A los dos disparos que habían sonado hacia la izquierda, en la dirección en que se hallaba la pagoda subterránea, anunciando que algo grave ocurría, siguió un largo silencio.
Los habían disparado sin duda los dos centinelas, que vigilaban entre la maleza que rodeaba la inmensa roca. Sandokán conocía demasiado bien las armas de sus hombres para equivocarse.
—¿Habrán hecho fuego contra algún espía? —preguntó Tremal-Naik a Sandokán, quien, inclinado sobre la proa de la bangle, escuchaba atentamente.
—No sé —contestó el pirata—. Pero mi inquietud ha aumentado. Diría que presiento una traición.
—Puede ser una falsa alarma, amigo —dijo Tremal-Naik.
—¡Calla!
Otros dos disparos resonaron en aquel instante, seguidos casi de inmediato de una nutrida descarga.
—¡Estas no son las carabinas de mis hombres! —exclamó Sandokán—. ¡Atacan nuestro refugio! ¡Pronto, amigos, dad fuerte a los remos! ¡Los minutes son preciosos! No era necesario animar a los malayos. Remaban furiosamente, haciendo dar auténticos saltos a la pesada barcaza.
Ya nadie dudaba de que estaban atacando la pagoda subterránea. Una descarga sucedía a otra, resonando tras la piedra.
Sandokán se puso a pasear por el puente como un tigre enjaulado. De vez en cuando se detenía, prestaba atención y luego gritaba:
—¡Aprisa! ¡Aprisa, amigos! Atacan a nuestros compañeros.
También Tremal-Naik se había puesto nerviosísimo, y atormentaba el gatillo de su carabina, repitiendo a su vez:
—Sí, aprisa, aprisa.
Una furiosa batalla debía de haberse empeñado ante la entrada de la pagoda.
Sandokán distinguía perfectamente los disparos de las carabinas malayas, que tenían un sonido más fuerte que las indias.
Finalmente, la bangle, con un último y más poderoso impulso de los remeros, tocó la orilla, casi frente a la roca.
—Echad el ancla y seguidme —gritó Sandokán.
—¿Y el faquir? —preguntó Tremal-Naik.
—Que se quede un hombre vigilándole; pero uno solo —contestó Sandokán—. Ya no podrá escapar. Vamos, rápido y sin hacer ruido. ¡Cogeremos a los indios por la espalda!
Saltaron a tierra y se metieron entre la vegetación, mientras la fusilería sonaba con creciente intensidad, repercutiendo bajo las inmensas bóvedas verdes de los taras y los banianos.
Los piratas corrían veloces, pero sin hacer apenas ruido, aunque las detonaciones de las carabinas cubrieron el romperse de las ramas.
Llegados a trescientos pasos de la entrada de la pagoda, Sandokán detuvo al grupo, diciendo:
—Deteneos aquí, y que no se mueva nadie hasta que yo vuelva. Ven, Tremal-Naik: antes de lanzarnos a fondo, vamos a contar a nuestros adversarios.
—Apruebo tu prudencia —contestó el bengalí—. Si acabaran con nosotros, Yáñez y Surama estarían perdidos. Así que no precipitemos las cosas.
Se tiraron al suelo y se alejaron, deslizándose a través de un espeso grupo de banianos silvestres.
Al llegar al final se detuvieron.
—Aquí están —susurró Sandokán—. ¡Son los sikhs; tal como me imaginaba!
—¿Muchos?
—Unos cuarenta, por lo menos.
Tremal-Naik avanzó un poco más, asomando la cabeza a través de las inmensas hojas de un baniano.
Una cuarentena de hombres disparaban sin interrupción hacia la entrada de la pagoda subterránea.
Eran sikhs y les mandaba un capitán que llevaba en el casco un gran penacho de plumas rojas.
Para ofrecer menor blanco, estaban todos tendidos de bruces, pero a pesar de ello, siete u ocho soldados yacían sin vida ante la pagoda.
Probablemente, aquellos valerosos guerreros habían trabado de asaltar el refugio y habían sido rechazados.
