Devorado por una sed espantosa, quemado por el sol que daba directamente sobre su desnudo cráneo, ardiendo por dentro a causa de la pimienta y comprimido por la tierra, Tantia parecía haber llegado al límite de sus fuerzas.
Los ojos se le salían de las órbitas, tenía espuma en los labios y su brazo anquilosado sufría estremecimientos, como si de un momento a otro fuera a romperse por los esfuerzos desesperados de su propietario para bajarle hacia la cubeta llena de agua.
Gritos espantosos, que parecían los aullidos de un lobo rabioso, escapaban de vez en cuando de su pecho oprimido por la tierra.
Al ver a Sandokán y Tremal-Naik sus ojos se inyectaron de sangre y su rostro adquirió un horrible aspecto.
—¡Agua! —rugió.
—Sí, toda la que quieras, si te decides a hablar —contestó Sandokán, sentándose frente al miserable—. Voy a hacerte una proposición. Dime primero lo que te han dado por secuestrar a la joven india o por ayudar a los secuestradores.
El gussain hizo una mueca, y no contestó.
—Hace poco he convencido al demjadar de los sikhs para que me dijera todo lo que quería saber, y se trata de un valiente soldado y no de un fanático estúpido, como tú. Sigue su ejemplo y tendrás agua, y también rupias. Si te niegas, no me ocuparé más de ti y te dejaré morir en tu agujero. ¡Escoge!
—¡Rupias! —jadeó Tantia, mirando fijamente al Tigre de Malasia.
—Cien, tal vez doscientas.
El gussain se estremeció.
—¡Doscientas! —exclamó con voz apenas inteligible.
Y tras una última vacilación, dijo:
—Hablaré… si me das un sorbo de agua.
—¡Por fin! —exclamó Sandokán—. Estaba seguro de que te decidirías a confesar.
Cogió la cubera y la acercó a los labios del gussain, dejándole beber unos sorbos.
—Te la doy para soltarte la lengua —dijo—. Si quieres más, has de decírmelo todo. ¿Por cuenta de quién has actuado?
—Del favorito del rajá —contestó Tantia, que parecía reanimado, tras aquellos sorbos de agua.
—¿Quién es?
—El hombre blanco.
Sandokán y Tremal-Naik se miraron.
—Será aquel griego —dijo el primero.
—Seguro —contestó el segundo.
La frente de Sandokán se oscureció.
—Estás preocupado —observó Tremal-Naik.
—Tengo mil motivos para estarlo —contestó el famoso pirata—. Si ese perro ha hecho secuestrar a Surama, significa que de alguna forma ha llegado a conocer nuestros proyectes y, si fuera cierto, sería grave. Está en juego la cabeza de Yáñez.
—No me asustes, Sandokán.
—¡Oh! Todavía no la ha perdido, y nosotros aún no estamos muertos. Tú ya sabes de lo que soy capaz, y esa cabeza no caerá si yo no quiero; por otra parte, ya sabes también que quiero a Yáñez más que si fuera mi hermano, más que si fuera mi hijo.
—Lo sé; no podría existir el Tigre de Malasia sin su amigo portugués.
Sandokán que se había alejado un poco del faquir, para que no pudiera oír sus palabras, volvió hacia el hoyo.
—Veamos —dijo—, tal vez estamos imaginando unos peligros que no existen. Puede tratarse de una simple venganza.
Se dirigió Tantia, que seguía mirándole intensamente, y le preguntó:
—¿Tú has visto al favorito?
—No.
—¿Quién te dio la orden de secuestrar a la mujer?
—Un ministro, amigo íntimo del rajá.
—¿Y como lo hiciste?
—Primero la dormí con unas flores; después la bajé por la ventana. Abajo estaban los servidores del favorito.
—¿Dónde la llevaron?
—A casa del hombre blanco.
—¿Dónde está?
—En la plaza de Bogra.
—¡Bindar!
El assamés, que se hallaba a escasa distancia, masticando una nuez de areca con un poco de cal, acudió a toda prisa.
—¿Sabes dónde está la plaza de Bogra? —le preguntó Sandokán.
—Sí, sahib.
—Perfecto; continúa, gussain.
—¿Qué más quieres saber? —preguntó Tantia—. Ya te he dicho demasiado.
