de fuego.
—Siéntate y bebe cuanto quieras —le dijo—. No perderás inútilmente el tiempo, porque yo acostumbro a pagar con largueza los servicios que se me prestan.
—Yo estoy a tus órdenes, sahib —contestó el joven indio.
—Sólo necesito pedirte algunos informes sobre tu amo porque deseo un puesto en la corte del rajá.
—Mi señor es muy poderoso, y te lo puede conseguir si quiere.
—¿Tendría que pagar mucho?
—Mi amo está ávido de rupias y también de libras esterlinas.
—¿Podrías hablarle?
—Yo no, pero su mayordomo sí.
—¿Aún está en cama el favorito del rajá?
—Sí, y tiene para varios días. El maldito inglés le hirió más gravemente de lo que él creía.
—Bebe.
—Gracias, sahib —contestó el joven, vaciando el vaso que Tremal-Naik le había puesto delante.
—¿De forma —prosiguió Sandokán—, que el herido está grave?
—No mucho, porque la cimitarra de aquel perro inglés le alcanzó de refilón.
—¿Tu amo va con frecuencia a su bungalow?
—¡Oh, no! Muy raras veces —contestó el indio—. El rajá no puede vivir sin él.
—Sigue bebiendo, muchacho, y tú, Tremal-Naik, haz traer botellas de ginebra o de coñac, de marca inglesa de verdad. Esta mañana me apetece beber. ¿Así que me decías…?
—Que el favorito del rajá viene muy raramente al bungalow —contestó el joven vaciando un segundo y un tercer vaso de toddy.
—¿No tiene un harén en su palacio?
—Sí, sahib.
—¿Compuesto por indias?
—Puedes decir que por las más hermosas muchachas del Assam.
—¡Ah! —exclamó Sandokán, recargando el cibuc y encendiéndolo de nuevo, mientras Tremal-Naik destapaba dos botellas de ginebra añeja, de diez rupias cada una, y llenaba al joven un vaso de un nali de capacidad (un par de quintos)—. ¡Al favorito le gustan las muchachas hermosas!
—Es un gran señor que se puede permitir cualquier lujo.
—¿Es cierto lo que se dice por la ciudad?
—¿Qué se dice, sahib?
—Bebe antes esta excelente ginebra, y después me contestarás.
El indio, que quizás no había probado nunca aquel licor tan fuerte, tragó con avidez cuatro o cinco sorbos, haciendo chascar la lengua.
—Excelente, sahib —dijo.
—Vacía el vaso entonces. Tenemos más botellas.
El joven criado del griego cogió de nuevo el vaso, del que bebió largos sorbos. Con toda seguridad, no se había visto nunca en medio de tanta abundancia.
—¡Ah! —dijo Sandokán, cuando le pareció que la ginebra hacía ya efecto en la cabeza del pobre muchacho—. Te quería preguntar si es cierto el rumor que corre por la ciudad.
—No sé de qué se trata.
—De que el favorito ha hecho una nueva adquisición.
—No comprendo.
—Que hizo secuestrar, de noche, a una princesa extranjera de maravillosa belleza, según se dice.
—Sí, sahib —contestó el indio, bajando la voz y entrecerrando los ojos—. Pero me sorprende que se haya sabido en la ciudad, porque el rapto se cometió de noche.
—Con la ayuda de un gussain, ¿no es cierto?
—¿Qué es lo que tú sabes, sahib?
—Me lo han dicho —contestó Sandokán—. Sigue bebiendo; aún no has vaciado tu vaso.
El indio, a quien gustaba aquella bebida, lo dejó seco de un trago. El efecto —en un hombre acostumbrado sólo a sorber un poco de toddy— fue fulminante.
Se derrumbó en un sillón, mirando a Sandokán con unos ojos apagados, que habían perdido toda expresión.
—Me decías que el golpe se dio de noche —observó Sandokán, con tono algo irónico.
—Sí, sahib —contestó el indio, con voz casi apagada.
—¿Y dónde llevaron a la muchacha?
—Al bungalow del favorito.