—¿Qué quieres que hagamos, Sandokán? —preguntó Tremal-Naik.
—Atacarles por la espalda, y sin tardanza —contestó el pirata—: Pero a ti voy a confiarte una peligrosa empresa.
—¿Cuál?
—La de apoderarle del capitán de los sikhs. Necesito a ese hombre.
—Te lo traeré vivo o muerto.
—Lo quiero vivo. Vamos a llamar a nuestros hombres. Atravesaron de nuevo la espesura, reuniéndose con los malayos que parecían ansiosos por empezar a luchar, embriagados ya con el olor de la pólvora.
—¿Estáis preparados? —preguntó Sandokán.
—Todos, Tigre de Malasia —contestaron a una voz.
—Tú, Kammamuri, sigue a tu amo, y no le abandones ni un instante.
Luego, dirigiéndose a los malayos, añadió:
—Debéis hacer una sola descarga, lanzando al mismo tiempo vuestro grito de guerra para avisar con él a los compañeros que están en la pagoda. Luego, cargad con las cimitarras. ¿Me habéis entendido?
—Sí, Tigre de Malasia.
—Adelante, entonces, y no olvidéis que los viejos tigres de Mompracem han vencido siempre.
Partieron casi a la carrera, tan impacientes estaban por empezar la batalla, teniendo el dedo sobre el gatillo de las carabinas.
Sandokán les precedía con Tremal-Naik y Kammamuri. Cuando llegaron al borde del bosque, los sikhs estaban sólo a veinte pasos de la entrada del refugio y el fuego de los asediados empezaba a disminuir.
—Llegamos en buen momento —dijo Sandokán.
Desnudó su cimitarra, empuñó una de las dos pistolas que llevaba en el cinto, dos armas espléndidas de doble tiro, y corrió, gritando con voz tonante:
—¡Ánimo, tigres de Mompracem!
Un aullido salvaje, agudísimo, el grito de guerra de aquellos formidables aventureros de los mares de la Sonda, resonó cubriendo el fragor de la fusilería, seguido de inmediato por una descarga.
Los sikhs, que no esperaban en absoluto aquel ataque, se pusieron en pie de un salto, mientras desde el interior de la pagoda los asediados respondían al grito de guerra de sus compañeros.
Sandokán y sus valientes se lanzaron furiosamente al ataque, cargando con sus cimitarras y rugiendo como obsesos, para hacer creer que eran más numerosos.
Siete u ocho indios cayeron bajo la descarga, de forma que su número disminuyó considerablemente; sin embargo, aun estando cogidos entre dos fuegos, porque los sitiados habían corrido también al ataque, no desmintieron la fama de ser los guerreros más valientes de la gran península indostánica.
Con la rapidez del rayo, se dispusieron en dos frentes, echando también mano de sus cimitarras, y durante unos instantes sostuvieron el doble ataque de los salvajes hijos de Malasia, defendiéndose desesperadamente.
Por desgracia, tenían ante ellos al más famoso guerrero de Malasia. Con un ímpetu irresistible, Sandokán se había metido entre las filas, dando terribles mandoblazos y desorganizándolas.
Nadie podía resistir a aquel hombre, que derribaba a un enemigo cada vez que bajaba la cimitarra.
Las líneas, desfondadas por el fulminante ataque, se rompieron a pesar de los esfuerzos del capitán por mantenerlas firmes; luego los hombres se desbandaron.
Pero en el mismo momento en que escapaban en todas direcciones, perseguidos tenazmente por docena y media de malayos, que hacían fuego para impedir que se reorganizaran, Tremal-Naik y Kammamuri se tiraron sobre el capitán, derribándolo de golpe y atándole fuertemente.
Entre tanto, Sandokán se aproximó al viejo Sambigliong, que mantenía bien sujeto al ministro Kaksa Pharaum, más muerto que vivo.
—¿Cuántos hombres has perdido? —preguntó con cierta ansiedad el pirata.
—Sólo dos, Tigre de Malasia —contestó—. Nos hemos atrincherado en seguida detrás de las rocas, donde las balas de los sikhs no podían alcanzarnos.