—Pero has ganado doscientas rupias.
—¿Me las darás?
—Yo soy hombre que mantiene sus promesas, no lo olvides, faquir.
—Entonces, puedo añadir algo a lo que te he dicho —dijo Tantia.
—¿Qué es?
—He sabido que el chitmudgar del favorito ha hecho beber a la joven no sé qué mezcla, para hacerla hablar.
Sandokán se sobresaltó.
—¿Y ha hablado? —preguntó con ansiedad.
—Seguro, puesto que han atacado la pagoda donde tú te ocultabas.
—¿Habrá comprometido a Yáñez? —se preguntó a media voz Sandokán, mientras su frente se cubría de sudor frío.
Se puso a pasear por la explanada con los puños apretados, el rostro alterado. De pronto, tuvo un repentino ataque de furor:
—¡Perro griego! —gritó tendiendo un brazo en dirección a la capital del Assam—. No abandonaré este país sin haberte arrancado el corazón. ¡Igual que maté al Tigre de la India, te mataré a ti!
También Tremal-Naik parecía preocupado y nervioso. Se preguntaba sin cesar qué palabras podían haber arrancado de los labios de Surama. Él había probado personalmente —cuando trató de luchar con los estranguladores de la Jungla Negra—, el efecto de narcóticos misteriosos, que sólo algunos indios conocen.
Si habían conseguido descubrir la finalidad de su presencia en el principado de Assam, ocurriría una completa catástrofe, pensaba.
Sandokán, tras unos minutos de paseo, apretando los puños sin cesar y frunciendo de vez en cuando la frente, volvió precipitadamente junto al faquir.
—¿No tienes nada que añadir a lo que has dicho?
—No, sahib.
—Te advierto que permanecerás en nuestro poder hasta nuestro regreso, y que si has mentido te haré arrancar la piel.
—Te esperaré tranquilo —contestó el faquir.
—En lugar de doscientas rupias, has ganado cuatrocientas, que te darán en seguida.
—Soy tuyo en alma y cuerpo.
—Veremos —contestó Sandokán.
Se volvió hacia los malayos, diciéndoles:
—Sacad a este hombre del hoyo y dadle de comer y de beber todo lo que quiera. Pero vigiladle atentamente. Y ahora, mi querido Tremal-Naik —añadió dirigiéndose a este—, preparémonos a partir. Surama será liberada, si no sobrevienen más incidentes.
—¿A quién llevaremos con nosotros?
—A Bindar, Kammamuri y seis hombres; los demás se quedarán vigilando a los prisioneros.
—¿Seremos bastantes para dar el golpe?
—En caso de necesidad, llamaremos en nuestra ayuda a los seis malayos de Yáñez. No perdamos tiempo y partamos.
Después de recomendar a Sambigliong que mantuviera un pequeño puesto de guardia en las orillas del pantano, Sandokán y sus compañeros abandonaron la pagoda para dirigirse al Brahmaputra.
Era casi mediodía, por lo que no debían correr ningún peligro durante la travesía de la jungla, ya que ordinariamente las fieras permanecen tendidas en sus guaridas durante las horas más cálidas del día, a menos que estén muy hambrientas.
En efecto, hicieron el trayecto sin ver ningún animal peligroso. Sólo alguna pareja de bighama —es decir perros salvajes— les siguió un rato, aullando sin atreverse a atacarles.
Llegados a la orilla del pantano, encontraron la bangle en el mismo sitio en que la habían dejado, señal evidente de que nadie se había acercado por allí.
Los guardias del rajá, no pudiendo seguir las huellas de los fugitivos a partir del río, debían de haber abandonado la persecución.
—Bindar —dijo Sandokán, subiendo a bordo de la barcaza—, gobierna de forma que lleguemos a la ciudad entrada la noche. No quiero que nos vean entrar en el palacio de Surama, que nos servirá de cuartel general.
Embarcaron, levaron el ancla, retiraron la amarra y embocaron el canal que debía conducirles al Brahmaputra remando lentamente porque no tenían mucha prisa.
Reinaba una profunda calma en el pantano y sus orillas. Sólo de vez en cuando algún ave acuática se alzaba pesadamente, describiendo curvas en torno a la bangle, luego se dejaba caer entre los grupos de cañas.