—¿Y aún está allí?
—Sí, sahib.
—Debe de estar desesperada.
—Llora continuamente.
—Pero el favorito aún no se ha dejado ver.
—Ya te he dicho que está enfermo y sigue en la corte en el departamento que le ha destinado el rajá.
—¿Y dónde la han metido? ¿En el harén?
—¡Oh, no!
—¿Sabrías decirnos en qué habitación?
El indio le miró algo sorprendido, y tal vez un tanto receloso, aunque por entonces estaba ya completamente borracho, o le faltaba muy poco.
—¿Por qué me preguntas esto?
Sandokán acercó su silla al indio y, bajando la voz a la vez, le susurró al oído.
—Yo soy el hermano de esa joven.
—¿Tú, sahib?
—Pero no debes decirlo, si quieres ganarte veinte rupias.
—Seré mudo como un pez.
—A veces, incluso los peces emiten sonidos. Me basta con que seas mudo como las cabezas de elefante que adornan las pagodas.
—He comprendido —dijo el indio.
—Y si me sirves bien, habrás hecho tu fortuna —prosiguió Sandokán.
—Sí, sahib —afirmó el indio, bostezando como un oso y apoyándose en el respaldo del sillón.
—A condición de que me presentes al chitmudgar del favorito.
—Sí…, del favorito.
—Y de que no hables.
—Sí…, hables.
—¡Vete al diablo!
—Sí…, diablo.
Fueron sus últimas palabras, porque vencido por la embriaguez cerró los ojos y se puso a roncar sonoramente.
—Dejémosle dormir —dijo Sandokán—. Este muchacho no había bebido tanto en su vida.
—Ya lo creo; le has hecho beber tres raciones de cipayo de golpe.
—Pero he conseguido saber lo que quería. ¡Surama está aún en el palacio y el griego sigue en cama! Cuando ese canalla se levante, la futura reina del Assam ya no estará en sus manos.
—¿Qué piensas hacer?
—Ante todo, conocer al chitmudgar. Cuando esté en palacio, ya verás qué bonita jugada hacemos. Dejemos que este muchacho digiera en paz la ginebra que ha tragado y vamos a desayunar.
Pasaron a un salón vecino y se hicieron servir una tiffine —carne, hortalizas y cerveza.
Cuando acabaron se tendieron en los sillones y, tras advertir al mayordomo que no dejara salir al joven indio, cerraron a su vez los ojos, tomándose un poco de reposo. Su sueño no fue muy largo, porque un par de horas más tarde entró el mayordomo, avisándoles de que al muchacho se le habían pasado ya los efectos de la abundante bebida y que insistía en verles.
—Ese chico debe de tener un estómago a prueba de plomo —dijo Sandokán, levantándose con presteza.
—Puede competir con los avestruces —añadió Tremal-Naik.
Entraron en la estancia contigua y, efectivamente, encontraron al criado del griego en pie y fresco como si hubiera bebido agua pura.
—¡Oh, sahib! —exclamó con un gesto desolado—. Me he dormido.
—Y temes los reproches del mayordomo del bungalow. ¿No es cierto? —preguntó Sandokán.
—Eso no, porque hoy es mi día libre.
—Entonces todo va bien.
Sandokán sacó de la faja un puñado de fanoni —monedas de plata de media rupia de valor—, y se lo tendió, diciendo:
—De momento esto, a condición de que me presentes al mayordomo, porque deseo un empleo en la corte, y no me importa que sea alto o bajo.
—Si eres generoso con él, podrá conseguirte el empleo. Tiene un hermano en la corte que goza de cierta consideración.
—Pues vamos en seguida.
—¿Y yo? —preguntó Tremal-Naik.
—Tú me esperarás aquí —contestó Sandokán, guiñándole un ojo—. Si hay otro puesto disponible, no me olvidaré de ti. Ven, muchacho.
Abandonaron el hotel y atravesaron la plaza llena de gente, de carros de todas formas y dimensiones, pintados en brillantes colores, de elefantes y de camellos, y entraron en el espléndido bungalow del favorito del rajá, no sin que Sandokán despertara viva curiosidad por su altivo porte y por el color de su piel, muy distinto al de los indios, que no tienen tonos oliváceos.