—Preparémonos a marchamos inmediatamente.
—¿Vamos a dejar este cómodo refugio?
—Es preciso; mañana volverán los sikhs en mayor número, y yo no deseo que me encierren en una trampa sin salida.
—¿Y dónde iremos?
—De eso se ocupará Bindar.
En aquel momento regresaban los malayos. Habían seguido a los soldados del rajá quinientos o seiscientos metros, desbandándolos por completo; luego, temiendo caer en alguna emboscada, se replegaron en buen orden hacia la pagoda, disparando algún tiro para hacer comprender a los fugitivos que seguían estando en los alrededores.
—Preparaos para partir —les dijo Sandokán—. Coged todo, lo que puede ser necesario para acampar en medio de la selva, y venid a reuniros con nosotros en la bangle. Ocupaos bien del ministro y del capitán de los sikhs. ¡A mí, Bindar! Y también tú, Tremal-Naik, con cuatro hombres de escolta.
Seguro ya de que los soldados del rajá no le molestarían más, se dirigió hacia el río acompañado por los dos indios y cuatro malayos.
—Ahora, veamos, Bindar —dijo Sandokán—. ¿Conoces bien los alrededores?
—Sí, sahib.
—¿Dónde podemos encontrar un refugio seguro?
El assamés reflexionó un momento, y dijo:
—No estarás seguro más que en la jungla de Benar.
—¿Dónde está?
—En la orilla opuesta del río, a cuatro o cinco millas de distancia, pero…
—Sigue.
—Es evitada porque la frecuentan los tigres.
—No te preocupes por eso —contestó Sandokán, alzándose de hombros—. Nosotros somos tigres, así que poco hemos de temer a los de cuatro patas. ¿No se aventura nadie por esa selva?
—¡Oh, no! Tienen demasiado miedo.
—¿Es espesa?
—Espesísima.
—¿No hay ningún refugio en ella?
—Sí; una antigua pagoda semiderruida.
—No pido más.
—Pero, sahib, se cree que sirve de cubil a los bâgh.
—¡Ah! Muy bien, los enviaremos de paseo a otro sitio, si no nos quieren regalar su piel. Con un poco de plomo les pagaremos el alquiler, ¿verdad, Tremal-Naik?
—El nuestro es de buena calidad —asintió el bengalí—. Vale más que el oro, cuando sale de nuestras carabinas.
—Vamos al río y embarquemos —concluyó Sandokán—. Cuando estemos a salvo, haremos hablar a Tantia y luego trataremos de entendernos con el comandante de los sikhs.
—No comprendo por qué estás siempre hablando de esos guerreros.
—Tengo una idea —contestó Sandokán—. Si puedo realizarla, aseguraré la corona a Surama. Ya estamos en el río; en cuanto lleguen nuestros hombres, partiremos.
Subieron a bordo de la bangle, que seguía anclada junto a la orilla. El malayo de guardia charlaba tranquilamente con el faquir, a quien, no obstante, había atado fuertemente, aunque al desdichado, con su brazo anquilosado, le fuera completamente imposible la fuga.
—¿Se ve alguna embarcación en el río? —preguntó Sandokán.
—No, Tigre de Malasia —contestó el malayo—. Todo está tranquilo.
—Levad el ancla de momento, y esperaremos a los demás.
—Pensaba que te habían matado —dijo el gussain, asaetando al pirata con una mirada feroz—. Si esperas escapar a la venganza del rajá, te equivocas y mucho, ¡ladrón! No te doy una semana de vida.
—Y yo a ti ni dos días, si no confiesas, amigo —replicó Tremal-Naik—. Soy indio como tú, y conozco los sistemas de nuestros compatriotas para soltar las lenguas.
—Tantia no tiene nada que decir: siempre ha sido un pobre gussain.
—Veremos qué papel has tenido en el secuestro de la joven india, canalla —dijo Sandokán.
El faquir se estremeció, pero contestó de inmediato, afectando el más profundo estupor.
—¿De qué india me hablas?
—De la muchacha a la que quitaste el mal de ojo.