En medio de las plantas de loto, medio hundidos en el fango, dormitaban grandes cocodrilos, que no se dignaban moverse ni cuando la barca pasaba junto a ellos.
Hacia las seis de la tarde, Sandokán y sus compañeros llegaban al Brahmaputra.
Dos poluar, especie de embarcaciones indias —las más adecuadas para la navegación interna, porque son de construcción ligera, con la proa y la popa a igual altura, y provistas de dos pequeños palos que sostienen dos vela; cuadradas—, navegaban a poca distancia una de otra, rozando casi la orilla opuesta, donde la corriente era más fuerte.
—¿Serán barcas de reconocimiento? —se preguntó Sandokán, que las había observado en seguida.
—No veo ningún sikh a bordo —dijo Tremal-Naik—. Tienen el aspecto de simples navíos mercantes.
—Veo una espingarda en la proa de uno de ellos.
—Tal vez van armados porque los cursos de agua que atraviesan estas regiones no siempre son seguros.
—No obstante, los vigilaremos —murmuró Sandokán.
—Podemos comprobar en seguida si son simples traficantes o exploradores.
—¿Cómo?
—Quedándonos atrás o pasándolos.
—Probemos; como no tenemos prisa, podemos retirar los remos y dejarnos llevar por la corriente.
Los malayos, advertidos del plan, retiraron las largas palas y la bangle disminuyó la marcha, avanzando un poco de través.
Los dos poluar siguieron su marcha, ayudados por la brisa que hinchaba sus velas y en pocos minutos se encontraban a considerable distancia de la bangle, desapareciendo a continuación en la curva del río.
—Se han marchado —dijo Tremal-Naik—; yo tenía razón.
Sandokán inclinó la cabeza sin contestar. No parecía convencido de la inocencia de los pequeños navíos.
—¿Dudas todavía? —preguntó su compañero.
—Un pirata olfatea a los adversarios a gran distancia —dijo por fin el Tigre de Malasia—. Estoy más que seguro de que esos barcos van explorando el río.
—Nos hubieran detenido e interrogado.
—Aún no hemos llegado a Gauhati.
—¿Piensas que los sikhs nos siguieron en nuestra retirada a través de la jungla? Sin embargo, yo no vi ninguna barca que nos persiguiera.
—¿No cuentas las orillas? Los indios sois corredores insuperables, y un hombre que avanzara por la orilla izquierda hubiera podido no perder de vista la bangle y observar el sino en que embocaba el canal del pantano.
—¿Y por qué no nos atacaron en la jungla?
—Pueda que no hayan tenido valor para hacerlo —contestó Sandokán—. Pero esto son simples suposiciones, y es muy posible que me equivoque. Sin embargo, abramos bien los ojos, y preparémonos para cualquier cosa. Adivino que tenemos que luchar contra un hombre muy fuerte, que vale diez veces más que el rajá.
—¿El griego?
—Sí —contestó Sandokán—. Es él el enemigo peligroso.
—Es verdad: sin ese hombre, quién sabe cuántas cosas habría hecho Yáñez a estas horas.
—A mí me basta con disponer de los sikhs. Si el demjadar consigue persuadirles de que se pongan a mi servicio, verás qué pandemonio desencadeno en Gauhati.
Encendió su cibuc y se sentó en la borda de proa, dejando colgar las piernas sobre el río que rumoreaba en torno a la bangle. El sol se estaba poniendo iras las altas cimas de los palas —esos bellísimos árboles de tronco nudoso y macizo, coronado por un tupido pabellón de hojas aterciopeladas, de un verde azulado, de donde parten enormes racimos resplandecientes, de los que se saca un polvo de color de rosa, que utilizan los hindúes en las fiestas de Holi.
En las orillas, numerosos campesinos batían, con un ritmo monótono, el añil recogido durante la jornada y puesto a macerar en grandes artesas, para separar mejor sus partículas y hacerlo precipitar más aprisa, según el sistema empleado por los indios para tratar esta materia colorante.
Otros conducían a abrevar gigantescos búfalos, vigilándolos atentamente para evitar que los cocodrilos los cogieran por el hocico o por la nariz y los arrastraran al fondo, cosa muy frecuente en los ríos de la India.