El chitmudgar del griego, advertido de la presencia de aquel extranjero en la casa de su dueño, se apresuró a bajar a la estancia en que el joven criado había introducido a Sandokán, con ánimo de hacer sentir al intruso el peso de su autoridad de gran personaje.
Pero cuando se vio ante la formidable figura del pirata, fue el primero en hacer una profunda inclinación, le llamó señor y le rogó que se sentara.
—Ya sabías la finalidad de mi visita —le dijo Sandokán bruscamente.
—El criado que te ha traído aquí me lo ha dicho —contestó el mayordomo del favorito, con aire embarazado—. Pero me maravilla que tú, señor, que tienes el aspecto de un príncipe, busques un puesto en la corte, y a través de mí.
—Y de tu amo —dijo Sandokán—. Por otra parte, tienes razón al mostrarte sorprendido, porque no pertenezco a la casta de los sudra[37]. Un día fui príncipe, rico y poderoso, y aún lo sería si los ingleses no hubieran destruido todos los principados de la India meridional.
—¡Los ingleses! Siempre esos perros, esos enemigos obstinados de nuestra raza. ¡Oh, sahib!
—Deja estar a esa gente y vamos a mi asunto —interrumpió Sandokán.
—¿Qué es lo que quieres, señor?
—Yo sé que tu amo es muy poderoso en la corte del rajá y vengo a pedir su apoyo para obtener una ocupación.
—Pero señor…
—He podido salvar unos centenares de rupias —dijo Sandokán, interrumpiéndole con prontitud— que serán tuyas si puedes inducir a tu señor a recomendarme al rajá. Oyendo hablar de dinero, el mayordomo hizo una profundísima reverencia.
—Mi amo me aprecia mucho —dijo—, y no me negará un favor tan pequeño, tratándose de procurar el pan a un príncipe desgraciado. En la corte hay sitio para todos.
—Ahora desearía pedirte un favor, pagando también.
—Habla, señor.
—Yo aquí no tengo parientes ni amigos; por tanto necesito una habitación, aunque sea un cuchitril: ¿no podrías proporcionármela tú? No te molestaré para nada y te pagaré una rupia al día, comida incluida.
El mayordomo reflexionó un memento, y contestó:
—Puedo satisfacerte, señor, a condición de que finjas ser un criado y hagas algún pequeño trabajo. Tengo un cuartucho cerca de la galería del segundo piso que te puede servir.
Sandokán sacó quince rupias y las depositó sobre la mesa que tenía delante.
—Te pago dos semanas. Si me colocas antes, no te pediré que me las devuelvas.
—Eres generoso como un príncipe.
—Guíame o hazme guiar a mi habitación.
El chitmudgar abrió la puerta e hizo entrar al joven criado de antes, quien parecía esperar sus órdenes.
—Llevarás a este sahib a la habitación que está junte a la segunda galería y, hasta nueva orden, le tratarás como invitado mío.
Luego dijo volviéndose a Sandokán:
—Síguele, señor. Esta noche me ocuparé de tu asunto.
—¿Vas a visitar al favorito?
—Espero sus órdenes.
Le hizo un gesto con la mano, como recomendándole la máxima prudencia y salió por otra puerta.
—Ya estoy en el corazón de la plaza —murmuró Sandokán—. Es otro día ganado. Acompáñame, muchacho.
—Sígueme, sahib.
Subieron una escalera reservada a la servidumbre y, tras cruzar la galería superior, entraron en una minúscula habitación donde sólo había una cama y dos sillas.
—¿Te va, sahib? —preguntó el sudra.
—Perfecto —contestó Sandokán—. Además sólo estaré aquí unos días.
—Desde luego, no tienes aquí el lujo de la posada.
Sandokán le puso una mano en el hombro, diciéndole gravemente:
—Me has prometido ser mudo como un pez, así que no has de hablar con nadie de esa posada.
—Sí, sahib.