—¡Qué te maldigan Brahma, Siva y Visnú y que la diosa Kali te devore el corazón! —aulló el gussain.
—Yo no soy indio, de forma que me río de tus maldiciones, bribón —replicó Sandokán.
—Brahma es el dios más poderoso del universo.
—Yo sólo creo en Mahoma, y cuando me conviene.
—¡Pero tu compañero es hindú!
—Y también él se ríe de tus divinidades. Cierra la boca y no me fastidies de momento; más tarde tendrás tiempo de desahogarte.
—Aquí están tus hombres —dijo en aquel instante Tremal-Naik.
Malayos y dayaks —veintiséis en total— llegaban corriendo, cargados de paquetes, mantas y grandes bolsas de piel que contenían víveres y municiones. Entre ellos se encentraba el demjadar, o sea el comandante de los sikhs.
—¿Os siguen? —preguntó el Tigre, acercándose a la borda.
—Sí —contestó Kammamuri—. Nos están dando caza.
—¡A bordo!
Malayos y dayaks subieron con presteza a la bangle, se desembarazaron de paquetes y armas y se precipitaron a los remos.
—Que ocho hombres estén preparados para hacer fuego —dijo Sandokán—. Y ahora, ¡haced trabajar los músculos!
La pesada barca se separó de la orilla, dirigiéndose rápidamente hacia la opuesta, para no estar expuesta al tiro de las carabinas de los sikhs, en caso de que estos los descubrieran.
La travesía se realizó felizmente, y antes de que el enemigo llegara a la orilla, la bangle navegaba bajo las inmensas arcadas de las plantas que se inclinaban sobre el agua.
Reinaba allí una densa sombra, gracias a las frondas de los numerosos tamarindos que crecían, en aquel paraje, bañando sus colosales raíces en el agua, por lo que era casi imposible que los sikhs pudieran descubrir a los fugitivos.
Además, la anchura del Brahmaputra era tai en aquel sitio, que una bala de rifle no lo hubiera atravesado.
Después de asegurarse de que no les amenazaba ningún peligro, al menos de momento, ya que más tarde podía ocurrir que los soldados del rajá les persiguieran con pinazas, u otro tipo de embarcaciones, Sandokán se acercó a Bindar, quien observaba atentamente la orilla en compañía de Tremal-Naik.
—¿Hay poblados por aquí?
—No, sahib —contestó el indio—. Aquí empieza la jungla salvaje, y nadie se atrevería a habitar en ella por miedo a las bestias feroces. Sólo más allá de los pantanos, donde el terreno empieza a subir, se encuentran los brahmanes drauers.
—¿Quiénes son?
—Yo te contestaré —intervino Tremal-Naik—. Son sacerdotes de Brahma que han conservado toda la pureza de su antigua religión; hablan una lengua que los demás desconocen por completo, y se pintan la frente y el cuerpo como todos los brahmanes, añadiendo únicamente algunos granos de arroz, que llevan pegados sobre las cejas. Por otra parte, son personas tranquilas que se ocupan de prácticas religiosas y que no nos darán ninguna molestia.
—¿Es grande la jungla de Benar?
—Inmensa, sahib —contestó Bindar.
—La convertiremos en nuestro cuartel general —dijo Sandokán—. Si sólo está a quince o veinte kilómetros de distancia, en tres o cuatro horas podemos llegar a la capital del Assam.
—No obstante, me inquieta la suerte de Surama —dijo Tremal-Naik—. Por Yáñez no me preocupo: ese diablo de hombre siempre sabrá arreglárselas y escapar a todas las intrigas. Además, tiene consigo a seis malayos, los mejores de la banda.
—¿Qué puede ocurrirle a Surama?
—Que el rajá la haga matar. ¿Acaso no terminó con todos sus parientes?
—No se atreverá —contestó Sandokán—. Él cree que Yáñez es inglés, y se lo pensará mucho antes de cometer un delito, sabiendo que Surama está bajo su protección. Estos príncipes tienen mucho miedo al virrey de Bengala.
—Es cierto; sin embargo, me disgusta tener que perder el tiempo en estos momentos. ¿Y si no encontráramos las huellas de los secuestradores?