Hacia las nueve, la bangle avistó los faroles que resplandecían en las principales calles de la capital del Assam. Iba a pasar junto al islote en el que se alzaba, la pagoda de Karia, cuando se encontró de improviso ante les dos poluar, que cerraban el paso.
En seguida se oyó una voz, procedente del más próximo:
—¡Ohé! ¿De dónde venís y adónde vais?
—Deja que conteste yo —dijo Tremal-Naik a Sandokán.
—Hazlo —contestó este.
El bengalí gritó:
—Venimos de una partida de caza.
—¿Hecha dónde? —preguntó la misma voz.
—En el pantano de Benar —contestó Tremal-Naik.
—¿Qué habéis matado?
—Una docena de cocodrilos que iremos a recoger mañana, porque se han hundido.
—¿Habéis visto hombres por aquellos alrededores?
—No; sólo marabúes y ocas.
—Pasad y buena suerte.
La bangle, que había disminuido la marcha, reemprendió su carrera, a todo remo, mientras los dos poluar aflojaban los cables para dejarle paso.
—¿Qué te he dicho? —preguntó Sandokán a Tremal-Naik, cuando se hubieron alejado—. Los piratas tenemos un olfato extraordinario y olemos al enemigo a distancias increíbles.
—Me has dado una buena prueba —admitió Tremal-Naik—. ¿Nos habrán seguido realmente?
—No lo dudo.
—Sin embargo, hemos salido muy bien del paso.
—Por tu buena idea.
—¿Dónde desembarcaremos?
—En el centro de la ciudad. Esta noche quiero dormir en el palacio de Surama. Tal vez allí encontremos noticias de Yáñez. Kabung no habrá dejado de hacer una visita a los criados.
—Es lo que pensaba yo también. Aquel malayo es muy inteligente.
—Un pícaro —dijo Sandokán—. Si no lo fuera, no sería malayo.
—¡Bueno! Evitados los navíos de vigilancia todo irá bien. Mañana empezaremos a buscar a Surama, y prepararemos una buena jugada al griego y a sus hombres. ¿Supones que tiene un chitmudgar en su palacio?
—Seguro, Sandokán —contestó Tremal-Naik—. Un indio que se respete ha de tener por lo menos una veintena de criados y un mayordomo.
—Que se deje pescar por mí, y habremos dado el golpe. No se trata más que de saber qué lugares frecuenta.
—¿Para qué?
—Déjame hacer; tengo una idea. ¡Eh, Bindar!, ¿podemos anclar?
—Sí, sahib.
—Pues acércate a la orilla.
Con unos pocos golpes de remo, la bangle atravesó el río y fue a anclar ante un antiguo bastión que defendía la ciudad por el lado de occidente.
—A tierra —ordenó Sandokán, tras asegurarse de que detrás de la fortificación no había nadie—. Que dos hombres queden de guardia en la bangle.
Cogieron sus armas y descendieron a la orilla, que estaba cubierta de tupidos grupos de nagatampos —árboles durísimos que dan unas bellas y perfumadas flores con las cuales se engalanan las jóvenes indias.
—Seguidme —dijo Sandokán—. Si no hay espías por los alrededores, llegaremos al palacio de Surama sin que nos vean.
—¿Qué temes ahora? —preguntó Tremal-Naik.
—Ese griego es capaz de haber tendido emboscadas, amigo mío. En marcha, y si hay que pegar, emplead sólo las cimitarras. Nada de disparos.
—De acuerdo, capitán —dijeron los malayos.
—¡Venid!
Empezaron a costear el río, cubierto de enormes tamarindos, que con su sombra hacían más profunda la oscuridad; luego, llegados al barrio oriental, se metieron por las callejuelas interiores, dirigiéndose al centro de la ciudad.
Era ya muy tarde, y había poquísimas personas por la calle, y aun esas se apresuraban a alejarse, confundiendo probablemente a Sandokán y sus compañeros con soldados del rajá en busca de algún malhechor.
Sería cerca de medianoche cuando el grupo desembocó en la plaza en que se alzaba el palacio que Yáñez había comprado para su bella prometida.
Sandokán se detuvo, lanzando una rápida mirada a izquierda y derecha.
—Veo dos indios parados delante del edificio —dijo a Tremal-Naik.