—Ahora te necesito, si quieres ganar más monedas de plata.
—Habla, sahib; eres más generoso que mi amo.
—¿Dónde está la joven que trajeron aquí de noche?
El sudra reflexionó un momento; luego, pasándose una mano por la frente, dijo:
—Aunque había bebido mucho, recuerdo que me dijiste que eras el hermano de esa señora.
—Es cierto.
—Y… ¿qué quieres hacer, sahib?
—No te ocupes de eso.
—Al servirte corro el riesgo de que me despidan e incluso de que me den una paliza.
—Ni lo uno ni lo otro, porque yo te tomaré a mi servicio con paga doble y cien rupias de regalo.
El joven abrió de par en par los ojos, fijándolos en Sandokán y preguntándose si soñaba.
—¡Me tomarás a tu servicio y con paga doble! —exclamó finalmente.
—Sí.
—Soy tuyo en cuerpo y alma.
—No los necesito —contestó Sandokán—; por ahora me basta con tu lengua.
—¿Qué quieres saber?
—Dónde está la joven india.
—Está más cerca de lo que imaginas.
—Dímelo.
El sudra abrió una puerta escondida tras una cortina, que Sandokán no había visto, y le mostró un estrecho corredor.
—Este corredor lleva a la habitación de la joven secuestrada —dijo en voz baja—. El harén del amo está en el segundo piso.
—Veo otra puerta en el fondo; pero supongo que está cerrada.
—Sí, pero yo puedo darte la llave.
—Es lo que necesito.
—La tendrás dentro de media hora, sahib.
—Me has dicho que hoy estás libre.
—De forma que puedes ir a la posada.
—A cualquier hora.
Sandokán sacó una libretita del bolsillo, arrancó una página y escribió unas líneas a lápiz.
—Entregarás esta carta al hombre que me acompañaba cuando te ofrecí de beber. ¿Le reconocerás?
—¡Oh, sí, sahib!
—Tráeme la llave, una botella de cualquier licor y déjame solo.
—Sí, sahib.
Cuando salió el joven sudra Sandokán avanzó de puntillas por el corredor y examinó la puerta. Como la mayoría de las puertas indias, estaba laminada en bronce; sin embargo, acercando el oído a la cerradura, pudo percibir dos voces de mujer.
—¡Surama! —murmuró—. En cuanto tenga la llave y una cuerda, el golpe estará dado. Mi querido griego, ¡veremos quién de los dos es más astuto! Pero hay alguien hablando con Surama. ¡Bah! Si no se calla, le cerraré la boca de una puñalada.
Volvió a su cuchitril, se tendió en la cama y, encendiendo el cibuc se puso a fumar, sumergiéndose en profundas reflexiones.
Apenas había terminado la primera carga de tabaco compareció el joven sudra trayendo una botella y un vaso de metal dorado.
—Aquí tienes, sahib. Es el mayordomo quien te envía esto.
—¿Y la llave?
—La he cogido sin que nadie se diera cuenta.
—Eres un buen chico. Ahora dime si mi hermana está sola o acompañada por alguna otra mujer.
—Eso lo ignoro, porque yo no puedo entrar en el harén de mi señor.
—No importa —dijo Sandokán tras un momento de reflexión.
—¿Qué más he de hacer?
—Llevar a mi amigo la carta que te he dado, y para esta noche traerme una cuerda bien fuerte.
—¿Qué quieres hacer, sahib? —preguntó el sudra, asustado.
—Te he dicho que te tomo a mi servicio con doble paga; ¿no te basta?
—Es cierto, sahib.
—Vete.
Esperó a que el ruido de los pasos hubiese cesado, luego volvió al corredor con la llave que le había dado el joven en la mano, y acercó el oído a la cerradura, igual que antes.
—Ya no hablan —murmuró—. Aparezcamos, pues: Surama se alegrará de verme. Introdujo la llave y abrió.
Un grito sofocado con esfuerzo, respondió al chirrido del pestillo.
—¡Calla, Surama! —dijo Sandokán—. ¡Soy yo!