—El gussain nos pondrá en buen camino.
—Y si se obstina en no hablar…
—Le obligaremos; no temas, amigo —concluyó Sandokán fríamente.
Sacó de entre su ancha faja el cibuc, lo cargó de tabaco, lo encendió y fue a sentarse a proa de la bangle, con una carabina entre las rodillas.
Entre tanto dayaks y malayos remaban con vigor, mientras Bindar llevaba el timón.
La corriente era muy débil, ya que los ríos de la India no tienen mucha pendiente, de forma que la embarcación —aun siendo pesada y de proa bastante redonda— avanzaba con cierta rapidez, deslizándose siempre bajo las arcadas de les árboles que se sucedían sin la menor interrupción.
Unas veces eran colosales tamarindos, otras mirtos o sangores dragón o nargassas, mejor conocidos bajo el nombre de árboles del hierro, porque difieren muy poco de los brasileños, que son tan resistentes que rompen el filo de las hachas mejor templadas.
De vez en cuando, aparecían en la orilla manadas de chacales y de lobos indios; pero, después de haber aullado o ladrado en varios tonos contra los remeros, se apresuraban a volver a la selva en busca de presas más fáciles.
A las cuatro de la mañana, en el momento en que los papagayos empezaban a chillar entre las ramas de los tamarindos, y los ánades y ocas a alzarse sobre los cañaverales, Bindar, que observaba hacía rato la orilla, hizo desviar la bangle con un fuerte golpe de timón.
—¿Qué haces? —preguntó Sandokán, poniéndose en pie de un salto.
—Hay una laguna delante de nosotros, sahib —contestó el indio—. Entro en la jungla de Benar y allí estaremos perfectamente seguros.
—Vira, pues.
La bangle se hallaba ante una vasta abertura. La orilla estaba cortada por un canal lleno de plantas acuáticas que, sin embargo, no impedían el paso porque estaban reunidas en grupos algo alejados unos de otros.
Un extraordinario número de pájaros revoloteaba, gritando, por encima de la laguna.
Cigüeñas de enormes dimensiones, grandes buitres de plumas blancas y pecho casi desnudo; miopi —aves menos fuertes que las primeras y los segundos, pero cuya destreza hace que venzan a ambos—; pequeñas aves del paraíso y muchísimos ánades escapaban en todas direcciones, describiendo giros inmensos, para volver poco después a revolotear en torno a la embarcación, sin demostrar un miedo excesivo. Si en aquel lugar había tantas aves, era señal de que los habitantes brillaban por su ausencia.
Pasado el canal, apareció ante las miradas de Sandokán y Tremal-Naik un inmenso pantano, que parecía un lago y cuyas orillas estaban cubiertas de altísimos árboles, en su mayoría mangos, cargados con sus grandes y hermosos frutos, que se abren como nuestros melocotones, y de los cuales se sirven los indios para añadir un gusto más a su curry; también podían verse espléndidos banianos de inmensas hojas.
—Anclemos —dijo Bindar.
—¿Dónde está la jungla? —preguntó Sandokán.
—Detrás de esos árboles, sahib. Empieza en seguida.
—A tierra.
La bangle pasó entre las plantas acuáticas, destrozando verdaderas masas de lotos, y fue a encallar en la orilla que en aquel lugar era muy baja.
—Cubrámosla para que no la encuentren y se la lleven —dijo Sandokán.
—Es inútil, sahib —dijo Bindar—. Este pantano es más peligroso y más temido que el terrible lago de Jeypore.
—No te comprendo.
—Mira entre esas plantas acuáticas.
Sandokán y Tremal-Naik siguieron con la mirada la dirección que les indicaba el indio y vieron tres o cuatro cabezas monstruosas y afiladas.
—¡Cocodrilos! —exclamó el Tigre de Malasia.
—Y muchos, sahib —confirmó Bindar—. Hay centenares, quizás miles.
—No nos dan miedo. El amigo Tremal-Naik los conoce bien.