—Yo también —contestó el bengalí.
—¿Serán espías de ese maldito griego?
—Puede. Le interesará vigilar esta casa.
—Tratemos de cogerlos en medio. Nos haremos pasar por guardias del rajá que hacen una ronda nocturna.
Pero los dos indios, al darse cuenta de la presencia del grupito, se alejaron rápidamente, a pesar de que Tremal-Naik gritó en seguida:
—¡Alto! ¡Servicio del rajá!
—Deben de ser dos bribones —dijo Sandokán, cuando les vio desaparecer por una callejuela tenebrosa—. Dejémosles marchar.
Luego, dirigiéndose a Kammamuri, prosiguió:
—Tú quédate de guardia con los malayos. Nuestra expedición nocturna no ha terminado todavía, y antes de que salga el sol quiero conocer la residencia privada de ese perro griego.
Subió la escalinata, seguido por Tremal-Naik y Bindar y golpeó sin hacer mucho ruido la placa de metal que colgaba del quicio de la puerta.
El guardián nocturno que velaba en el corredor acudió prontamente, y reconociendo en aquellos hombres a los amigos de su dueña, hizo una profunda inclinación.
—Llévanos en seguida ante el mayordomo —dijo Sandokán—. Pronto, tengo prisa.
—Entra en el salón, sahib. En medio minuto vuelvo.
Sandokán y sus dos compañeros abrieron la puerta y entraron en una elegantísima habitación, aún iluminada.
Apenas se habían sentado ante una espléndida mesita de ébano de Ceilán, fileteada en oro, cuando el mayordomo del palacio, apenas cubierto por un dootèe de tela amarilla, se precipitó en el salón, exclamando con voz sollozante.
—¡Ah, señor! ¡Qué desgracia!
—La conocemos —interrumpió Sandokán—. Es inútil que pierdas el tiempo en contárnosla. ¿El sahib blanco de tu señora se ha dejado ver?
—No.
—¿No ha enviado a nadie?
—A aquel hombre de rostro oliváceo, con una carta para la señora.
—Dámela en seguida. Los minutos son preciosos ahora.
El mayordomo se aproximó a un cofrecillo lacado, con incrustaciones de madreperla, y cogió un plieguecillo, tendiéndolo al pirata.
Este rompió los sellos, y leyó rápidamente el escrito.
—Yáñez no sabe nada aún —dijo a Tremal-Naik—. Kabung ha guardado bien el secreto.
—¿Qué más?
—Dice a Surama que no se inquiete por él, y que la herida del favorito cura con rapidez. Todos los bribones tienen la piel a prueba de acero y de plomo.
—¿Nada más?
—Le encarga que nos diga que por el momento no corre ningún peligro, y que se ha ganado la estimación y la confianza del rajá. Bien: como se encuentra perfectamente en la corte y no sabe que han secuestrado a su prometida, más vale que le dejemos tranquilo y actuemos nosotros solos.
Se volvió al mayordomo, que estaba erguido ante él, esperando órdenes, y le dijo:
—¿Ha ocurrido algo, después del secuestro de tu ama?
—No, sahib. Pero he observado que algunas personas rondan en torno al palacio hasta muy entrada la noche.
—¡Ah! —exclamó Sandokán—. Vigilan por aquí; estaba seguro de ello. ¿Has hecho averiguaciones?
—Sí, sahib; pero siempre infructuosas.
—¿Has avisado a la policía?
—No me he atrevido, temiendo que el ama haya sido secuestrada por orden del rajá.
—Has hecho muy bien. Ahora, Tremal-Naik y Bindar, volvamos a emprender la caza.
—¿Y yo qué he de hacer, señor? —preguntó el mayordomo.
—Absolutamente nada hasta nuestro regreso. Los hombres que el sahib blanco dejó de guardia a Surama, ¿siguen aquí?
—Sí.
—Les avisarás que estén preparados; puedo necesitarles para reforzar mi escolta. Mañana, entrada la noche, estaremos aquí. Adiós.
Salió de la sala y se reunió con sus hombres, que estaban sentados en la escalinata.
—Dejad las carabinas —les dijo—. Conservad sólo las pistolas y las cimitarras. ¡Y ahora, a la caza!