—En la jungla negra pululaban —intervino el bengalí—. He matado muchísimos, y puedo añadir que son menos peligrosos de lo que se cree.
Los malayos y dayaks cargaron con sus fardos, cogieron las armas y bajaron a tierra, después de anclar firmemente la bangle.
—¿Está lejos la pagoda? —preguntó Sandokán.
—A una milla apenas, sahib.
—En marcha.
Formaron una columna y se internaron bajo los árboles, llevando en medio de ellos al faquir, al demjadar de los sikhs y al ministro Kaksa Pharaum.
Pasada la zona de arbolado, que era muy limitada, el grupo se encontró ante una inmensa llanura cubierta de bambúes altísimos, pertenecientes casi todos a la especie espinosa. Acá y allá surgían algunos árboles, muy distantes unos de otros; la mayoría eran borassos de altísimo tronco y hojas anchas y largas, dispuestas en forma de sombrilla.
—Tratad de no hacer ruido —dijo Bindar—. Las fieras no han vuelto aún a sus cubiles y podrían asaltarnos de repente.
Todos cogieron las carabinas, que hasta entonces llevaban en bandolera, y la pequeña columna se metió en aquel mar de verdor, guardando el más profundo silencio.
Por suerte Bindar había encontrado un ancho surco, abierto tal vez por la enorme masa de algún elefante salvaje o de algún rinoceronte, y el grupo pudo avanzar rápidamente, sin necesidad de abatir aquellas gigantescas cañas.
De vez en cuando, el indio que cambaba en cabeza de la columna, se detenía para escuchar, luego reanudaba la marcha más velozmente, lanzando recelosas ojeadas en todas direcciones.
Pasada media hora se encontraron de improviso ante un vasto calvero, cubierto solamente por hierbecillas y kalam, una hierba altísima, cortante como una espada. En medio se alzaba una construcción barroca, parecida a un inmenso cono, ensanchado en la base, con muchas hendiduras en toda su longitud. Todo el revestimiento externo se había desprendido, de forma que en el suelo se acumulaban trozos de estatuas, de animales y, sobre todo, gran número de cabezas de elefante. Una escalinata, tal vez la única que estaba aún en óptimas condiciones, llevaba a un portal, que ya no tenía puertas.
—¿Es esta la pagoda? —preguntó Sandokán, deteniendo al grupo.
—Sí, sahib —contestó Bindar.
—¿No se nos caerá encima?
—Si ha resistido tanto las inclemencias del tiempo, no sé por qué iba a hundirse precisamente ahora —dijo Tremal-Naik—. Vamos a ver cómo está el interior.
Ya se dirigía a la escalinata seguido por Sandokán y los malayos que habían encendido des antorchas, cuando Bindar le cortó el paso, diciendo:
—Detente, sahib.
—¿Qué quieres ahora?
—Ya te he dicho que esta pagoda sirve de refugio a las fieras.
—¡Es cierto! —exclamó Sandokán—. Lo había olvidado. Pero ¿estás seguro de que tienen su cubil ahí dentro?
—Eso cuentan.
—¿Qué dices tú, Tremal-Naik?
—A veces los tigres utilizan las pagodas deshabitadas —contestó el bengalí.
—Iremos a comprobar si la noticia es verdadera o falsa —decidió Sandokán—. Coge una antorcha y sígueme, Kammamuri. Los demás deteneos aquí, formad una cadena y si las fieras tratan de huir…
En aquel momento, cerca de la puerta de la pagoda, resonó un grito ronco, poco sonoro, y casi en seguida dos puntos verdosos, fosforescentes, brillaron en la profunda oscuridad que reinaba en el interior de aquel enorme cono.
Bindar retrocedió dos pasos, murmurando con voz temblorosa:
—¡Las kerkal! No se equivocaban los que me lo dijeron.
—¿Son tigres? —preguntó Sandokán.
—No, sahib: panteras.
—Muy bien —dijo el pirata con su calma habitual—; ven, Tremal-Naik iremos a trabar conocimiento con esas señoras. Hasta ahora sólo he matado las panteras negras que pululan en Borneo. Vamos a ver si las indias son mejores o peores.